Todos conocen la historia de un bacteriólogo que dejó las ventanas abiertas de su laboratorio en Saint Mary’s Hospital de Londres, y vuelve una mañana de sus vacaciones en Escocia para descubrir que un hongo creció en sus cápsulas de Petri, inhibiendo el crecimiento de una bacteria conocida como Stafilococo aureus. El hongo era el Penicillium Notatum, el investigador se llamaba Alexander Fleming y eso aconteció el 28 de septiembre de 1928.
La historia se difundió porque tiene el encanto de la casualidad, y el agregado que el tal Fleming era un biólogo de origen humilde. Sin embargo, este episodio fue solo una casualidad que hubiese pasado sin pena ni gloria, de no ser por otros actores que pasaron al olvido. Así como las batallas no las ganan sólo los generales pero son quienes pasan a la historia, Fleming ocupó ese lugar en el caso de la penicilina.
Debieron transcurrir más de 10 años para que esta observación tuviese aplicación práctica. El primer paciente exitosamente tratado con penicilina fue Anne Miller, en marzo de 1942.
¿Cómo se llegó del olvido al éxito?
El primer gran actor de esta historia fue el Dr. Howard Florey, un profesor australiano de patología de la Universidad de Oxford, con una gan habilidad para obtener recursos financieros para proyectos de investigación. Para confirmar los hallazgos, Florey convocó a uno de sus más brillantes colaboradores, el Dr. Ernst Chain, un alemán de origen judío, que se había refugiado en Inglaterra por la persecución nazi.
A tal fin infectaron 50 ratones con una bacteria, pero solo inocularon a la mitad con penicilina, que entonces valía una fortuna. Solo los ratones tratados lograron sobrevivir.
La evidencia era prometedora, pero el costo de producir penicilina era astronómico. Se necesitaban 2.000 litros de cultivo del penicillium notatum para producir suficiente antibiótico (el nombre fue acuñado por Selman Waksman en 1942) para tratar un caso.
En 1940 se decidió probarlo en un agente de policía llamado Albert Alexander, que se había infectado la cara por el pinchazo de una espina de rosa. Florey y Chain tomaron el caso, e inyectaron a Alexander con la penicilina, logrando una recuperación notable, pero al acabarse la penicilina disponible el pobre hombre murió, a los pocos días, por una sepsis generalizada.
El otro héroe olvidado en la gesta, fue Norman Heatley, el encargado de producir la penicilina y purificarla para obtener la mayor cantidad posible. Cuando se la comenzó a usar en humanos, la penicilina era tan cara que se la obtenía de la orina de los pacientes que previamente habían recibido dicho antibiótico. Paradójicamente resultó ser más efectiva que la obtenida en el laboratorio.
En el verano de 1941, cuando Londres estaba bombardeada por la Luftwaffe, Florey y Heatley viajaron a Peoria, Illinois en los Estados Unidos para trabajar con científicos americanos, a fin de producirla en forma industrial.
Como la cantidad obtenida no era suficiente para los heridos en la contienda, buscaron otras especies para producir antibióticos. Una de las asistentes del laboratorio en Peoria, llamada Mary Hunt, descubrió (también azarosamente) otra variedad de penicilina, llamada Penicillium chrysogenum, que producía 200 veces más penicilina que el notatum. Sometido a radiaciones, este hongo llegó a producir ¡mil veces más!
La penicilina, la droga maravillosa, disminuyó la mortalidad en un mundo en guerra. Las infecciones habían sido las responsables de casi el 20 % de las muertes durante la Primera Guerra, pero bajaron al 1 % durante la Segunda.
Entre enero y mayo de 1942 se produjeron 400 millones de unidades de penicilina. Al finalizar la contienda la cifra había ascendido a 650 billones, y el costo había bajado a pocos centavos de dólar.
Curiosamente, Fleming hizo pocos trabajos relacionados con penicilina después de su publicación en 1929. Se concentró en el descubrimiento de la lisozima que también tiene efecto bactericida.
Cuando el periodismo quiso saber la historia de la droga maravillosa, todos los dedos señalaron a Fleming, el grupo de Florey fue casi ignorado. Este error fue subsanado, parcialmente, cuando en 1945 el Premio Nobel fue otorgado a Fleming, Florey y Chain, dejando de lado a Heatley y Mary Hunt.
En su discurso de recepción, Fleming señaló los peligros de resistencia bacteriana en caso de uso excesivo de penicilina.
En 1990 la Universidad de Oxford subsanó la injusticia otorgándole a Heatley el doctor honoris causa por primera vez en sus 800 años de historia. Sin embargo, la penicilina fue patentada por el Dr. Andrew J. Moyer, quien hizo una fortuna con su elaboración.
Una última curiosidad. ¿Por qué entró el Penicillium notatum por la ventana del laboratorio de Fleming? Un hongo muy raro. ¿Cómo llegó allí? Resulta que, en el Saint Mary’s Hospital, en el piso siguiente al que trabajaba Fleming, había un laboratorio dedicado al estudio de hongos.
A veces hay que dejar la ventana abierta para que la suerte entre por ella.
Esta nota también fue publicada en La Nación