Desde antes de la Reforma protestante, en el seno de la Iglesia católica se producían intentos de renovación que buscaban atenuar los peligros que amenazaban su unidad y su doctrina. Algunos de esos intentos serían luego puntos de partida para la Contrarreforma.
A principios del siglo XVI, en el reino de España, los reyes católicos, imbuidos de las corrientes humanistas de la época, impulsaron una serie de cambios en la Iglesia. En Italia, en cambio, las iniciativas de cambios se produjeron en ámbitos alejados de la cúspide de la Iglesia, como pequeñas cofradías y sectores fervorosos. Los cambios llevaron a la aparición de nuevas órdenes religiosas más adecuadas a las necesidades y circunstancias de la nueva época que nacía. Entre ellas se destaca particularmente la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola en 1534 y aprobada por el papa Paulo III en 1540. Esta congregación (los jesuitas) agregó a los votos tradicionales de pobreza y castidad la obediencia al papa, tuvo como acciones prioritarias la evangelización y la formación de clases dirigentes en sus colegios, tenía una estructura jerárquica y una esmerada selección intelectual y espiritual de sus miembros,
Durante esa primera mitad del siglo XVI el papado no supo cómo hacer frente a los problemas derivados de la Reforma protestante; la Iglesia luchaba por defender su poder temporal ante Carlos I de España (Carlos V del Sacro Imperio Romano, hijo de Juana I de Castilla, Juana “La Loca”) y Francisco I de Francia, y eso consumía toda su energía. La Iglesia católica no tomó medidas que apuntaran a frenar el avance de las iglesias “reformadas” hasta el pontificado de Paulo III (entre 1534 y 1549), quien convocó al concilio de Trento, que inició sus sesiones en 1545, y cuyas sesiones se vieron interrumpidas tres veces debido a los vaivenes de las políticas europeas.
En la primera parte del concilio se abordaron los temas relacionados con la doctrina católica que habían sido cuestionados por los protestantes. En la segunda parte se buscó un acercamiento entre las iglesias con la presencia de representantes de las iglesias reformadas, pero no llegaron a un acuerdo. En el último período de sesiones, iniciado en 1562, la actividad se centró en la reforma interna de la Iglesia de Roma.
En el concilio de Trento, finalmente, la Iglesia Romana reafirmó sus principales dogmas: los que hacían referencia a las fuentes de la fe, la obtención de la salvación a través de la fe y las obras, los sacramentos y la reafirmación de la Iglesia como “cuerpo místico de Cristo” (o sea, la Iglesia es un “cuerpo único” y Cristo es su cabeza).
El concilio abolió los ritos eucarísticos locales, respetando sólo aquellos que tenían más de dos siglos de antigüedad (o sea, si no tenés chapa desde hace por o menos dos siglos, tenés que hacer lo que decimos nosotros) y estableció el rito conocido como “Misa Tridentina” (la misa tradicional romana, con oraciones en latín, sacerdote de espaldas, etc).
También eliminó la venta de indulgencias (algo que se pedía a gritos y había sido la gota que rebalsó el vaso para el cisma protestante) y obligó a los obispos a residir en sus obispados, reduciendo privilegios.
Para diferenciarse de los protestantes, que admitían como única autoridad infalible a la de las Escrituras, el concilio resolvió que la tradición (concilios anteriores, doctrinas de los padres de la Iglesia) constituye, junto con las Escrituras, uno de los fundamentos de la fe, y recomendó (más bien, obligó) el estudio de la Biblia Vulgata, traducción de la Biblia al latín latina hecha por San Jerónimo.
Se introdujeron cambios en la organización de la Iglesia que buscaban facilitar la labor pastoral del sacerdocio; a partir de entonces, todos sus miembros debían tener una formación moral e intelectual intachable para ser dignos de transmitir los valores católicos a los fieles. Se acentuaron el clericalismo (la defensa de la influencia del clero en los asuntos políticos de la sociedad) y la magnificencia y pompa de los rituales, en oposición a la sobriedad dominante en las iglesias reformadas.
Finalmente (last, but not least), confirmó y definió los dogmas y prácticas rechazadas por los protestantes (la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la conservación de los siete sacramentos, la veneración a la Virgen María y los santos) y fortificó la jerarquía y la unidad católica al afirmar enérgicamente la supremacía del papa como “Pastor Universal de toda la Iglesia”.
“Que disipadas las tinieblas de las herejías que por tantos años han cubierto la tierra, renazca la luz de la verdad católica, con el favor de Jesucristo, que es la verdadera luz, y se reformen las cosas que necesitan reformarse.” (Acta de la segunda sesión del concilio de Trento)
Aunque en algunas cosas (en varias, bah) muchos cambios no hubo. En 1557, por ejemplo, el papa Paulo IV repitió medidas que ya habían sido adoptadas más de mil años antes (¡mil años!) en el concilio de Nicea en el año 325 contra el arrianismo (doctrina cristiana que rechazaba la Santísima Trinidad): la publicación de listas negras de libros prohibidos (ellos los llamaban “índices”, “index”) por atacar los dogmas católicos. Nada nuevo bajo el sol.
En la segunda mitad del siglo XVI los obispos postconciliares pusieron en práctica las reformas de Trento, siendo los jesuitas una de las principales herramientas en defensa de la ortodoxia surgida en el concilio. Sin embargo, la gran mayoría de los católicos tardó más de un siglo en conocer y aceptar los cambios dogmáticos y rituales promulgados durante el prolongado concilio.
Eso sí: luego de esta enorme catarsis de la Iglesia católica, los protestantes (luteranos, calvinistas, anglicanos) siguieron en la suya. Cada uno a su casa, muy lindo todo pero dejame con lo mío.