La puñalada por la espalda

El concepto de campo de concentración había sido puesto en práctica por los británicos durante la Guerra Anglo-Bóer en Sudáfrica. A fin de frenar la belicosidad de los guerrilleros de origen holandés, los ingleses apresaron a las familias de los combatientes bóer y las recluyeron en grandes prisiones, en condiciones muy precarias, para hacerlos desistir de sus ataques sorpresivos contra las tropas británicas.

Los soviéticos de Lenin reprimieron a la oposición con los tristemente célebres gulags y las deportaciones masivas.

Al principio, los campos de concentración nazis alojaron a anarquistas, jefes sindicales, comunistas y disidentes, aunque con el tiempo se convirtieron en emblemas de la política racial del régimen. En 1939, antes del comienzo de la guerra, había seis campos donde estaban recluidos 27.000 prisioneros; al final de la guerra, muchos millones de personas habían pasado por los cientos de campos que Himmler organizó bajo la férrea conducción de la SS.

Originalmente, los 290 integrantes de la SS habían constituido el grupo de choque del Partido en las salvajes refriegas callejeras que le ganaron fama de intolerante y agresivo, confiriéndole a los nazis un lugar destacado en las luchas políticas de la consternada Alemania de posguerra. Con el advenimiento de la Segunda Guerra se convirtieron en una aceitada maquina represora con la expresa intención de imponer la ideología racial del Partido.

El caos y la incertidumbre reinante en Alemania después del Pacto de Versalles, con una democracia demasiado tolerante y por momentos hasta anárquica, tuvo su contraparte en grupos que proponían la restauración del antiguo orden y las tradiciones germanas por métodos violentos, aunque también violentos eran los métodos de los anarco-comunistas que plagaron al país de huelgas y atentados contra las autoridades.

Los grupos más reaccionarios no le echaban la culpa de la derrota en la Primera Guerra Mundial a los militares, sino al desorden doméstico que había abierto un nuevo frente interno en el momento más crítico del conflicto. Para ellos, la culpa de todo la tenían los judíos y los comunistas.

La guerra se había mecanizado al ritmo de la industrialización. Durante la batalla de Jena, cuando Napoleón conquistó los estados alemanes en 1807, se habían intercambiado 1500 salvas de artillería a lo largo del enfrentamiento; cien años más tarde, al finalizar la Primera Guerra, se necesitaban 100.000 proyectiles por día para prolongar el poder de fuego del ejército alemán.

Los disturbios en las fábricas impidieron continuar con el ritmo necesario para imponerse a un enemigo poderoso. Este fenómeno dio lugar a la Dolchstoßlegende, la leyenda de “la puñalada en la espalda”1. El gobierno del Káiser había abrazado la causa bélica convencido de la victoria por la superioridad alemana demostrada en las campañas de fines del siglo XIX. La terrible desilusión de la derrota necesitaba de culpables y el facilismo nacionalista pronto los encontró en un viejo enemigo del espíritu germano: los judíos.

La Dolchstoßlegende tenía dos vertientes. Por un lado, los que afirmaban que los capitalistas judíos habían negado su apoyo económico a Alemania en el momento más crítico del conflicto. En la otra vertiente, los divulgadores de la teoría antisemita sostenían que los comunistas judíos habían incitado a las huelgas y revueltas que bloquearon el esfuerzo fabril del gobierno del Káiser. Activistas como Kurt Eisner (1867-1919), Karl Liebknecht (1871-1919) y Rosa Luxemburgo (1871-1919) fueron responsabilizados por organizar los desórdenes que condujeron a la parálisis industrial y a la derrota. Todos ellos fueron ejecutados al finalizar la contienda.

Esta persecución de los judíos no era algo nuevo en la cultura alemana. El término antisemita había sido acuñado por el periodista Wilhelm Marr (1819-1904)2 en 1873. August Ludwig von Schölzer (1735-1809) fue quien utilizó por primera vez el término “semita” para denominar a los arameos, los hebreos y los árabes, descendientes de Sem, el hijo de Noé y a su vez padre de Abraham y antepasado de Eber (de donde viene la palabra hebreo). Franceses como Arthur Gobineau (1816-1882)3 y Ernest Renan (1823-1892) habían señalado las diferencias raciales y, en el caso de Renan, también la inferioridad de los pueblos semitas frente a los arios.

