Frankenstein: La historia que nunca ha muerto

Ha vuelto… o mejor dicho, nunca se fue, porque la creadora de este ¿monstruo? lo llamó el Nuevo Prometeo, como si de estas piezas de anatomías ensambladas encendidas por el fuego sagrado de la electricidad (una metáfora que cambia la divinidad por el ingenio científico del hombre) fuesen la esperanza de la humanidad.

La Biblioteca Nacional retoma este mito fundacional y recrea la sufrida historia de Mary Shelley, una insólita dama inglesa criada en el seno de la intelectualidad británica, que unió su destino a un poeta maldito.

Se cumplen 200 años de la publicación de esta novela que nace una noche tormentosa de 1816, el año que no hubo verano en Europa por la erupción del volcán Tambora en las Indias Orientales.

Esa noche nacen las nuevas versiones de dos mitos de la humanidad: el hombre que quiere ser Dios, y el hombre que seduce por la mera satisfacción de conquista. Prometeo vestido de monstruo y Narciso encapuchado como un vampiro.

Reunidos bajo el áurea maldita de Lord Byron, esa noche fueron convocados los presentes, Percy Shelly y su esposa Mary, y Dr. John William Polidori, a escribir un cuento de terror.

Curiosamente nacieron estas dos historias de las plumas menos notorias, un médico de 25 años (que acompañaba al Lord poeta en una relación tortuosa inspiradora de este personaje que succiona más sentimientos que glóbulos rojos) y la joven esposa de Shelly.

Era Mary Wollstonecraft el fruto de la relación entre William Godwin, un filósofo político de ideas anarquistas (que nunca dejó la comodidad burguesa) y Mary Wollstonecraft, la más notable feminista inglesa del siglo XVIII, que murió a poco de nacer su hija. Mary fue criada por su padre en medio de la intelectualidad británica, con tendencias radicales, abiertos a los vientos de cambio que soplaban sobre una Europa signada por la Revolución Francesa.

Entre las muchas personalidades que visitaban la casa Godwin cabe señalar al Dr. Giovanni Aldini, a cuyos experimentos asistió una adolescente e impresionable Mary. Frente a un público expectante Aldini pasó electricidad por un cadáver (como lo había hecho el tío de Aldini, el célebre Luigi Galvani). El cuerpo inerte se movió. Todo el mundo creyó entonces que poco faltaba para lograr insuflar el fuego divino de la vida, como Prometeo había hecho.

No era Aldini el único en sustentar estas ideas; ya hemos nombrado a Luigi Galvani y eso nos lleva a Volta, a Eramus Darwin, un precoz entusiasta en el uso de la electricidad con fines médicos, al excéntrico Dr. Lind, un médico escocés amigo de Percy Shelly que había sentado los fundamentos para la resucitación de los náufragos y había experimentado con el galvanismo. Por último estaba la inquietante figura del Dr. Joseph Konrad Dippel, un médico que vivía en las inmediaciones del castillo de la familia Frankenstein (de la que indudablemente Mary toma el nombre) y que realizaba bizarros experimentos con cadáveres para tratar de volverlos a la vida con pociones, a falta de corriente eléctrica.

Todos estos personajes se conjugaron esa noche y en los dos años que siguieron hasta la publicación del Prometeo moderno.

El texto se popularizó gracias a una serie de versiones teatrales en Londres, que se diseminaron por el mundo como reguero de pólvora, hasta estallar en el cine. Era la voz de advertencia contra los conceptos positivista que dominaban la Europa decimonónica. ¿Acaso estaban cambiando a Dios por la ciencia? La misma cultura popular se encargó de dibujar como a un monstruo a este rejunte de huesos, músculos, tripas y cerebro de asesino, cuando Mary había retratado a un ser atlético y de nobles sentimientos, pero que la sociedad empuja a la violencia, como había propuesto Rousseau en su Emilio.

También subyace el metamensaje de Mary, hija notable de padre conocidas, casada con un famoso poeta del que toma el apellido. ¿Acaso Mary, como su criatura, se rebela contra sus creadores, buscando desesperadamente una identidad?

El texto de Mary Shelley ha quedado desvirtuado por las múltiples interpretaciones de las tantas obras inspiradas en su obra. De las versiones popularizadas por los medios ha quedado un engendro producido por la ciencia que con sus manipulaciones crea un monstruo como los que dibujaba Goya en la misma época. La razón crea monstruos.

La discusión platónica entre mente y cuerpo, espíritu y razón, ciencia y religión se reflejan en esta construcción mítica: toda opción necesita de su contrapeso para evitar la tiranía de la obstinación. El hombre no es solo ciencia y tampoco es fundamentalismo y para recordarlo debemos recurrir a la metáfora de este cuerpo contrahecho y monstruoso, fruto de la conjunción de la ciencia y el ego, que termina siendo el espejo de nuestras más íntimas pulsiones.

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