“¡Que Cristo me condene! ¡Déjame! ¡Capaz serías de hacerme besar tus viejos calzones, jurando que eran una reliquia de santo, aunque tuvieran palominos! ¡Pero, por la cruz que encontró santa Elena, preferiría tener tus cojones en mis manos antes que tus reliquias! ¡Cortémoslos y te ayudaré a llevarlos, te los envolveré en excrementos de cerdo a modo de relicario!”, esta respuesta que le espeta el Posadero al Bulero es uno de los pasajes que mejor definen el espíritu de Los cuentos de Canterbury: religiosidad, humor un tanto escatológico, la inevitable blasfemia que surge de combinar ambos, así como la camaradería entre los peregrinos protagonistas que se sobrepone a la rivalidad entre las profesiones y clases sociales que estaban emergiendo en la sociedad medieval. Pero la obra de Chaucer, pese a quedar incompleta, abordó también otros muchos elementos como la fatalidad de la fortuna, el antisemitismo, la superstición, la avaricia y, muy especialmente, el matrimonio y las relaciones entre hombres y mujeres.
A esta recopilación de cuentos inspirada en El Decamerón y escrita a finales del siglo XIV se le atribuye el haber consolidado la lengua inglesa, pero no es eso lo que ahora nos interesa. Citando la Biblia, el autor afirma que “todo lo escrito se escribió para que nos sirviera de enseñanza, y este fue mi único anhelo”. Ahí nos detendremos, veamos entonces qué podemos aprender o al menos qué es lo que servidor —en una lectura personal y sin pretensiones académicas— encuentra particularmente interesante, aquellas pepitas de sabiduría que nos hagan crecer interiormente y, en último término, nos permitan sentarnos en el aire como un maestro shaolin. Que de eso se trata.
La excusa argumental que da inicio a a la obra se basa en un grupo de peregrinos en dirección a la catedral de Canterbury que recalan en la posada del Tabardo. Allí el dueño del local les propone un concurso de narraciones —inicialmente cuatro por persona aunque solo leemos una— y al ganador le invitará a cenar en el viaje de vuelta. Ellos aceptan y las historias van sucediéndose en muy diversos estilos e intenciones, acordes a la personalidad de cada uno y siendo el propio Chaucer un personaje más, que en un guiño metaliterario incluso es abroncado por otro. Respecto a la época en la que está ambientada, es la misma de la citada obra de Boccaccio, así que también refleja el enorme impacto que tuvo la peste negra… aunque ni siquiera llegue a mencionarla directamente. En torno a la mitad de la población inglesa murió en apenas un par de años, dejando en consecuencia una gran cantidad de vacantes disponibles en todos los ámbitos productivos para los supervivientes. Una estructura social que había permanecido rígida durante siglos repentinamente se volvía mucho más abierta, había muchas más oportunidades para todos. Quizá sea eso lo que España necesite en estos tiempos, quién sabe, pues el resultado entonces fue el de dar paso a una nueva sociedad mucho más dinámica, la del Renacimiento. En el caso concreto de los personajes de las diversas historias y de los propios narradores, este hecho se refleja en su interés por prosperar, ascender y enriquecerse (con buenas o malas artes) de una manera que sus antepasados ni se habrían planteado. Quizá el caso más paradigmático sea el de la viuda de Bath, que en el prólogo a su cuento se muestra ufana en torno a cómo se ha casado en cinco ocasiones, heredando las tierras y la fortuna de cada uno de sus desdichados maridos.
Pero la revalorización de la ambición y el dinero no disminuyó sin embargo el odio a los judíos en la sociedad tardomedieval, del que Los cuentos de Canterbury tan buena muestra son. El origen del antisemitismo era una combinación de intolerancia religiosa y recelo ante la prosperidad que estaban alcanzando y la manera de hacerlo, pues los acreedores raramente lograrán caer simpático a alguien. Y es que a los cristianos el Evangelio de Lucas les decía “y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? (…) prestad, no esperando de ello nada”, mientras que a los judíos por su parte el Deuteronomio les dictaba que “Al extranjero podrás prestarle a interés”, siendo considerado extranjero alguien de distinta fe. Así que el préstamo con interés era algo repudiable que quedaba proscrito a los cristianos (el rechazo visceral que hoy en día generan los bancos en tantas personas quizá sea un lejano eco de ello) y ese espacio fue ocupado por esa diáspora de las doce tribus que tal como comienza relatando el cuento de la Priora “practica el sucio negocio de la usura, vicio aborrecido por Cristo y por los que practican su fe”. Por cierto un personaje este, el de la Priora, de quien en su presentación se destaca su buena educación, pues era capaz de masticar sin que se le cayera la comida de la boca. No valoramos hoy en día como es debido el tener dientes.
