Amadeo Sabattini gobernó la provincia de Córdoba entre 1936 y 1940. Su gestión fue ponderada no sólo por los aciertos, sino porque brilló con luces legítimas en una geografía política controlada por el régimen conservador de esa década. Dos gobiernos, por lo menos, merecen destacarse de ese período: el de Sabattini en Córdoba y el de Luciano Molinas en Santa Fe. Nobleza obliga, conviene aclarar que no todos los gobernadores conservadores fueron una calamidad; es más, en muchos casos se trataba de administradores responsables que, como dijera uno de ellos con dudoso sentido del humor: “Garantizamos libertades todos los días del año, menos uno, el día de los comicios”.
Hoy, Sabattini es para los cordobeses lo más parecido a un prócer. Y para los radicales, uno de los grandes “santos” de la UCR, honor compartido con Alem, Yrigoyen, Alvear, Illia (uno de sus discípulos más talentoso) y Raúl Alfonsín. Durante treinta años, don Amadeo gobernó a la UCR de Córdoba y desde allí proyectó el partido al orden nacional. El sabatinismo fue una poderosa corriente interna de la UCR, con un elenco de dirigentes de muy alto nivel, entre los que merecen destacarse, además de Illia, Santiago del Castillo, Agustín Garzón Agulla, Antonio Medina Allende y Mario Roberto.
La lista de próceres partidarios se haría interminable, porque hasta el día de hoy el radicalismo cordobés es tributario de aquella tradición sabatinista liderada por el mítico “Tano de Villa María”, el dirigente que por su austeridad, su deliberado perfil bajo, su capacidad de liderazgo, su relación carismática con las clases populares, llegó a parecerse a Hipólito Yrigoyen, incluso hasta en sus defectos.
Como Yrigoyen, Sabattini creía en un radicalismo portador de una causa que se identificaba con la nación misma. En esa patriada no había lugar para los conservadores, representantes del “imperio anglosajón”, ni para la izquierda extranjerizante y, mucho menos, para el peronismo, considerado la expresión criolla del fascismo. En la vida real estas posiciones se flexibilizaban, entre otras cosas porque la UCR creía en serio en el Estado de derecho. Asimismo, su posición movimientista nunca llegó a ser estatal. Los radicales, a diferencia del peronismo, creían en un partido fuerte pero en el marco de un orden democrático moderno, mientras que el peronismo nunca creyó en el partido y siempre se interesó por controlar al Estado a través de las prácticas corporativas.
Amadeo Sabattini nació en Rosario en 1892, realizó sus estudios universitarios en Córdoba donde se recibió de médico y, desde 1919 hasta el día de su muerte en 1960, vivió en Villa María. Allí atendía su consultorio, conversaba con sus correligionarios y regaba las plantas. A Villa María peregrinaban los dirigentes y punteros de toda la provincia; también las grandes espadas del partido en el orden nacional. Por Villa María pasaron -por “la cortina de peperina”- dirigentes como Alvear, Balbín, Frondizi, Uranga, Larralde y Santander, por mencionar a los más conocidos.
Tema exclusivo y excluyente de conversación: la política. Con Sabattini no había jarana ni grandes comilonas, inocentes menesteres que suelen alegrar la rutina política. Un almuerzo con Sabattini consistía en un plato de sopa, unas papas hervidas y un café. “Soy un médico de pueblo y no puedo permitirme gastos mayores”, les decía a sus atribulados interlocutores.
Un médico de pueblo. También un médico de campaña, que recorría las colonias piamontesas a veces en carro, a veces en auto, para atender a sus pacientes que pagaban como podían. En ese trato diario con la gente fue forjando un liderazgo y un estilo que se extendió por toda la provincia. Por supuesto, Sabattini era algo más que un médico de pueblo; era, en primer lugar, un político culto, de lecturas consistentes e ideas propias acerca de la sociedad y el poder. Pero además, era un político astuto, conocedor de las virtudes y los defectos del alma humana, habilidoso a la hora de forjar acuerdos y decidir en las clásicas roscas, que en la UCR son algo más que un hábito folclórico.
