La muerte de murenismo

1. La legibilidad de lo sagrado

H. A. Murena, Héctor Álvarez Murena, murió en Buenos Aires el 5 de mayo de 1975 a los 52 años. Había nacido en la misma ciudad en 1923. A partir de Primer testamento, una colección de relatos publicada en 1946, aparecieron veinticinco libros con su nombre[1]. Su apellido sirvió para caracterizar una forma de pensar América: el “murenismo”[2]. Ezequiel Martínez Estrada lo había antecedido con Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat; pero Murena fue incesante en la búsqueda de Dios. Su primer libro de ensayos, El pecado original de América, editado en 1954, dividió aguas en la crítica literaria y cultural en la Argentina durante por lo menos una década y uno de los trabajos que incluye, “Los parricidas: Edgar Allan Poe”, le sirvió a Emir Rodríguez Monegal para entender a una generación de escritores en El juicio de los parricidas[3]. El número editado de Las ciento y una, la revista que Murena dirigió en 1953, está antes y explica, en contraluz, la más permanente y recordada Contorno. Murena fue el primer traductor de Walter Benjamin al castellano y lector atento, como pocos en su época, de Max Horkheimer y Theodor Adorno a quienes también tradujo[4]. La impronta de lo que se llamó “Escuela de Frankfurt” es fácilmente rastreable en su obra: Murena, en más de un sentido, repitió a Benjamin en América Latina. Durante años trabajó en la redacción de la Agencia United Press; también durante años dirigió la Editorial Sur y en 1975 representaba a la Editorial Monte Ávila en la Argentina. No eludió la pobreza ni la soledad. Fue un hombre de coraje: se obstinó en atravesar los cantos de las sirenas sin atarse a ningún mástil, como Ulises, para evitar los peligros de su encanto.

H. A. Murena supo que los sueños de la razón engendran monstruos, que la técnica no es la salvación sino más bien el peligro que se hace visible en nuestro tiempo, que el progreso puede ser una forma siniestra del engaño. Supo que la belleza, cuando es mero juego estetizante, suele ser una trampa estéril tendida por el nihilismo. Pero también supo que el arte es atención a lo sagrado, que la poesía es alusión constante al silencio, a un más allá innombrable cuya búsqueda otorga sentido a la belleza. Otros eran los sonidos que se adueñaban de las calles en la Argentina, otras las perplejidades, otros los miedos. La voz de Murena, intensa en su desafío, se fue tornando inaudible. No era legible un alegato que quería entender el mundo desde lo sagrado. Hoy Murena es casi un desconocido. Sin embargo, pocos como él podrían iluminar el presente si aceptáramos que hemos llegado a un tiempo privilegiado en el que −como quería Hölderlin− la presencia de todos los peligros hace visible aquello que salva. La revelación apocalíptica como anuncio de la conciliación.

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2. El exilio como constante

El drama de América es el doble exilio de sus habitantes: el exilio primordial tras la caída y el exilio de Europa. Ni europeo ni indígena, el americano vive el desafío de ser él mismo. Las primeras “Reflexiones sobre el pecado original de América” fueron publicadas por Murena en 1948 como un artículo en la revista Verbum y continuadas en el ensayo que le da nombre a su libro de 1954. La pregunta sobre qué es América había desvelado a José Enrique Rodó y César Vallejo, a Pedro Henríquez Ureña y Ricardo Rojas, a José Vasconcelos y Juan Larrea. Ninguno había intentado una respuesta teológica como la que sugiere Murena: “el sentimiento de que nacer o vivir en América significa estar gravado por un segundo pecado original”. La afirmación, sabe Murena, es irrisoria “en un mundo ducho en eludir todo misterio, entre hombres que, por ser el hombre actor de la historia, creen que es el autor de ésta, y pueden por tanto explicarla desenfadadamente desde el principio al fin”. El desafío es tan importante como la hipótesis misma: entender la historia de otra manera. Restituir lo sagrado cuando todo se ordenaba a hipersecularizar el mundo. Hugo Savino[5] menciona una situación similar respecto a la literatura: Murena “tampoco se ata a las exigencias de la serie histórica y a la euforia de la desacralización de la literatura. Inversión radical. Insoportable para los que leen la literatura desde la historia. Inversión escandalosa: lectura de la historia desde la literatura”. La historia, según las filosofías que la explican −señala Murena− responde a leyes “que regirían en forma soberana el desarrollo de todo acaecer” (Spengler, Toynbee); o, según las interpretaciones sociológicas o económicas, como mostración de hechos. “Un juego de fuerzas en el cual el puesto y el sentido de cada hombre quedan total y exhaustivamente esclarecidos”. Ambas arrastran un equívoco que marca sus reincidentes fracasos: “pretenden cerrar el paso a Dios, en el mundo”. Trágico destino que busca la libertad del hombre liberándose de la libertad de Dios y con ello se condena a su propia negación. “Por escapar a Dios −lee Murena− se cae en manos del hombre que, como se sabe, a pesar de ser la única criatura que ha alzado su voz para quejarse contra el rigor de la divinidad, suele convertirse en el más sanguinario y cruel de los dioses”[6].

