La víspera del combate (noche del 6 al 7 de octubre de 1571), Cervantes no pudo pegar un ojo. Lo consumía la fiebre, el color de su rostro era el de un “desenterrado” por lo amarillento; por si fuera poco, al aspecto demacrado se le sumaba un cuerpo adelgazado por la enfermedad. Piojos y pulgas habían vuelto a ensañarse con su organismo cuando, haciendo un gran esfuerzo, consiguió incorporarse. Más muerto que vivo, tropezando a cada instante, se acercó a su capitán (Diego de Urbina) para pedirle instrucciones acerca del lugar que debía ocupar y el desempeño que de él se esperaba.
Urbina era natural de Guadalajara, y Cervantes de Alcalá; dicen que los oriundos de esas ciudades sienten un natural afecto recíproco y el capitán no pudo menos que poner de manifiesto esa simpatía; no precisó detenerse mucho tiempo en la contemplación de ese cadáver andante.
-Quedaos en la bodega de la Marquesa; nadie va a tomar a mal tu ausencia porque en verdad estáis muy malo —le dijo Urbina con tono afectuoso.
Pero Cervantes, que era hidalgo y tenía conciencia de ello, le respondió con humildad pero con firmeza:
-Mi capitán; pensad lo mal que estaría ese comportamiento mío. ¿De qué sirve vivir de esa manera? Mejor sería morir defendiendo a nuestro rey y a Dios, que arrastrar la acusación de cobardía, con que sin dudas la conciencia me acosaría el resto de mi existencia. Por favor; ponedme, señor capitán, en el lugar más peligroso y sabré morir peleando.
Impresionado don Diego por la determinación de Miguel le encomendó tomar a sus hombres y luchar desde el esquife, cuando llegara el momento. Cervantes siguió las órdenes al pie de la letra; mandó formarse la dotación que estaba a su cargo, mezcla de veteranos y bisoños, calzó con premura el yelmo y tomó el arcabuz, que había sido colocado bajo el estanterol. Agitado, un poco por la fiebre y más aún por la emoción de la pelea inminente, se dirigió con sus hombres a ocupar el lugar de combate dispuesto por su capitán.
La Marquesa, cuyo patrón era Francisco de Sancto Pietro, navegaba en la formación que tenía por comandante a uno de los marinos más confiables del mundo cristiano: Juan Andrea Doria. Promediaba la mañana cuando se produjo el fantástico enfrentamiento.
Los turcos avanzaban sin demasiado orden, pero con una gran superioridad numérica. Se los veía distendidos, gritando con obscenidad la proximidad de muerte para el enemigo; los jenízaros, teñidos de rojo[1] manos y caras, impresionaban más aún, de acuerdo a sus antecedentes. El abordaje era inminente y los cristianos comenzaron a desplegar las mallas de acero para impedir el asalto. Las galeras turcas de mayor tamaño, tenían un espolón de hierro forjado o directamente su mascarón de proa era de ese material. Contrastaron la existencia de mallas en los bajeles cristianos con una embestida feroz. Las embarcaciones de mayor tamaño acometieron contra las galeras de Doria por la proa o por las bandas; la parte del enemigo que estuviera más próxima.
Cuando se producía el “choque”, un clamor sordo subía de las cámaras de boga: “¡Piedad de nosotros, somos esclavos cristianos!”; “¡Por Jesús, María y José! ¡Somos cristianos!” “¡Sálvennos por amor de Dios!” Este griterío producía en los soldados cristianos un efecto dramático, que los llevaba a multiplicarse en la pelea. En algunos casos, pasado el primer momento de desconcierto, los españoles tomaban la iniciativa y pasaban al ataque.
En la Marquesa los soldados de España comenzaron a imponer la violencia de sus antecedentes de gloria y coraje. Pasado un instante inicial de confusión, la infantería quiso demostrar que no era menos temible que los turcos y por algo en los distintos campos de batalla, había hecho sentir el rigor de su poderío.
Cuando se decidieron a abordar la nave enemiga, que las había embestido, colocaron una estrecha madera para trasladarse por ella a la galera turca. El tablón tenía un ancho en el que cabían solo dos pies juntos; errarle o trastabillar equivalía a caer en el mar y, dado el peso de la armadura, continuar en él hasta perecer ahogado.
Uno de los soldados que antecedía a Cervantes tropezó al comenzar el abordaje y se precipitó al mar; quien le seguía no tuvo mejor suerte y fue tragado, desapareciendo de inmediato de la superficie. Miguel no pudo menos que dejarse traicionar por su formación literaria: “ha ido a parar a los senos de Neptuno” —se dijo a sí mismo, mientras colocaba sus pies tratando de no incurrir en las mismas fallas. Pero una de dos: o la tabla era demasiado angosta o los nervios jugaban una mala pasada a los soldados; también Cervantes se sintió caer y por cierto lo hubiera hecho de no mediar la ayuda que recibió de un camarada servicial y animoso. Mateo de Santiesteban se llamaba, era natural de Tudela, en la región navarra, y se había incorporado al tercio de Moncada en Nápoles, con el grado de alférez. Lo tomó con energía de un brazo y le salvó la vida, sin imaginar que su gesto iba a permitir que la novela más trascendente de la lengua española saliera de una lapicera de ese soldado. Miguel miró por un breve momento a su salvador y el rostro bonachón de Santiesteban le recordó que ese oficial lo había asistido en los momentos más cruciales de sus fiebres y por si fuera poco, una gestión suya llevó a que lo viera Urbina y se compadeciera de su estado.
