Lucio Victorio Mansilla perteneció a la más rancia burguesía porteña, descendiente de familias fundacionales como los Ezcurra, Ortiz de Rosas y obviamente, de Norberto Mansilla, el héroe de Obligado.
Por un romance juvenil, una relación inapropiada a los ojos de su familia, Lucio terminó en la cárcel para ver si de esta forma apaciguaban su efervescencia juvenil. Como esta sanción no amainó su pasión por esta joven costurerita francesa, decidieron enviarlo al campo de su tío Gervasio Ortiz de Rosas para que se compenetrara con las tareas rurales. Fue allí donde conoció a su prima Catalina, con quien se casaría años más tarde.
Vuelto a su hogar y cuando todos creían que este “destierro” campero había servido para atemperar los ánimos de Lucio, este cometió el mayor de los pecados, la falta más grave que podía esperarse de un sobrino de don Juan Manuel de Rosas: lo encontraron leyendo El Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau. “Cuando uno es sobrino de Rosas – le dijo su padre – no lee el “Contrato Social” si se ha de quedar en este país, o se va de él si quiere leerlo con provecho…” Y así comenzó la vida de viajero de Lucio Mansilla.
Conoció Londres y París, y también Calcuta y El Cairo. Después de años de ausencia, volvió a su ciudad natal. Obligado a visitar a su omnipotente tío y después de una larga espera, éste, prácticamente lo obligó a comerse siete platos de arroz con leche, como dejó consignado en sus memorias.
Caído el régimen rosista y después de un desafortunado reto a duelo a José Mármol, por lo que Lucio consideraba una injusta acusación a su tía Josefa Ezcurra, consignada en la célebre “Amalia”, una vez más debió exiliarse, aunque en esta oportunidad lo acompañó Domingo Faustino Sarmiento. Sin saberlo, este viaje le aseguraría al sanjuanino la presidencia, porque Lucio Mansilla resultó ser el más ferviente promotor de su candidatura.
Lucio volvió a su patria para guerrear y escribir. Peleó en las guerras civiles durante el proceso de organización nacional, en la sangrienta guerra del Paraguay y en tierras ranquelinas. La experiencia vivida entre infieles la volcó en un texto memorable, “Una excursión a los indios ranqueles”, en el que confiesa: “He aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales”.
Por un incidente ocurrido durante esta excursión ranquelina recibió una reprimenda del general Martín de Gainza, que suscitó una respuesta tajante del coronel Mansilla. Como Lucio hizo pública esta respuesta de carácter confidencial, el presidente Sarmiento, cansado de las conductas de alguien tan loco y brillante como él mismo, lo dio de baja del ejército.
Malos tiempos le tocaron vivir a Lucio ya que en 1871 una epidemia de fiebre amarilla se abatió sobre la ciudad, cegando la vida de su padre y su hijo mayor. Dolor, tristeza y desazón.
Bajo el gobierno de su amigo, Nicolás Avellaneda volvió al ejército y a la vida pública como diputado y gobernador del Chaco. Con esa impetuosidad que lo caracterizaba, le escribió una carta al presidente Roca comunicándole las razones por las que renunciaba a la política. Los términos de la misiva eran tan insolentes que Roca decidió arrestarlo por desacato, desatando una controversia pública que terminó con la liberación de Lucio. Éste prefirió poner distancia al escenario de sus reyertas libertarias, razón por la cual reinició su pasión viajera, a la vez que describía en cartas y artículos las realidades que sus ojos de astuto connoisseur descubrían a cada paso. Algunas de sus obras de teatro conocieron el éxito, mostrando la versatilidad de este hombre de mundo.
Para fin del siglo XIX había alcanzado el generalato que su padre obtuvo a los 30 años pero, las insignias que este hombre lucía eran el reflejo de otras victorias y servicios que había logrado más allá de batallas y campañas, como en las escaramuzas de los periódicos, en la búsqueda de la expresión adecuada, del gesto oportuno, de la impresión entre sus interlocutores por su ropaje llamativo (esa capa blanca que lucía bajo sol del Paraguay) y por sus conductas rocambolescas y su “Causeries” de los jueves, aunque no hubiese un solo día a la semana en que dejase de expresar su punto de vista original, erudito, y a veces (muchas veces) chocante. Al final de sus días una gradual ceguera obnubiló su visión, pero jamás dejó de ver al mundo con los ojos de la razón.
Eligió París para morir, ciudad de alegrías y desvelos, ciudad en la que brilló por su don de gentes y esa pose de hombre de mundo que había tratado a reyes, tiranos, estadistas, mendigos, mercenarios y hombres que llamaban salvajes pero que había aprendido a respetar. Mansilla paseó por el mundo su ingenio, su elegancia y su coraje, aunque algunos creyeran que era una pose para el espectáculo estrafalario y altanero que había montado este general y escritor, un espectador privilegiado del tiempo en que vivió y un actor indispensable del acontecer nacional.
“Hay que ser independiente de la opinión pública para lograr algo grande”. Y de Lucio V. Mansilla se pueden decir muchas cosas, pero jamás negar su independencia y menos aun su grandeza.
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