Hubo un exilio primigenio que nos constituye en lo que hoy somos. Nuestro drama, nuestro “hacer”, no es otra cosa que vivir en su recuerdo. No importa la alegoría que evoque aquel apartamiento, la escisión. Las palabras y las cosas. El cuerpo y el alma. Todo nuevo exilio actualiza aquel inicial: por eso se vuelve desproporcionadamente insoportable. La redención nos restituye, pero no al Paraíso sino a nosotros mismos. A la posibilidad de estar en común con el otro. Hace posible la comunión. Las mediaciones, los medios de comunicación, al consagrar la distancia, refuerzan la nostalgia, el dolor por lo perdido. La “mirada apocalíptica significa restituir a nuestra visión de la historia la noción de que Dios es absolutamente libre”, afirma Murena y describe el lugar desde donde interpreta el devenir de América: “El día que la ciencia de la historia decida regir sus especulaciones por estos misterios de los orígenes y de las postrimerías conquistará una visión del mundo y del acaecer mundano tan libre y válida como es el fluir de ese acontecer”.

El hombre americano es portador de un segundo exilio. Sale de Europa a una tierra incógnita que se le ofrece como promesa. Como destino. La percepción de Murena permite una lectura de la literatura argentina como voluntad de regreso, de encuentro. En Borges será un destino sudamericano que se asemeja a la muerte y en Leopoldo Marechal será errancia, camino iniciático, búsqueda de los orígenes. Regreso que anhela el encuentro con algo que siempre estuvo “más allá” en la Rayuela de Cortázar: un “cielo” que se deja ver por el agujero de una carpa de circo tanto como en el dibujo del juego inscripto en la tierra. Es la “respiración artificial” de Ricardo Piglia o el regreso postergado para siempre, exilio de exilio, en la figura del italiano de El frutero de los ojos radiantes de Nicolás Casullo: una América que se hace en un juego de espejos cuyas imágenes son irrecuperables porque siempre reflejan otra cosa.

El Murena de 1954 cree que el hombre americano, de expulsión en expulsión, ha ido adquiriendo una nueva manera de ver las cosas. Al doble apartamiento, una oscura respuesta: la transobjetividad. “El mundo ha perdido materialidad en el alma americana”, por eso el Martín Fierro consigue sus efectos “con un desdén casi total respecto a las descripciones y a la psicología”, el Facundo es una mirada a través de las cosas y los hechos, y en Residencia en la tierra, “pese a la constante enumeración de objetos concretos”, se produce una evaporación de la materialidad, se “suprime la maleza que impide pasar al ámbito donde juega libremente el destino”. La apuesta de Murena no es insustancial. Ante el hombre americano surge la más radical encrucijada y la más tajante oportunidad de los “tiempos prehumanos”: o recae en el “espíritu objetivo”, ejemplo de lo cual es Norteamérica, fascinada por la ciencia, “especialmente en su faz inmediata de técnica”, o persiste en la “transobjetividad”, esta rehumanización del hombre que, necesariamente, debe atravesar la desolación del exilio presente, de la infinita tristeza de tanta desesperanza.