Como don Hipólito, fue masón. Pero a diferencia de su maestro, fue más laico. Cuando asumió su cargo de gobernador juró por la patria y se “olvidó” de Dios, lo cual en su momento fue un verdadero escándalo para una sociedad en la cual, como me dijera algo en broma algo en serio un amigo, las diferencias políticas e históricas, las que cruzan a todos los partidos políticos, se resuelven entre los que están a favor o en contra del obispo.
Antes de ser gobernador, don Amadeo fue ministro de Gobierno de la gestión provincial de su correligionario Enrique Martínez. Militante radical fue toda la vida; por ese compromiso con la política padeció en su momento persecuciones y calabozos. A su talento como dirigente, el hombre le sumaba su proverbial austeridad. Ministro o gobernador, se levantaba a trabajar a las cinco de la mañana y no paraba. Las anécdotas abundan, como la del día de su asunción, cuando no le permitió a su familia que lo acompañara en el coche oficial “porque no correspondía”. O cuando en una de sus habituales recorridas por las oficinas públicas encontró a un primo suyo ocupando un flamante cargo de planta permanente y le exigió que renunciara. “Mientras yo sea gobernador no puede haber dos Sabattini viviendo del presupuesto”.
Siempre se sintió médico y a su consultorio lo atendió casi hasta el final. En una gira por el norte de Córdoba se entera de que una mujer está muy grave y el médico de la zona no está o está de viaje. Inmediatamente desciende del coche oficial, le pide a una enfermera una chaquetilla de médico y atiende a la paciente. Entonces era gobernador, pero a cada momento le recordaba a sus amigos y correligionarios que, en primer lugar, era médico.
No debe de haber sido fácil hacer política en la Argentina -y particularmente en Córdoba- en la primera mitad de la década del treinta. La provincia estaba controlada por los conservadores, un partido de base popular, con dirigentes de muy alto nivel como Ramón Cárcano, José Aguirre Cámara o el popular Negro Mercado.
En julio de 1935 la UCR, dirigida por Alvear, levanta la abstención y decide presentarse a los comicios del régimen, una decisión que algunos radicales criticarán, pero a la que el sabatinismo no se sumará porque se suponía que en Córdoba había condiciones para ganarles a los conservadores. ¿De dónde nacía esa presunción? De varias causas: el régimen conservador en la provincia no era monolítico y los fraudulentos convivían con dirigentes más preocupados por el respeto al sufragio. Por otra parte, la UCR era un partido organizado en toda la provincia, pueblo por pueblo y ciudad por ciudad.
Después del golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930, en Córdoba se convoca a elecciones con la abstención de la UCR. El 22 de febrero de 1932 asume la fórmula del Partido Demócrata integrada por Emilio Olmos y Pedro Frías. Olmos fallece en esas semanas, por lo que la gestión quedará a cargo de Frías, quien se comprometerá a garantizar elecciones limpias.
En septiembre de 1935, Frías convoca a elecciones provinciales. La UCR de Córdoba realiza elecciones internas para elegir candidatos. Sabattini le gana a Agustín Garzón Agulla. Lo acompañará en la fórmula el joven dirigente radical Alejandro Gallardo. Los conservadores, por su parte, llevarán de candidato a José Aguirre Cámara.
La consigna de la campaña electoral de la UCR será muy sencilla pero muy elocuente: “Aguas para el norte, caminos para el sur, escuelas para toda la provincia”. Todo muy lindo, pero para hacer realidad esa consigna primero es necesario ganar la provincia. El objetivo es posible, pero no sencillo. Decía que los conservadores, además de populares y de contar con algunos dirigentes de lujo, mantenían una organización política provincial en la que el matonaje y la policía seguían cumpliendo una función importante. La campaña electoral, por lo tanto, habrá que hacerla predicando en todas las tribunas, pero en más de un caso con el revólver en la cintura y acompañado por hombres decididos a usar las armas si fuera necesario.
