La masacre de Nankíng

Luego de la invasión a Manchuria en 1931, el expansionismo del Imperio japonés buscó someter a China bajo su dominio. Ya en el transcurso de la guerra chino-japonesa (o guerra sino-japonesa), que había comenzado en julio de 1937, el avance del Imperio japonés sobre territorio chino parecía imparable. La guerra civil china entre los nacionalistas (Chiang Kai Shek) y comunistas (Mao Tsé Tung) hizo una especie de alto el fuego forzado para enfrentar al temible enemigo exterior, el Imperio japonés. Cayeron Pekín y Tientsin, y mes a mes los japoneses fueron empujando a las tropas chinas hacia el sur. Luego de tomar Shanghai, los chinos ya habían sufrido 250.000 bajas (los japoneses, 40.000). Ya en el sur, Japón asedió Nanking (significa “la capital del sur”), por entonces la capital china (lo fue entre 1928 y 1949), un objetivo claro dentro de la estrategia de una ocupación japonesa en China que duraría hasta 1945. La ciudad de Nankíng comenzó a sufrir en septiembre de 1937, cuando la aviación japonesa decidió bombardear durante cuatro días la ciudad aprovechando que el general chino Chiang Kai-Shek dirigía las operaciones militares desde allí. Perdieron la vida 600 personas y muchos de edificios fueron derribados, entre ellos un hospital y un campo de refugiados, que no fueron respetados. Y el asedio final a Nankíng empezó el 7 de diciembre de 1937, cuando 240.000 soldados japoneses del X Ejército del general Heisuke Yanagawa y del Cuerpo Expedicionario de Shanghai del general Hisao Tani se enfrentaron al ejército chino que sólo contaba con 80.000 efectivos. Ambos militares japoneses se hallaban bajo el mando del príncipe Yasuhiko Asaka, (tío del emperador Hirohito), que a su vez sustituía al general Iwane Matsui, que se encontraba enfermo. El ejército japonés propuso una tregua de 24 horas en la que se ofrecía a los militares chinos un trato “aceptable y justo” a cambio de su rendición, pero el general Chiang Kai-Shek se negó; más aún, llamó a su ejército a resistir, con lo que terminó condenando a Nanking. Finalmente, el 13 de diciembre el ejército japonés quebró la resistencia china y entró en Nanking, desatándose un infierno que duró 42 días. La orden era: “maten a todos los prisioneros”. Con esta frase, a partir del 13 de diciembre de 1937, el ejército imperial japonés masacró la ciudad china de Nanking. El ejército japonés caminaba a sus anchas por las calles, entrando en las casas, en los comercios, disparando al azar y a quien fuera, sin ningún miramiento. El horror fue tal que se ha llegado a decir que si se unieran las manos de los asesinados en esa masacre se podría recorrer la distancia que separa Nanking de la ciudad de Hangzhou (a 200 kilómetros de distancia) y que sus cuerpos podrían llenar 2.500 vagones de tren. Aunque el ejército japonés tenía autonomía para tomar decisiones, el emperador Hirohito era el jefe supremo de las fuerzas armadas, por lo que la Casa Imperial de Japón tiene indudable responsabilidad en la masacre, ya que su silencio sugería la connivencia de la Casa Imperial con la estrategia militar japonesa en China. Sea como fuere, la masacre de Nanking se enmarcó dentro de las políticas expansionistas del Imperio japonés. En esa misma línea supremacista, se consideraba a la población china como una “raza inferior” que debía ser gobernada por Japón. Por alguna razón no totalmente esclarecida, sería en Nanking donde los soldados japoneses iniciaron una de las matanzas más sangrientas y mejor documentadas de la historia. Los chinos fueron acribillados con ametralladoras, usados a modo de diana para practicar con las bayonetas, quemados con gasolina, obligados a violarse entre familiares, castrados y colgados de la lengua en ganchos de hierro. En unas pocas semanas, los ciudadanos de Nanking se enfrentaron diariamente a la muerte. Los japoneses los asaltaban por las calles, los apaleaban, los acuchillaban, los ahogaban, los violaban. Todas las formas de muerte y tortura fueron empleadas sin piedad. Los asesinatos comenzaron con la excusa de que los soldados chinos se habían quitado el uniforme y se ocultaban entre la población. Cualquiera con aspecto de haber sido recluta era asesinado, decapitado o torturado. Se daba por sentado que cualquier ciudadano chino en edad de combatir era un prisionero fugado y por lo tanto debía ser ejecutado.