El ejemplo decisivo es Edgar Allan Poe, el parricida. Porque Poe, al ser implacable con el mundo que lo rodea en Norteamérica apunta a lo que América tiene de europeo: “la verdadera palabra que Poe lanza sobre Europa es en general la de destrucción, y específicamente la de aniquilación de la historia, aniquilación de Europa, términos similares para el hombre occidental”. Matar Europa, el padre, para que el alma europea desterrada en América pueda unirse a su nueva tierra. El exilio de Poe le da fuerza a esa “conciencia y pasión del desencajamiento europeo” representada por Baudelaire y éste “favorece la irrupción de las destructoras voces” de esos desterrados que fueron Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé. Rimbaud en Una temporada en el infierno: “Si poseyera antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia… Pero no; nada. No ignoro que siempre he sido de raza inferior. Mi jornada está cumplida: abandono Europa”. Pero Poe no sólo como crítico del progreso, “esta gran herejía de la decrepitud” según lo señala Baudelaire en “Notes nouvelles sur Edgar Poe”[7]. Es también el Poe que le permite a Baudelaire encontrar en el arte una prueba del “más allá” y que guiará los pasos de Murena hasta su muerte.

Para Poe, dice Baudelaire, la Imaginación, “la reina de las facultades”, no es la fantasía. “La imaginación es una facultad casi divina que percibe en primer lugar, por encima de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías”. Y más adelante: “Este admirable, inmortal instinto de lo Bello nos hace considerar la tierra y sus espectáculos como una fugaz percepción, como una correspondencia del Cielo. (…) Al mismo tiempo, por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, el alma entrevé los esplendores situados detrás de la tumba; y cuando un poema exquisito nos empaña los ojos con lágrimas, estas lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, son más bien el testimonio de una melancolía exacerbada, de una postulación de los nervios, de una naturaleza exilada en lo imperfecto que querría apoderarse de inmediato, sobre esta misma tierra, de un paraíso revelado”.

El gesto de Poe, sin embargo, se ha desvanecido. En realidad, no hubo lugar para que prosperara. Murena reconoce el fracaso −el fracaso de América− en esa “pérfida convención” que dice que “América es la esperanza de Europa”. Producto del “cansancio histórico del alma occidental”, América es vista como una tierra paradisíaca, “una tierra verdaderamente fuera del mundo”[8]. América, donde “se puede vivir sin espíritu, en el que el espíritu es una demencia, en el que se ha convenido que todo el esfuerzo humano debe limitarse a lo económico”. De ser “esperanza” y porque se la creyó esperanza, América “es un mundo en el que se está realizando la infernal experiencia de vivir el desatinado sueño de un continente fatigado, harto de la vida”. En otro sentido, en cuanto esperanza, América fue mantenida al borde de la vida. El tiempo de la vida, “tiempo de maduración, ritmo incesante y tenso de fructífera muerte”, se ha vuelto en Norteamérica, a la que “nosotros acabaremos por seguir en nuestro estilo”, pura “espacialización del tiempo”. El gigantismo de Estados Unidos como índice de su falta de tiempo creador. América, que dilata el tiempo del parricidio, sólo es remedo de Europa a la que le devuelve una imagen grotesca, la “religión del espacio”, producto de los “tóxicos que concibió durante su vida en espera de la vida”.

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3. El ultranihilista

El pecado original de América fue la más sólida argumentación de Murena sobre un destino metafísico de América. La apelación a un Dios que debería inspirar la acción del hombre americano era, en cierta medida, una analogía con el destino del pueblo judío, elegido para los días postreros y, sin embargo, símbolo permanente de exilio. Pero la esperanza en otra historia declinará al mismo tiempo que la renovada lucidez iluminaba su espíritu. Años de turbación, de mirada despiadada sobre un mundo −ahora el mundo y no sólo América− que veía crecer el nihilismo de la peor forma posible: sin percibirlo. Murena recuerda a Nietzsche: “Describo lo que viene, lo que no tiene más remedio que venir: la irrupción del nihilismo. (…) Este porvenir habla ya por boca de cien signos; esta fatalidad se anuncia por todas partes; para esta música del porvenir todos los oídos están ya aguzados”. Lo que era “música del porvenir” se había transformado para Murena, hace más de treinta años, en el “silencioso estridor del presente, un estridor tan total que no se lo oye”. Si el despótico principio del poder hereditario fue reemplazado por el acceso al gobierno de “hombres ineptos hasta la vergüenza que logran escalar tales posiciones no ya por un hipotético mandato divino pero sí por el hábil y artero manejo de los mass media information“, la estructura social que suplantó la cerrada organización monárquica se ha cristalizado tan sólidamente como aquella, “aunque en este caso erigiendo como valor cardinal la capacidad económica, adquisitiva, de los individuos”.