La decisión de la UCR de levantar la abstención en enero de 1935 fue muy discutida. Los críticos le atribuyen la responsabilidad a Alvear, cuando en realidad fue una decisión mayoritaria de la Convención Nacional, la máxima autoridad política del partido. A esa mayoría notable se les sumaron convencionales radicales de Córdoba, incluso a contramano de la decisión de Sabattini.
Quienes luego van a ser los dirigentes de Forja, también pusieron el grito en el cielo por una iniciativa que, según su criterio, colocaba a la UCR en el lugar de los cómplices con el régimen conservador. Es más, uno de los motivos del nacimiento de Forja fue esta decisión de la conducción alvearista de renunciar a la vía revolucionaria. A ello, se sumaba el pacto Roca-Runciman, promovido por los conservadores y supuestamente atentatorio contra la soberanía nacional y el escandaloso negociado de las carnes que habrá de concluir con el asesinato del senador Enzo Bordabehere. El asesinato en la ciudad de Córdoba, por parte de sicarios de la Legión Cívica, del dirigente socialista José Guevara y la intervención de la provincia de Santa Fe gobernada por Luciano Molinas, completaban un panorama que parecía justificar las aprensiones y rechazos de los radicales a levantar la abstención.
Dijimos que los otros disidentes del Comité Nacional eran los radicales sabattinistas de Córdoba. Desde hacía unos años, la UCR de esta provincia se estaba reformando internamente. La conducción de esa renovación partidaria, que incluía, entre otras reivindicaciones, el voto directo de los afiliados, era Amadeo Sabattini.
El radicalismo de Córdoba se presentaba como yrigoyenista, opositor a la conducción antipersonalista y partidario de los levantamientos armados cívico-militares promovidos a lo largo del país por oficiales del ejército y decididos militantes radicales. Nacionalistas, partidarios de reformas en el agro y la promoción de procesos de industrialización alrededor de las actividades en ese sector, sensibles a los reclamos sociales, desconfiados de lo que denominaban como liberalismo conservador y el utopismo extranjerizante de la izquierda, este radicalismo se identificaba con un liderazgo que no sólo intentará promoverse en el orden nacional sino que también en los años cuarenta se opondrá a la Unión Democrática y rechazará el alineamiento con los Aliados para defender el neutralismo.
De todos modos, el sabattinimo no desconocerá las exigencias del realismo político. Muy opositores a la decisión de Alvear de levantar la abstención, cuando exista la posibilidad de presentarse a elecciones en Córdoba, lo harán sin demasiadas vacilaciones. Es verdad que el Partido Demócrata (Conservador) en el gobierno no era lo peor en términos de violaciones a las libertades, pero como luego se podrá apreciar, a la hora de defender sus votos, estos conservadores no vacilarán en recurrir a métodos violentos y tramposos.
Ocurre que más allá de la retórica radical y de la apelación a la lucha armada concebida míticamente como una continuidad de las asonadas radicales de fines del siglo XIX y principios del veinte, a la UCR no le quedaba otra alternativa de poder que las elecciones. Lo demás era folclore, iniciativas temerarias condenadas a la derrota y al sacrificio.
No hacía falta ser un gran estratega o un conocedor de la historia nacional, para deducir que si las denominadas revoluciones radicales no habían logrado derrotar al flamante ejército nacional en 1893 o en 1905, mucho menos lo podrían hacer treinta años después, con un ejército mucho más profesionalizado, articulado con las clases dominantes y respaldado por los poderosos recursos económicos y técnicos de un presidente que, además de su origen militar, ejercía un indiscutible liderazgo castrense.