Pero apenas unos instantes demoraron intercambiando miradas de gratitud: ya los turcos, con su fiereza de siempre, se encargaron de recordarles que ésa no era una jornada de esparcimiento. Españoles y otomanos continuaron con las armas y la lucha fue un compendio de oscilación: por momentos avanzaban los jenízaros, después lo hacían los tercios y así sucesivamente, como que ninguno iba aceptar que el enemigo se apoderara de su nave.
El patrón de la Marquesa yacía en la cubierta con un balazo en la cabeza, muerto. El disparo fue certero: le dio en el medio de la frente y murió al instante, a juzgar por el gesto de sorpresa que mostraban sus ojos. Francisco de Sancto Pietro cayó con los brazos extendidos en forma de cruz, como si estuviera preparado para ingresar en el cielo de los justos.
Cervantes recordó la orden de Urbina: debía proteger con sus hombres el esquife e impedir que fuera tomado por el enemigo, que ahora avanzaba con decisión. Lo que en realidad se cuidaba como oro era el rancho de santa Bárbara, para que el timón no fuera dañado o capturado por los turcos. Retrocedió con cautela; no estaría otra vez Santiesteban para socorrerlo. Pero no hizo falta: encaró con decisión el andamio y retornó a la Marquesa; es posible que los nervios iniciales conspiraran contra los soldados en el momento del abordaje. Llamó a sus hombres y se dirigió al esquife.
Desde lo alto de la galera, detrás de la chalupa y protegiendo el rancho, presenció Miguel la parte más intensa del combate. La Marquesa había sido embestida, ahora, por dos galeras turcas, que consiguieron abordarla y los jenízaros avanzaron por la crujía con determinación, dispuestos a tomar la nave. El mayor número de jenízaros fue imponiendo la fuerza de su cantidad; solo quedaban en pie el fogón y el esquife, donde un puñado de españoles se batían como leones.
De hecho, Cervantes empuñó la espada y la clavó en el pecho de un jenízaro que a su vez había herido a un camarada suyo. Pero la lucha era muy desigual; ni bien Miguel blandió la espada como se ha dicho, otro soldado turco le propinó un golpe demoledor en la cabeza con una pica, que apenas neutralizó el yelmo. Todavía aturdido por el hachazo, se incorporó del suelo para seguir la lucha. Ya estaban a punto de ser tomados, cuando la Leona, una galera genovesa que aún no había intervenido en la batalla y por lo tanto sus soldados estaban “frescos”, acudió en su auxilio con toda una compañía de infantería.
Después del golpe y por un momento le pareció que estaba en el Estudio de Madrid, y el maestro López de Hoyos le hablaba desde su cara rubicunda y bonachona. Sin embargo esa visión era desplazada por la de Isabel, la reina niña que muriera sumiendo en la mayor tristeza a su esposo, a su madre, a su cuñado y a todo un pueblo que la veneraba. Pero hasta la tierna Isabel fue reemplazada: llegó navegando en una fragatilla el Arcángel San Miguel, pero tenía la cara sonrosada y limpia, un bigotillo insolente y pícaro, gritando bendiciones o blasfemias (no las podría identificar) con la espada del gavilán de oro en una mano y el crucifijo en la otra. Le escoltaban, como si fueran monaguillos impávidos, dos caballeros serios y formales, con el bigote entrecano y una barba que denunciaba autoridad e inteligencia: eran el Marqués de Santa Cruz y don Luis de Requesens.
¿No sería esa fiebre intensa la que le hacía ver e imaginar ciertas cosas?
Pero Cervantes sacudió la cabeza; eran los estertores de la fiebre que con toda intensidad se empeñaban en hacerlo delirar. Empuñó con decisión el arcabuz e impartió una orden, que debe haber sido oportuna y coherente por la rapidez con que fue acatada por soldados acostumbrados a las directivas correctas. Comenzaron a disparar con precisión y sin claudicar.
En tanto, las galeotas turcas avanzaban con sus amenazadores hierros extendidos para el abordaje y los peligrosos ganchos con los cuales pensaban amarrar los navíos embestidos para invadirlos. Miguel se sentía ensordecido por el tronar de la artillería y cegado por el humo y el fuego que ardía en las galeras. A través de esa humareda pegajosa y espesa se vieron pasar, como si fueran fantasmas arrancados a un cuento de horror, las galeras que marchaban hacia su destino de muerte o de gloria. Obviamente, la lucha entre las que pertenecían al ala de Doria y las de Uluch Alí, era muy desigual, desde el momento en que menos de veinte galeras cristianas debían enfrentarse a más de noventa naves de la Media Luna. Se fueron hundiendo las Doria, de Génova, Sicilia, de Sicilia; Fiorenza, del Papa, la de Nicola Doria, San Giovanni y Margherita (estas últimas, si bien se mantuvieron a flote, pereció toda la tripulación).
