Cuando Ludovico Ariosto escribía en su Orlando furioso “Lucrecia Borgia, cuyas buena fama, virtud y belleza crecerán de hora en hora como la planta joven en terreno fértil” estaba muy equivocado. La posteridad no ha recordado a la entonces duquesa de Ferrara como una dama virtuosa, sino como una mujer perversa, intrigante y ambiciosa. Y es que Ariosto olvidó que la leyenda –con la eficaz colaboración de la literatura– contribuye frecuentemente a distorsionar la historia.
El caso de Lucrecia Borgia así lo demuestra. Denostada por los románticos como la encarnación misma de la inmoralidad, la duquesa de Ferrara no fue sino una marioneta en manos de su poderosa familia y, a fin de cuentas, una mujer profundamente desgraciada. Había nacido en 1480 en el valle italiano del Subiaco, fruto de los amores ilícitos de Rodrigo Borgia y Vanozza Catanei.
Esta, una dama bellísima, estaba casada con un funcionario vaticano, pero era la amante oficial del entonces cardenal Borgia, con quien tuvo al menos otros tres hijos, Juan, César y Jofré. Lucrecia, pues, venía al mundo en una aldea alejada de la corte vaticana, de forma semiclandestina, y en el seno de la que sería una de las más poderosas familias del Renacimiento italiano.
La gran dinastía
El origen de la estirpe se remonta a Valencia. Alfonso de Borja, que luego italianizaría su apellido como Borgia, acompañó al rey aragonés Alfonso V el Magnánimo en sus campañas italianas y, poco después, fue elevado al papado con el nombre de Calixto III. Era el inicio de una trayectoria que culminaría hacia 1500, cuando, en la frontera del Quattrocento y el Cinquecento, las victoriosas campañas de César Borgia en la Italia central y la entronización de su padre como Alejandro VI llevaron a la dinastía a su máximo esplendor.
En el camino quedaron intrigas, muertes y amores ilícitos, pero también grandes dosis de talento político y militar y un excelente mecenazgo literario y artístico. En una Italia dividida en poderosos estados gobernados por otras tantas dinastías –los Medici en Florencia, los Visconti y los Sforza en Milán, los D’Este en Ferrara–, el dedo acusador de la leyenda señala a los Borgia como la cúspide de la ambición y el desenfreno, pero lo cierto es que fueron hombres de su tiempo, y su talante no se diferencia demasiado del de otros gobernantes coetáneos.
Lucrecia, como única hija del patriarca, fue víctima propiciatoria tanto de las virtudes públicas como de los vicios privados de su familia. En el terreno público ejerció de peón para, mediante alianzas matrimoniales, rematar la partida política; en el privado, la falta de escrúpulos morales de algunos de los personajes que la rodeaban y su extraordinaria belleza la convirtieron tal vez en oscuro objeto de deseo. Rubia y frágil, era célebre la delicadeza de sus manos, y la prestancia de su porte. Sirvió demodelo a Il Pinturicchio para su Disputa de santa Catalina y Tiziano la retrató, en compañía de su marido Alfonso d’Este, en La adoración de los Magos.
La hija del cardenal
De su filiación caben pocas dudas. Rodrigo Borgia siempre se refirió a ella como “filla meua natural e carnal”, y, recién nacida, fue puesta al cargo de Adriana del Milà, prima hermana del futuro pontífice, con la que aprendió simultáneamente catalán, castellano e italiano. Su formación la completaron, después, una serie de excelentes humanistas que la instruyeron en el latín, el griego, la poesía, la música y la danza, así como en aquellas enseñanzas consideradas imprescindibles para una dama de su tiempo, como el bordado sobre seda o la pintura de la porcelana, en la que llegó a ser una experta.
Sin embargo, tan esmerada preparación no le permitió ser dueña de su destino. Cuando Lucrecia cumplió doce años, Rodrigo Borgia creyó que retornar a sus orígenes podía ser un buen destino para su hija. Así, buscando entroncar con la antigua nobleza valenciana, en 1492 concertó el matrimonio de la adolescente con Querubín de Centelles y Ayora, hijo de los condes de Oliva. No pasó de ser un proyecto. Ese mismo año, el cardenal Borgia ocupó el solio pontificio bajo el nombre de Alejandro VI, y el noble levantino resultaba un pretendiente insignificante para la hija de un papa.