Los radicales cordobeses no desconocerán los llamados de la realidad. La UCR de los años treinta era un partido de objetivos electorales cuya organización interna poco y nada tenía que ver con los hábitos conspirativos necesarios para protagonizar soluciones armadas. Sabattini será muy solidario con los revolucionarios civiles y militares de su partido, pero se las ingeniará para “aceptar” la decisión de la UCR cordobesa de participar en las elecciones de la provincia.
No sólo lo aceptará, sino que será el candidato de esta estrategia participacionista. ¿Había otra posibilidad? Ninguna. Para bien o para mal, la UCR no tenía otro destino que la lucha electoral, ésas eran las expectativas de sus dirigentes y punteros y las expectativas mayoritarias de sus afiliados, educados durante décadas en estas prácticas cívicas marcadas por el clientelismo.
Para 1935, y luego de casi cuatro años de abstención, los radicales estaban muy preocupados por esta táctica que los excluía de un orden político seguramente imperfecto pero que funcionaba y contaba con la participación de otros partidos. Asimismo, los factores de poder allegados a la UCR manifestaban su alarma por un abstencionismo que en los hechos permitía que los socialistas contaran con una bancada parlamentaria muy superior a sus reales posibilidades políticas.
Sin duda que Sabattini para esa fecha exhibía una trayectoria impecable. Su oposición al régimen conservador le había significado cárceles y exilio en diferentes ocasiones. Cuando años después explique su oposición a la Unión Democrática dirá que no podía acordar con los que lo encarcelaron y persiguieron durante todos esos años.
Importa advertir al respecto, que el nacionalismo democrático de Sabattini, su neutralismo, su oposición a cualquier versión de frente popular, no lo acercaban al peronismo sino todo lo contrario. Para Sabattini, el peronismo nunca será otra cosa que una manifestación local del fascismo, una versión más completa que la que en su momento intentara aplicar José Félix Uriburu.
“Los peronistas hablan de los descamisados -dirá en febrero de 1948- pero los verdaderos descamisados somos nosotros. Ahí está Del Castillo, pobre como siempre; Arturo Illia, que vive prestado en un hospital; Medina Allende, que vive de su trabajo… Siempre hemos salidos, los gobiernos radicales, con la frente alta y las manos limpias…”.
Sabattini no criticaba al peronismo desde la derecha o el privilegio sino desde la cultura popular, y si algo no le perdonará a Perón es que haya usurpado las banderas radicales. Así se entiende que la corriente radical más popular o populista haya sido al mismo tiempo una opositora sistemática al peronismo y una de las promotoras del golpe de Estado de 1955, una “revolución” cívico-militar que -según el sabattinismo- acercaba a los radicales a sus mejores tradiciones conspirativas.
Volvamos a los hechos. En septiembre de 1935, el gobernador de Córdoba, Pedro Frías, decide convocar a elecciones para el 3 de noviembre. Como ya se dijo, el candidato del oficialismo será José Aguirre Cámara. No sé si se escribió una historia del Partido Demócrata de Córdoba, pero si no se hizo merece hacerse porque este partido, sin dejar de ser una maquinaria electoral con todos los vicios de su tiempo, fue también un forjador de dirigentes de la talla de Ramón y Miguel Ángel Cárcano, José Antonio Mercado, o el propio Aguirre Cámara, dirigentes identificados con un liberalismo reformista y laico que en más de una ocasión entró en contradicción con el patriciado tradicional o con las corrientes ultramontanas de la iglesia católica.
Aguirre Cámara será un candidato de lujo en esas elecciones, pero a diferencia de Sabattini, que había promovido cambios internos democráticos en su partido, esa corriente conservadora se apoyará en la estructura clientelar del partido y en sus redes de matones, policías y punteros.
Un detalle sintomático para los contemporáneos. El empleo público conservador era uno de los principales recursos electorales. Formalizada la candidatura de Sabattini, los conservadores se dedicarán a repartir volantes en las oficinas públicas advirtiendo que una probable victoria de Sabattini representaría su inmediata cesantía.