La historia que nos cuenta, ambientada en la judería de una gran ciudad de Asia, se centra en un inocente niño cristiano que rezaba y cantaba con devoción camino de la escuela, para lo que debía cruzar dicho barrio. Pero entonces “la serpiente Satanás, que tiene en el corazón del judío un nido de avispas, se hinchó y dijo: ¡infeliz pueblo hebreo! ¿Os parece bien que un niño vaya por ahí entonando canciones cuyas palabras son un insulto a nuestra antigua fe?”. Al oír esto los vecinos comenzaron a conspirar y el pequeño acabó degollado y tirado a un pozo que usaban para hacer sus necesidades. La madre, preocupada al ver que su hijo no llegaba a casa, recorrió el barrio y entonces se produjo el milagro de que, aún degollado, cantaba con voz melodiosa desde el fondo de aquel vertedero de inmundicias, dejando así en evidencia a sus asesinos, que fueron prendidos y ajusticiados. ¿Qué aprendemos entonces del cuento de la Priora? Pues que el judío usurero es de naturaleza conspiradora, diabólica y conviene darle su merecido pero no de cualquier manera, ojo, dado que “cada culpable fue descoyuntado, sus extremidades atadas a cuatro briosos caballos, y después colgados según ordenaba la ley”. Mmm… no, me temo que no es una buena enseñanza. Sigamos con otra a ver.
Una de las características que dan modernidad a esta obra son los recursos narrativos que emplea, con tramas que se entrecruzan, pistolas de Chéjov (como los peñascos en el cuento del Terrateniente), una narración autoconsciente que recurre a las elipsis y a acotaciones (“dejémoslos por un momento en su felicidad para volver con este otro personaje”) e, incluso, a cuentos dentro de cuentos que a su vez forman parte de la historia central, como si de la película Origen se tratase. Esto lo vemos por ejemplo en el peculiar cuento del Capellán de monjas, una fábula sobre unas gallinas y un zorro que narran a su vez otras anécdotas protagonizadas por humanos, y también en como cada uno de los peregrinos explica su historia buscando a veces provocar a los otros ridiculizando su profesión, que a su vez replican con otra en sentido contrario, dándole así un hilo conductor al conjunto. Es el caso del cuento del Molinero.
En él se cuenta como un carpintero más ambicioso que espabilado es engañado por el estudiante que vive de alquiler en su casa, quien le hace creer que un inminente diluvio acabará con todo. Atemorizado, el carpintero se mete en un tonel colgado del techo por la noche, a lo que el estudiante aprovecha para ir a su cama y retozar con su esposa. Mientras tanto, otro aspirante a gozar de los favores de esa solicitada mujer canta junto a su ventana y ella, para espantarle, le ofrece un beso en la oscuridad. Él acepta y al aproximar los labios lo que asoma es el culo de ella (muy áspero y peludo, se describe). Ávido de venganza el amante frustrado vuelve con un tizón al rojo vivo y reclama otro beso, siendo esta vez el estudiante quien hace la broma de mostrar su trasero. Entonces le arrea con el tizón y el estudiante grita desesperado “¡Agua, agua!”, lo que despierta al carpintero y lo agita al creer que ese grito es el aviso del inminente diluvio, haciéndole caer con gran estrépito y atrayendo así a todos los vecinos, que al ver la situación estallan en risas. En definitiva, por sus detalles y extensión es básicamente un chiste contado por Chiquito de la Calzada y aquí la moraleja está muy clara: no duermas en un tonel ni asomes el trasero por la ventana. Tal vez no sea la mayor perla de sabiduría de la historia de la literatura, pero nunca se sabe cuándo puede servir.