Marr agitó las banderas del antisemitismo confrontándolas con la pureza del Volk alemán. Tampoco era nueva esta postura en la historia, ya que Federico II el Grande de Prusia y María Teresa I de Austria habían limitado la circulación de sus súbditos judíos en los respectivos territorios. Hasta el mismísimo Immanuel Kant (1724-1804) abogó por la “eutanasia de los judíos”, término que utilizó en sentido figurativo ya que propugnaba la conversión de los hebreros a una religión moral despojada de toda ley ritual.

El manejo de parte de las finanzas de Europa y América por familias de origen judío, como los Rothschild, crearon la fantasía conspirativa de un gobierno mundial hebreo que controlaba al mundo a través de sus bancos e industrias. Novelas como Coningsby (1844) de Benjamin Disraeli (curiosamente político inglés de origen israelita) y ensayos como La Francia judía”, de Edouard Drumont, sirvieron para divulgar este mito.

Figuras como Richard Wagner con su libro El judaísmo en la música y el sutil antisemitismo en los cuentos recopilados por los hermanos Grimm se encargaron de propagar este prejuicio. El mismo Karl Marx en sus estudios “Sobre la cuestión judía” equipara la explotación capitalista con las actividades de la colectividad israelita.

En 1879, el filósofo y político Heinrich von Treitschke (1834-1896) proclamaba dentro del Reichstag: “Los judíos son nuestra desgracia”. Esta frase devino en el lema del diario Der Stürmer, órgano de difusión del antisemitismo nazi.

Los prejuicios raciales se multiplicaron durante las campañas políticas de posguerra, en un país con deudas enormes y una inflación implacable. Había que repartir culpas y los judíos se llevaron la peor parte.

Ante las crisis periódicas, los partidos políticos se polarizaron y cayeron en una sucesión de alianzas que duraban lo que un suspiro. Entre 1920 y 1932, se sucedieron veinte gobiernos de coalición entre treinta partidos políticos oficiales. Al final, Hitler fue nombrado canciller por una camarilla de viejos dirigentes de la oligarquía alemana que estaba convencida de poder manejar las energías de este joven acostumbrado a las luchas de barricadas, para aplastar a los comunistas y así restablecer cierto orden conservador en el país. Muchos alemanes pensaron que el antisemitismo y las teorías raciales eran parte del precio que debían pagar por la estabilización del país. Lo creían una locura transitoria que pronto habría de llegar a su fin. Por esta razón muchos judíos no entendieron la gravedad del tema y no pudieron huir a tiempo. Esa no era la Alemania que ellos conocían y por la que muchos habían peleado para defenderla durante la Primera Guerra. Ellos se sentían alemanes, incorporados a la vida social del país desde hacía siglos atrás, y de la noche a la mañana eran segregados por una política arbitraria. Para ellos, abandonar “su” país no era una opción.

De lo que no se percataron es que esa había dejado de ser “su” Alemania para convertirse en el modelo dictatorial de un régimen autocrático y racista.

Cuando Hitler se hizo del poder, aprovechó toda fisura legislativa para imponerse. Apenas asumió quedaron suspendidos los derechos civiles, después del atentado al Reichstag se cerró el Parlamento (con la anuencia de los partidos políticos), se disolvieron los sindicatos y se detuvieron a los adversarios políticos en campos de concentración, como el construido por Himmler en Dachau.

El drama había comenzado.

 

1- Al parecer, el que generó la expresión fue el general inglés, sir Neil Malcolm, en un diálogo con el mariscal Ludendorff, quien enseguida se adueñó de la frase.

2- Fue llamado “El padre del antisemitismo”.

3- Autor de Ensayo sobre la desigualdad de las razas (1855).

Extracto del libro Ciencia y mitos en la Alemania de Hitler de Omar López Mato.

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