A pesar de ser mediodía, el cielo aparecía cubierto, tantas eran las saetas que disparaban los otomanos buscando carnes cristianas donde clavarse. Y por supuesto, la infantería española contestaba con la violencia del arcabuz o del mosquete, cuyos proyectiles trataban de encontrar blancos turcos para acabar con ellos.
Mientras Miguel disparaba sin pausa, su mente volaba con la velocidad de la fiebre. Volvió a delirar: ¿no sería todo ello una mentira? ¿no se estaría ante una creación de la enfermedad, como Homero inventara los combates de La Ilíada? La poesía mitológica había hecho lugar a la guerra de Troya ¿y si la fiebre imaginara esta batalla? En medio de estos delirios estaba Cervantes cuando un dolor agudo e intenso lo golpeó en el brazo izquierdo. Con sorpresa llevó la vista hacia ese lugar, al mismo tiempo que el frío se apoderaba de su mano y un chorro de sangre salía a borbotones de una herida de bala que le destrozara carne, huesos, ligamentos, músculos y nervios.
Incrédulo, Miguel alzó la vista e infructuosamente buscó en la galera enemiga el jenízaro que le disparara. Su mano derecha aferraba con fuerza y odio el arcabuz “¡ah… si pudiera ubicarlo!” La batalla se convirtió en un combate singular para Cervantes; por el momento, el soldado había vencido al poeta y el hombre solo quería vengar la herida.
Lo buscaba con desesperación, pero todo era inútil.
Sin embargo, dos ojos renegridos y traidores estaban clavados en él; eran los del autor del tiro que no hizo blanco en la humanidad de Cervantes y solo logró herir su brazo izquierdo. El hombre estaba en la galera que embistiera a la Marquesa. Volvió a apuntar y acompañó el movimiento del mar con la cadencia de su cuerpo; portaba un arma especial, de dos cañones yuxtapuestos, que podía disparar dos balazos casi al mismo tiempo. Era el momento; cerró un ojo y su dedo se colocó sobre el gatillo; cuando el pecho del sargento español cubriera su punto de mira, descargaría. Cuando lo hizo, dos balazos se incrustaron en el pecho de Miguel, que cayó redondo en la cubierta mientras una nube roja le cubría los ojos; pensó que eran sus momentos finales.
En inmediata represalia, sus camaradas hicieron fuego sobre el lugar de donde presuntamente partieron los disparos y varios jenízaros cayeron; se ignora si entre las víctimas estaba el agresor. El capitán Urbina advirtió la caída del herido y lo creyó muerto; entre una orden y otra se dio tiempo para rezarle un Paternoster, y lo hizo en latín, suponiendo que era la lengua de Dios.
Desde el suelo, Cervantes vio el resto del combate; divisó cuando los cristianos heridos o muertos iban cayendo bajo las balas y las flechas turcas y también el fuego demoledor de los tercios de España. Quizá él mismo no estuviera vivo y esas imágenes fueran la antesala del Paraíso —pensó con un dejo de fatalismo: “Eso debe ocurrir; algunos veteranos son verdaderas fortalezas, imposibles de abatir”, supuso en silencio.
Sin embargo, con un esfuerzo ciclópeo, Cervantes se alzó en pie. Lo vieron con alegría sus camaradas más cercanos y Urbina lo hizo con admiración. Para sorpresa del agresor (si aún viviera), Miguel era un soldado que superaba las prescripciones de las Siete Partidas de Alfonso el Sabio y su valor comparable a Gonzalo de Córdoba, al mismo Don Juan.
El soldado de Lepanto, que quedara inútil de la mano izquierda, continuó peleando para su rey y su Dios. Con la heroica infantería estuvo en Navarino y Túnez; en La Goleta y Flandes; prisionero en Argel e invasor en Portugal. Después de 20 años de servicios gloriosos solicitó al rey una merced: pidió que se lo destinara a un cargo vacante en la audiencia de Charcas, en cuya serena siesta pensaba pasar el resto de sus días.
Le fue denegada por medio de una providencia que firmara un sujeto cuyo nombre solo tuvo un lugar en la historia para mostrar la pobreza de esa grosera decisión.
De Miguel de Cervantes Saavedra, en cambio, pervivió El Quijote, para honor de España, de su novela y de su lengua. Su autor sobrevivió a los siglos y la manquedad, “que no surgió en una taberna” le confirió atribuciones para poder exclamar “en esa batalla he perdido mi mano izquierda para gloria de mi derecha. ….”.
Lepanto fue “la más alta ocasión que vieron los siglos y esperan ver los venideros”, como dijera el poeta que, a pesar suyo, le ganara al soldado.
[1]. Lo hacían para que las heridas —y la posterior sangre— no descorazonara a sus camaradas.
Extracto del libro Lepanto y la Armada de la Cruz, de Gastón Pérez Izquierdo (Olmo Ediciones)