El siguiente cuento, narrado por un carpintero, tiene evidentemente como objetivo de sus dardos a un avaricioso molinero, cuyas esposa e hija son mancilladas por dos estudiantes a los que intentó estafar. Como vemos la infidelidad es un tema recurrente, presente también en otras historias y que contribuye a hacer de Los cuentos de Canterbury en su conjunto todo un tratado sobre el amor y el matrimonio. De hecho se suele atribuir a Chaucer el haber sido el primero en atribuir al día de San Valentin el significado que actualmente le otorgamos de celebración de los enamorados (aunque no por estos cuentos sino por su obra anterior, El parlamento de las aves). El cuento de Melibeo nos muestra por ejemplo a un hombre poderoso que se plantea iniciar una guerra contra sus vecinos como desagravio, pero su esposa Prudencia con gran elocuencia le termina persuadiendo para que opte por el perdón y la convivencia pacífica. La relación entre ambos es una estrecha alianza frente al mundo, en la que ella con una actitud aparentemente suplicante termina logrando que él haga todas y cada una de las cosas que le va pidiendo, como si fuera una marioneta en sus manos, aunque eso sí “Dios sabe que en mi propósito lo digo como lo mejor para ti, por tu honor y también para tu provecho”. Algo similar a lo que encontramos en el cuento de la viuda de Bath y en el del Terrateniente, en el que se describe el amor como una entrega mutua en la que una parte es sierva y dueña simultáneamente de la otra:
El amor no debe ser forzado ni limitado por el dominio, ya que cuando este aparece, el dios encoge sus alas y emprende la retirada. Al amor no se le pueden señalar fronteras. Las mujeres, por propia naturaleza desean la libertad, no quieren ser tratadas como esclavas, y lo mismo sucede con los hombres.
Por su parte el cuento del Mercader, sobre un hombre rico que ya tiene cierta edad y se muestra ansioso por adquirir una joven esposa, va aún más allá al poner en boca de su protagonista que “un hombre que no esté casado es una basura”. Aunque su hermano se ve obligado a refrenar tanto entusiasmo haciéndole ver que “solo Dios sabe las lágrimas que derramé desde que me casé. Que cuente las satisfacciones del matrimonio el que quiera o el que haya tenido suerte, yo solo puedo hablar de disgustos y obligaciones”. Lo que entronca con otra de las ideas recurrentes que nos muestra Chaucer, la de que, por así decirlo, la hierba siempre nos parece más verde al otro lado del prado. Cada uno desea la suerte del vecino aunque el vecino envidie la nuestra, un sesgo psicológico recurrente y muy estudiado hoy día. Por cierto, al final del cuento del Mercader el protagonista acaba siendo un cornudo ante sus propios ojos, aunque ella termina convenciéndole de que no es lo que parece y siguen felices.
Para ir concluyendo no podemos dejar de mencionar la adaptación al cine que dirigió el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini y que le valió el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1972. No ponemos el enlace no vayan a cerrarnos el chiringuito, pero pueden encontrarla en YouTube en castellano. Es una versión muy similar en muchos aspectos a la que hizo previamente de El Decamerón, que conforma con la posterior de Las mil y una noches su llamada “Trilogía de la vida”. Hay que decir que ha envejecido bastante mal, parece rodada con cuatro duros, tiene unas actuaciones pésimas y un hilo argumental un tanto inconexo, como si se hubiera reunido con un grupo de amigos un fin de semana y esto es todo lo que les hubiera dado tiempo a rodar. Eso sí, aparece mucha gente desnuda y follando, lo que provocó un considerable escándalo en su época, también en el Partido Comunista Italiano (al que el cineasta era tan afín) que lo tildó de “capitalista, reaccionario y lleno de concesiones con la sociedad de consumo”. Visto hoy en día resulta bastante curioso que un partido político haga crítica cinematográfica, pretendiendo extender en ese ámbito también sus tentáculos como si de una iglesia o secta se tratase. El aludido por su parte tuvo una respuesta para todos ellos. “Mi película es casta”, comenzaba diciendo, y no le malinterpreten, no se refería a que fuera bipartidista y corrupta, sino a que “no hay en ella escenas vulgares ni pornográficas. La pornografía es un vicio como otro cualquiera porque comercializa el erotismo, que es una de las cosas más bellas del mundo”.
En cualquier caso, si no quieren verla completa sí que les recomiendo efusivamente los dos últimos minutos (a partir del 1:43:50) que recogen el prólogo del cuento del Alguacil. Pura poesía en imágenes en las que se plasma cómo un fraile soñó con que iba al infierno y allí, al no encontrar ningún otro de su condición preguntó al ángel que le guiaba si acaso estaban todos en el cielo, a lo que este le llevó ante Satanás y le gritó:
—Levanta el rabo Satanás! ¡Enséñanos tu culo y deja que veamos dónde está el nido de frailes en este lugar!
Y como un enjambre de abejas por el culo del demonio salieron veinte mil frailes en tropel, que pulularon por todo el infierno.