Alianza con los Sforza
El nuevo pontífice dirigió entonces sus ojos a los poderosos Sforza que gobernaban Milán. Y encontró el candidato idóneo enla persona de Giovanni, duque de Pesaro y sobrino de Ludovico Sforza, más conocido como Ludovico el Moro. Sobre el papel, el enlace parecía ofrecer todas las garantías. El novio, además de pertenecer a una de la más poderosas familias de la Italia del siglo XV, era un hombre atractivo, culto y refinado, y formaba una excelente pareja con una Lucrecia en la plenitud de su belleza.
Además, la alianza con Milán cerraba el paso a los franceses, siempre deseosos de expandir su poder por Italia. Pero, inesperadamente, la estrella de Ludovico el Moro declinó, y la alianza con los milaneses dejó de ser provechosa. Cuando Giovanni Sforza, unas semanas después de los esponsales, decidió regresar a Pesaro, Alejandro VI se negó a que su joven esposa le acompañara. Oficialmente proclamó que solo la compañía de su hija le compensaba de las preocupaciones que le ocasionaba su cargo. La verdadera razón estribaba en su falta de interés en la alianza milanesa y sentirse traicionadopor su yerno, al que juzgaba un espía al servicio de Ludovico.
Desoyendo a Lucrecia, Alejandro VI inició un proceso de divorcio que deshizo la unión, sobre la base de que el matrimonio no había sido consumado. Así lo reconoció Giovanni cuando suscribió ante el tribunal que “no conocía íntimamente a Lucrecia”. Sin embargo, una vez dictada la sentencia y ya en sus estados, especificó que, aunque consumó el matrimonio muchas veces, “el Papa no quiere para otro lo que quiere guardar para él”.
Con estas palabras, Giovanni Sforza dio lugar a la acusación de incesto que perseguiría a Lucrecia a lo largo de la historia. Es muy probable que el duque de Pesaro buscara defenderse de la acusación de homosexualidad que había enturbiado el proceso de divorcio. Pero la ligereza de costumbres que reinaba en la corte papal y, sobre todo, el asesinato de Juan de Borja, duque de Gandía, contribuyeron a dar veracidad a la posible existencia de relaciones incestuosas de Lucrecia con su padre y con su hermano César. Se decía que este habría ordenado el fratricidio movido por los celos, ya que el duque de Gandía también estaba enamorado de Lucrecia.
Un trágico matrimonio
Lo cierto es que, cuando la imputación comenzó a tomar cuerpo, ya se había concertado un nuevo matrimonio para la joven divorciada. El papado mostraba un extraordinario interés en la alianza con Aragón y, por tanto, el elegido fue Alfonso, duque de Bisceglie, hijo bastardo del rey de Nápoles, vinculado a la Corona aragonesa. En esta ocasión, Lucrecia se enamoró profundamente de su marido. El duque era un hombre apuesto y cordial que compartía las aficiones artísticas y literarias de su joven esposa, pero las intrigas políticas hicieron imposible la felicidad de la pareja.
La boda había sido acordada bajo la condición de que César Borgia contrajera matrimonio con una hija del rey de Nápoles. Pero, una vez desposados Alfonso y Lucrecia, el monarca napolitano se echó atrás. Y, de inmediato, el duque de Bisceglie, pese a ser ajeno a la maniobra de su padre, fue declarado persona non grata. La propia Lucrecia, que conocía bien los expeditivos métodos con que su familia se libraba de cualquier enemigo real o imaginario, propició la huida de su esposo, que buscó el amparo de los Colonna.
Alejandro VI, entre tanto, confió a su hija el gobierno de las ciudades de Foligno y Spoletto. Al poco, ante sus ruegos, permitió que Alfonso de Bisceglie regresara de nuevo a su lado. La pareja se instaló en Roma, donde nació su primer hijo. Sin embargo, tras una corta etapa de felicidad, el acercamiento de los Borgia a Francia (por entonces en guerra con España) entró en conflicto con la lealtad del duque de Bisceglie a la Corona española, a la que estaba ligado a través de su familia napolitana.
El conflicto acabó en tragedia. Una noche de julio de 1500, unos encapuchados –sin duda armados por los Borgia– apuñalaron gravemente al de Bisceglie en las calles de Roma. Durante la convalecencia, Lucrecia, acompañada de unos cuantos fieles, no se apartó de la cabecera del herido, temerosa de que permaneciera solo en los aposentos conyugales. Sus sospechas no tardaron en confirmarse. Atendiendo a una llamada de su padre, abandonó su puesto junto al enfermo. Poco después se le comunicaba que Alfonso de Bisceglie había caído del lecho y había muerto a consecuencia de una hemorragia.