Las elecciones fueron convocadas para el 3 de noviembre de 1935. Más allá de las correctas relaciones establecidas entre dirigentes conservadores y radicales, a nadie se le escapaba que una elección se ganaba con hombres decididos a defender a punta de pistola la voluntad popular. El gobernador Frías era un hombre correcto, y Aguirre Cámara un político honorable, pero la maquinaria del partido conservador era implacable, una maquinaria que se valía de los recursos del Estado y operaba con la participación de policías, comisarios políticos, jueces y matones contratados por los dirigentes lugareños.
La historia de la campaña electoral de ese año será la historia de los enfrentamientos armados entre radícales y conservadores. ¿Había otra posibilidad de hacer política? Tal vez en los papeles, pero no en la realidad. El 21 de octubre de 1935 el radicalismo lanzó de hecho su campaña electoral. Asistió para este lanzamiento Marcelo T. de Alvear. Según las crónicas, el acto central estuvo presidido por tres palcos. Los oradores hablaron a la multitud con el florido y combativo lenguaje de entonces. La consigna que presidía el acto era por de más de sugestiva: “Correligionarios, hay que cuidar la libreta de enrolamiento”.
Consejo oportuno. Una semana después hubo incidentes armados en Quebrada de Luque. El 29 de octubre se produjo una tremenda balacera en Sacanto. En la ocasión, los abogados del radicalismo acusaron al sargento Nazario Rojas de haber asesinado al correligionario Erasmo Ceballos Araya. El 3 de noviembre se votó con relativa tranquilidad. Hubo incidentes, algunos tiroteos y abundaron las denuncias, pero finalmente se impuso la UCR por unos cinco mil votos. Un triunfo demasiado ajustado para que los conservadores lo aceptasen a libro cerrado. Pronto se presentaron los problemas. Entre idas y venidas se admitió que en nueve localidades era necesario hacer elecciones complementarias.
Con una diferencia tan estrecha de votos, esas elecciones complementarias previstas para el 17 de noviembre pasaron a ser decisivas. Los radicales llamaron a defender el voto; los conservadores convocaron a ganar como fuera. Desde el Comité Provincial de la UCR se tomaron todos los recaudos para cumplir con la consigna. A cada localidad marcharon abogados, dirigentes y fiscales. Los conservadores por su parte contaban con los mismos recursos, más la policía y los temibles agentes del Escuadrón de Seguridad.
En todos lados hubo problemas, pero la localidad donde la violencia y la muerte adquirieron su máxima expresión fue en Plaza de las Mercedes. Se trata de un pequeño pueblito del departamento de Río Primero ubicado a unos cien kilómetros de la ciudad de Córdoba. En las elecciones del 3 de noviembre los resultados habían sido elocuentes: Partido Demócrata: 196 votos; UCR, cero. El fraude fue tan escandaloso que los comicios debieron anularse.
La delegación radical que viajó a Plaza de las Mercedes salió de Córdoba el 17 de noviembre a las cinco de la mañana. La integraba Pedro Ezequiel Vivas, apoderado del partido, Carnero Agobar Anglada y Argentino Autcher, quien diez años después será el primer gobernador peronista de la provincia. No eran los únicos radicales que se hicieron presentes ese domingo de noviembre de 1935. Los siete automóviles con hombres armados llegaron a la casa de Eulogio Argüello, el puntero radical de la zona. Allí se repartieron armas largas, winchester y maúser. Entre quienes se sumaron a la “delegación” estaba el señor Carlos Moyano, radical de toda la vida, pero en primer lugar, campeón de tiro.
El aire olía a pólvora. La Voz del Interior tituló en esos días: “En Plaza de las Mercedes impera un régimen de violencia”. Un diario oficialista tampoco se quedaba atrás: “En las jornadas de hoy se juega el prestigio del gobierno y del partido gobernante”. Había otros títulos muy de la jerga política de la época. “Buscando la liebre para el guiso”. “Maniobras politiqueras de baja laya”.