En el ensayo “El ultranihilista”, publicado en Homo atomicus, Murena se interroga sobre lo que se le ofrece al hombre de la época para que su obrar se afirme en alguna creencia. Cómo evitar que se sumerja en un conformismo capaz de llevarlo a ver y aplaudir “el mediodía en la más cerrada tiniebla”. Cómo evitar la imposición igualitaria exterior que “lastima, mutila, empobrece” puesto que, fuera del acto igualitario de morir y nacer, “no hay más que un imperio de las diversidades”. “Sólo en el orden del amor −dice− no es una befa la hipótesis de que las criaturas humanas, creadas inefablemente distintas, son iguales”. La afirmación responde una pregunta pero abre mil incertidumbres sobre la forma de seguir adelante. El catálogo que describe nuestro tiempo (porque desde hace treinta años sólo hemos perfeccionado los males) resultan aforismos que recuerdan al 1984 orwelliano: “el arte de curar se ha convertido en el arte de enfermar”, “el arte de construir se ha convertido en el arte de destruir”, “el arte de pensar se ha convertido en el arte de no pensar”, “el arte de expresar se ha convertido en el arte de no expresar”, “el arte de educar se ha convertido en el arte de no educar”, “el arte de orientar se ha convertido en el arte de confundir”. Es el triunfo de las artes negativas que impera en el “caos”, espacio inmenso y tenebroso, que requiere transformarse en cosmos, “el orden que los dioses han implantado en el caos mediante el acto de la creación”. ¿Qué es posible hacer si, desde otro lugar, se observa el marasmo como un final y. en consecuencia, como la posibilidad de otro principio? Murena: “mi primer deber consiste en cobrar conciencia de que el caos y el nihilismo se hallan instalados en mi vida”. El ultranihilismo es el accionar después de la conciencia. El ultranihilismo como “extranihilismo”, es decir, como posibilidad de actuar en la exterioridad de lo negativo.

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4. La metáfora y lo sagrado

Hay un tercer Murena. El ultranihilista sabe, también, que hay un lugar de descanso. Una llegada. Resuena Baudelaire cuando Murena afirma “la esencia del arte es nostalgia por el Otro Mundo”. Con La metáfora y lo sagrado, tal vez el más significativo (¿el más bello?) libro de Murena, se recorta un espacio donde un año antes se había instalado F. G., un bárbaro entre la belleza, en el que la poesía circula sin obstáculos entre los poemas y los comentarios que le siguen. Un espacio que se amplifica en los poemas de El águila que desaparece, publicado después de su muerte, y que ya existía en sus diálogos con David Vogelmann recogidos en El secreto claro. La obra de arte, en sí, nada significa. Murena se distancia de todo esteticismo: los objetos mundanos, alcanzables, lo que puede llamarse “obra de arte”, “no son nunca más que ocasiones tomadas para expresar la nostalgia fundamental respecto a lo imposible”. La metáfora es el instrumento para llevar (fero) más allá (meta) el sentido “de los elementos concretos empleados para forjar la obra”. El arte es la posibilidad, a través de la metáfora, de “acercar el universo que está más allá de los sentidos”. Los ensayos de La metáfora y lo sagrado recuperan todo el pasado de Murena. El orden necesario para que la muerte se haga posible. “Una figura congruente y llena de sentido. Y en marcha: en ascenso”, descubre Raimundo Lida[9] cuando realiza, distante, un balance de la vida de Murena.