Se le enterró sigilosamente y se difundió el rumor de que estaba al frente de una conjura contra César Borgia. Hundida y decidida a renunciar a la vida mundana, se retiró al castillo de Nepi, donde se refugió en una habitación totalmente tapizada de negro. Devolvió al Vaticano sus joyas, sus vestidos y su vajilla de plata y vivió durante unos meses como la más pobre y triste de las viudas. Pero Alejandro VI no estaba dispuesto aconsentir que su luto durara demasiado.
En una prolija correspondencia –en la que Lucrecia firmó siempre como “la infelicísima”– la convenció de que su lugar estaba junto a su familia. Meses después, Lucrecia regresaba a Roma y contraía matrimonio. Una vez más, Lucrecia volvió a ser una pieza en el tablero político de su padre y su hermano. Para hacer olvidar su fama de aventureros y arribistas, los Borgia precisaban adquirir una capa de respetabilidad y solera, y nadie mejor que ella para conseguirlo.
Alejandro VI decidió que el siguiente matrimonio de su hija sería con el heredero de un apellido de tan rancio abolengo como los D’Este de Ferrara. El Pontífice no contaba con que Hércules d’Este, duque de Ferrara, estaba tan seguro de su posición que no necesitaba la alianza con los aún poderosos Borgia. Para acceder a la boda de Lucrecia con su hijo y heredero Alfonso, sus exigencias fueron una dote fabulosa, el capelo cardenalicio para su hijo Hipólito y la supresión del tributo anual que Ferrara pagaba al Vaticano.
Aun así, puso en marcha una maquiavélica trama de espionaje destinada a conocer a la aspirante. Y, contrariamente a lo que Hércules d’Este esperaba, sus informadores le transmitieron la imagen de una dama virtuosa: “Posee una gracia perfecta en todas las cosas, con modestia, amabilidad y decencia; es también una ferviente católica […] mañana irá a confesarse y comulgará por Navidad. Su belleza es ampliamente suficiente, pero la gentileza de su modo de ser, su apostura graciosa, la hace brillar todavía más. En pocas palabras, sus cualidades nos parecen tales que no se pueda pensar nada siniestro de ella”.
Ante tal cúmulo de virtudes no pudo, pues, negarse. Y, una vez casada, Lucrecia demostró con creces la veracidad del informe. A la muerte de Hércules en 1505, convertida en duquesa de Ferrara, se erigió en el alma de la corte. No la desanimaron en su tarea la hostilidad de su familia política ni la indiferencia de su marido –cuyos amores con Laura Dianti eran del dominio público–, ni siquiera la muerte de dos de sus hijos ni la decadencia de los Borgia. Familiarizada desde pequeña con la cultura, fomentó la presencia en la corte de Ferrara de intelectuales y artistas.
La perla de la corte
Lucrecia destacó tanto por la espectacularidad de sus atuendos y sus valiosísimas joyas como por sus preocupaciones intelectuales. Cruzó una abundante correspondencia con Pietro Bembo, uno de los grandes eruditos del siglo, en la que se demuestra que Lucrecia tenía muy poco de frívola o superficial. El resto de su tiempo lo dedicabaa sus tres hijos, Hércules, Hipólito y Eleonora, de cuya preparación intelectual se ocupaba personalmente a través de un equipo de reputados humanistas.
El mejor testimonio de lo que fue la vida de Lucrecia Borgia como duquesa de Ferrara lo dejó Pierre Terrail Bayard. El humanista francés escribió a Luis XII: “La buena duquesa, que es una perla en este mundo, hizo a la embajada francesa una acogida maravillosa […] y me atrevería a decir que ni antes ni ahora se puede encontrar una princesa más triunfante, pues es bella, buena, dulce y amable hacia todo el mundo”.
Lucrecia vivió en la corte de Ferrara los diecinueve años más establesde su existencia, rodeada de arte y cultura y alejada por completo de la intriga política. Dio a su entorno el refinamiento y el esplendor de la corte de los Borgia que había conocido en su infancia. Pero, como si la desgracia la persiguiera, la muerte, en forma de fiebres puerperales, la visitó el 24 de julio de 1519. Nueve días antes había dado a luz a una niña prematura, Isabella Maria. Era el ocaso de los Borgia y Lucrecia entraba decididamente en el ámbito, no siempre generoso, de la leyenda.