Digamos que todo estaba preparado para una gran balacera. Si los conservadores se jugaban el prestigio de su partido, los radicales jugaban algo parecido y estaban dispuestos a jugarlo, como dijera un caudillo de la zona, “a lo macho”. El caudillo conservador lugareño Eudoro Vásquez Cuestas, el jefe político Eugenio Sangenis y el comisario Ugolino Olmos pensaban más o menos lo mismo. Un detalle a tener en cuenta: hombres uniformados había de los dos lados.
O sea que todo estaba preparado para que corriera sangre.
Volvamos a los hechos. Los autos radicales llegaron a Plaza de las Mercedes alrededor de las siete de la mañana. El correligionario Argüello informó a Vivas que la noche anterior la policía había estado recogiendo libretas de enrolamiento. Un almacén de ramos generales, la estafeta de correo, la escuela y la iglesia. La calle desierta, los hombres parapetados detrás de los autos, el cielo nublado amenazando llovizna, le otorgaban al paisaje el tono difuso de lo irreal. Se intentó parlamentar. El hombre que hablará en nombre de los radicales será el doctor Pedro Vivas. El hombre se acercó a los policías. Lo protegían las armas de la UCR. El Escuadrón de Seguridad aguardaba expectante.
Vivas intentó conversar con el cabo Albornoz. Discutieron. Albornoz no aceptaba la insolencia de que se presentasen armados. En algún momento el cabo lo golpeó. Vivas cayó al suelo. Quiso ponerse de pie, pero el auxiliar Alejandro Martínez lo ultimó de un balazo. Fue su último acto. Moyano disparó desde uno de los autos y Martínez y Albornoz murieron, uno en el acto y el otro en el hospital. Comenzó el tiroteo. Los policías vacilaron. No esperaban esa reacción. Vacilaron y murieron acribillados. Siete policías (otra fuente dice nueve) cayeron en la volteada, entre otros, el comisario Olmos.
Agobar Anglada fue herido en una pierna y murió desangrado. Los radicales recogieron a sus heridos y muertos y huyeron por caminos laterales. Matar tantos policías no era moco de pavo. Pronto se hicieron presentes en Plaza de las Mercedes otras fuerzas policiales y los principales referentes políticos del conservadorismo. La noticia llegó a Córdoba. Mientras tanto, los radicales trataban de eludir a la Justicia. Cerca del mediodía empezó a llover. En un cruce de caminos se tirotearon con hombres de civil. Casi a la noche llegaron a Jesús María y se refugiaron en la casa de un correligionario de apellido Cevallos. Llegaron con los hombres heridos y el muerto, Pedro Vivas, que recién al otro día será trasladado a su casa.
La provincia estaba consternada. Ese domingo se jugaba el clásico entre Belgrano y Talleres y el partido debió suspenderse. A la tarde llegaron a Plaza de las Mercedes los dirigentes radicales Gabriel Rawson, Andrés Rampoldi y Santiago del Castillo. Discutieron con los apoderados conservadores. Reclamaban por los fiscales y exigieron participar en el recuento de votos. El aire se cortaba con un cuchillo filoso. No era para menos. Siete o nueve policías muertos.
Conclusión: los conservadores fueron derrotados con las armas y ahora serán derrotados con los votos. Amadeo Sabattini será consagrado gobernador. Siempre reconocerá que su cargo lo ganó en Plaza de las Mercedes. Lisandro de la Torre desde Santa Fe dirá que “con la candidatura de Amadeo Sabattini se salvó en Plaza de las Mercedes el honor de la República”. No exageraba.
Recién en mayo de 1936, Sabattini asumirá el cargo de gobernador. Sus ministros serán Santiago del Castillo, Antonio Medina Allende y Augusto Garzón Agulla. Por el departamento de Cruz del Eje fue elegido senador el doctor Arturo Illia. La consigna “Aguas para el norte, caminos para el sur, escuelas para toda la provincia”, empezaba a hacerse realidad.