Al finalizar el prólogo de La metáfora y lo sagrado Murena puntualiza la fecha: 15 de julio de 1973. ¿Por qué necesitó precisar con tanta exactitud el momento? ¿Porque sabía que sería su último libro de ensayos o porque quería señalar la circunstancia de su desconsuelo y su espera más intensa? En julio de 1973, en la Argentina, la confusión, esa forma en que el mal atraviesa a los hombres, inundaba las calles y los espíritus. Un ruido sordo anulaba cualquier posibilidad de silencio o de reconocimiento. Los presagios, una vez más, no se equivocaban: detrás de la sordidez de los ruidos habitaba la muerte ignominiosa. Seguramente Murena supo que el nihilismo, cuya presencia se agigantaba en el mundo, desgarraba un poco más aquello que lo rodeaba. Y que no podía ser de otra manera. También, seguramente, fueron momentos de revelación. Toda su vida −de la que aún le restaban dos años− lo había buscado: cada uno de los pensares que lo habían transitado se “tornaba no significante, caduco”. Dice: “Cualquier humano llega en determinado momento a la zona en la que no hay respuestas. Se la encuentra a través de todo camino: las pasiones, el pensar, el ocio. La zona sin respuesta es aquella en la que el sentido que hasta entonces atribuíamos a nuestras vidas se derrumba, queda nulificado, es la zona en que descubrimos que los problemas que habíamos creído resolver se hallan de verdad enraizados en el misterio, inviolable por nuestro arbitrio, inercia, pensar”. En su film Stalker, Andréi Tarkovski muestra una “zona” invisible al ojo humano. Pero ¿cómo mostrar lo que no se ve? Se distinguen objetos, personas. Sin embargo uno sabe que no ve. Se presiente que sólo podría vérsela si se lograra pertenecer a ella mediante el infrecuente acto de abrirse a la posibilidad del milagro. Nada más parecido a la zona a la que Murena nos expone.

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5. La legibilidad de Murena

En el espacio habitual de la cultura argentina Murena no tiene vigencia. Pocos recuerdan su nombre. Sus libros son prácticamente inencontrables. Existen, como una cofradía, algunos para quienes Murena es el inspirador de sus reflexiones. Son casi iniciados. ¿Por qué el olvido de Murena? A través de algunos de sus escritos he tratado de mostrar momentos distintos de su pensamiento, diverso y uno. Intolerable para un tiempo donde todo parece ser comprendido para ser tolerado, consensuado; donde todo es negociable. He intentado mostrar lo que podrían ser las llaves de entrada para leer su obra. Tal vez sea nuestra tarea más relevante: leer a Murena.

* La Caja, N° 10, Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1994.

[1] Los tres últimos libros aparecieron después de su muerte. Los poemas de El águila que desaparece, en 1975; la novela Folisofía, en 1976 y sus diálogos radiofónicos con D. J. Vogelmann, El secreto claro, en 1978. En el único libro consagrado a la obra de H. A. Murena (Teresita Frugoni de Fritzsche, Murena, ed. El imaginero, Buenos Aires, 1985), la autora realiza una cuidadosa presentación de los textos de Murena y propone el siguiente ordenamiento bibliográfico para la obra ensayística: El pecado original de América, Buenos Aires, Sur, 1954, 2ª ed. Buenos Aires, Sudamericana, 1965; Homo atomicus, Buenos Aires, Sur, 1961; Ensayos sobre subversión, Buenas Aires, Sur, 1962, 2ª ed. Universidad de Puerto Rico, La Torre, 1963; El nombre secreto, Caracas, Monte Ávila, 1969; La cárcel de la mente, Buenos Aires. Emecé, 1971; La metáfora y lo sagrado, Buenos Aires, Tiempo nuevo, 1973; El secreto claro (diálogos), con D. J. Vogelmann, Buenos Aires, Ed. Fraterna, 1978.

[2] Carlos Correas, “H. A. Murena y la vida pecaminosa”, Contorno, N° 2, Buenos Aires, mayo de 1954.

[3] Emir Rodríguez Monegal, El juicio de los parricidas, Editorial Deucalión, Buenos Aires, 1956.

[4] Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica del iluminismo, ed. Sur, Buenos Aires, 1969 (versión castellana de H. A. Murena); en 1967 la misma editorial había publicado la selección de ensayos de Walter Benjamín Escritos escogidos, algunos de los cuales fueron retomados posteriormente en ediciones realizadas en Venezuela y España.

[5] Hugo Savino, “Murena, la palabra injusta”, en Innombrable, N° 1, Buenos Aires, noviembre de 1985.

[6] No sería inútil pensar el destino de América desde la convicción de Colón de haber llegado al “paraíso terrenal”. América se convierte en el “nuevo mundo” a pesar de la convicción de Colón de haber arribado al más remoto oriente del viejo y único mundo.

[7] Charles Baudelaire, Oeuvres Complètes, Éditions Robert Laffont, París, 1980.

[8] La Utopía de Tomás Moro está “realizada” en un lugar de América. Rafael Hitlodeo, quien la describe, aparece como acompañante de Américo Vespucio en sus viajes por el “nuevo mundo”.

[9] Raimundo Lida, “Dos o tres Murenas”, en La anunciación, Año 1, N° 1, Buenos Aires, enero de 1989.

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