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Un prisionero de guerra chino a punto de ser decapitado por un oficial japonés
Un prisionero de guerra chino a punto de ser decapitado por un oficial japonés

 

Pero en realidad nadie estaba a salvo. Además, en el caso de las mujeres se impuso la violación como arma de guerra. Incluso mujeres embarazadas en avanzado estado de gestación, abuelas y nietas fueron víctimas de un sadismo indescriptible; eran violadas masivamente y luego mutiladas, torturadas o asesinadas. Sus cuerpos desnudos aparecían exangües y ultrajados. Macabros trofeos se unían a sus cuerpos desgarrados: bayonetas, botellas, cañas de bambú, ramas de árboles, cualquier objeto que hiciera daño. Se considera que en el ataque a Nanking se llevó a cabo probablemente la mayor violación colectiva de la historia. Las cifras son tan variables como espeluznantes: se calcula que entre 20.000 y 80.000 mujeres fueron violadas por el ejército japonés, después de lo cual fueron asesinadas de las formas más brutales. Quemar, masacrar, todo valía para llevar a cabo las órdenes recibidas. La crueldad alcanzó una línea difícil de superar: se hicieron competiciones de decapitaciones, se enterraba a los prisioneros hasta la cintura para que fueran devorados por los perros. Otros prisioneros eran utilizados para efectuar vivisecciones o para probar el filo de las espadas; los bebés eran lanzados al aire y ensartados en bayonetas, lo más abyecto era corriente. Hasta las orillas del río Yang Tsé fueron conducidos varios miles de cautivos con las manos atadas a la espalda para ser tiroteados y que sus cadáveres cayeran al agua. A otros, para ahorrar munición, simplemente se los asesinaba atándolos a un árbol y clavándoles una espada o una bayoneta. Cerca de 12.000 prisioneros perdieron la vida en el “reguero de los diez mil cadáveres”, una inmensa fosa de trescientos metros de largo por cinco de ancho donde fueron asesinados y arrojados sus cuerpos. El exterminio japonés de la capital china fue un suceso abominable. La ejecución en masa de soldados y la masacre y violación de decenas de miles de civiles no respetaron ninguna de las convenciones de la guerra. Fue llevado a cabo abiertamente, ante la mirada de observadores internacionales y haciendo caso omiso a los esfuerzos de estos últimos por detenerlo. Y no se trató de una pérdida transitoria de la disciplina militar, ya que los crímenes se prolongaron durante siete semanas. Nanking tardó meses en recuperar la normalidad. Los miles de cadáveres abandonados por las calles, los edificios humeantes y en ruinas fueron muy difíciles de documentar por la prensa internacional porque el gobierno japonés negó cualquier permiso para informar hasta que todo rastro de la barbarie hubiera sido eliminado. Los occidentales que estaban en la ciudad presenciaron “crímenes sexuales de una intensidad sin precedentes”. Una de las personas que hizo estas denuncias fue el alemán John Heinrich Detlev Rabe, representante en China de la empresa Siemens y miembro del Partido Nacionalsocialista. Rabe impulsó la creación de un área de seguridad, logró salvar a cientos de personas y llegó a refugiar en el jardín de su mansión a más de 600 personas. Las organizaciones humanitarias dejaron constancia de casi 200.000 víctimas enterradas, pero decenas de miles más fueron arrojadas al río o a fosas enormes de cadáveres. El número final de víctimas reportado por China es de 300.000, entre civiles y prisioneros. El general Iwane Matsui, repuesto de su enfermedad y llegado a relevar del mando al príncipe Asaka, propició que se creara una investigación sobre lo ocurrido. Se abrió una causa judicial, pero ésta jamás se llevó a término porque sus superiores trasladaron a Matsui de inmediato a otro destino en un intento de tapar los crímenes, siguiendo las directivas del Estado Mayor en Tokio. De hecho, el príncipe Asaka no fue juzgado (se le concedió inmunidad por ser miembro de la familia imperial), pero Iwane Matsui sí. El Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente lo juzgó por su inacción durante la masacre; Matsui se mostró avergonzado y culpó a Yasuhiko Asaka y a Heisuke Yanagawa por no haber detenido a los hombres bajo su mando directo. Matsui alegó que él se encontraba enfermo en esa campaña, que sus oficiales se reían entre ellos de sus órdenes y que no había podido hacer más. En 1948, el Tribunal concluyó que Matsui no estaba lo suficientemente enfermo como para no haber podido intentar detener la matanza, lo encontró culpable de crímenes de guerra y lo condenó a la horca.

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