La Biblia secuestrada

A pesar de que Jerónimo expuso sus graves (a veces insolubles) problemas para traducirla armoniosamente y sin errores, la Iglesia, durante el Concilio de Trento de 1546, la declaró por dogma como “sin falta” y de acatamiento obligatorio. Así que hasta la promulgación de la Biblia Neovulgata, en 1979, la Vulgata fue el texto bíblico oficial de la Iglesia católica.

De las numerosas versiones y autores de textos traducidos, Jerónimo eligió los textos que consideró óptimos, los cuales desde entonces comenzaron a llamarse “canónicos”. Los otros textos (los extracanónicos, digamos) Jerónimo los denominó “apócrifos” (del griego: escondidos, secretos), designando ese nombre para aclarar que carecían de inspiración divina. O sea, esos textos “no valían”. La mayoría de esos textos desaparecieron; de hecho, bajo el mandato del emperador Teodosio II (primera mitad del siglo V) se quemaron o destruyeron la mayoría de los documentos del comienzo del cristianismo.

En 1945, los llamados manuscritos de Nag Hammadi fueron la prueba irrefutable de la existencia de esos otros numerosos textos sobre el cristianismo primitivo. Dos pastores encontaron en ese pueblo del Alto Egipto, junto al río Nilo, en tinajas selladas y envueltos en cueros de gacela, un total de 13 códices (libros) de papiro, escritos en copto, y se determinó que los textos encontrados habían sido escritos entre los siglos III y IV d.C. y eran, por lo tanto, coetáneos de Jerónimo.

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San Jerónimo en su gabinete, Alberto Durero, 1514.
San Jerónimo en su gabinete, Alberto Durero, 1514.

 

 

En más de mil páginas halladas se reúnen el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Felipe, el Libro secreto de Juan, el Evangelio de los Egipcios, el Evangelio de los Ebonitas (en el que se describe a un san Juan vegetariano), el Diálogo del Salvador, el Apocalipsis de Pablo, el Apocalipsis de Pedro, etc. En total, 52 documentos que ayudan a esclarecer múltiples versiones silenciadas del pensamiento cristiano primitivo. Sin embargo, ninguna de estas fuentes que sugieren múltiples imprecisiones parece incomodar a quienes rodean la liturgia, ya que el dogma dicta que la voluntad del Señor estuvo siempre detrás de las letras con las que 44 hombres (ni una sola mujer, al menos no detectada hasta hoy) compusieron los diversos textos y relatos oficialmente aceptados por la Iglesia.

Constantino I (272-337 d.C.), el primer emperador cristiano, prohibió la lectura de la Biblia a todo aquel que no fuera de la casta sacerdotal; durante siglos la lectura directa de la Biblia estuvo reservada exclusivamente al clero. En 1553 (sí, más de mil años después), el mismo clero advertía al papa Clemente VII sobre los perjuicios que podrían avecinarse a causa de las “traducciones al lenguaje del vulgo” que promovía por entonces el movimiento luterano. Los asesores del papa decían: “deben hacerse todos los esfuerzos para que se permita lo menos posible la lectura del Evangelio. En verdad, si alguien lo examinara por entero y diligentemente, y confrontara las instrucciones de la Biblia con lo que se hace en nuestras iglesias, se daría cuenta enseguida de la discrepancia y vería que nuestra doctrina es muchas veces diferente y, aún más, a menudo contraria a ella”. Pío VII, en una bula de 1816, expresaba: “…las asociaciones que se forman en Europa para traducir en lengua vulgar y expandir la ley de Dios me causan horror… Hay que destruir esta peste con todos los medios posibles”.

Esta “exclusividad” en la manera de interpretar los textos es igual a lo que ocurre en el islam: cuando las escuelas fueron criticadas por introducir novedades sin justificación para que la ley religiosa se ajustara a los intereses mundanos, los sabios doctores de la ley islámica desarrollaron la “doctrina de la infalibilidad de consenso” (Ijma), que es el tercer principio de la sharia (ley islámica). El Ijma es el equivalente musulmán de la doctrina católica acerca de la tradición eclesiástica. El concepto de “consenso” no es democrático; es el consenso de los “elegidos”, que son autoridades calificadas e instruidas en la doctrina del islam. Como lo digan ellos, así es como Dios quiso decirlo. La interpretación que ellos hagan es la única válida. Muy parecido a lo que ocurre con los textos canónicos; más bien, igualito. De uno y otro lado del río, pero igualito.

La instrucción en la fe católica desarrollada en forma exclusiva a través de sus textos canónicos siguió siendo privativa de los sacerdotes hasta 1942, año en el que el papa Pío XII concede un permiso especial a los católicos para leer la Biblia (ups). O sea: años más, años menos, mil seiscientos años de oscurantismo.

La Biblia Nácar-Colunga se edita, con autorización eclesiástica, en 1944. Más adelante, el Concilio Vaticano II (1962-1965) autoriza versiones populares en diferentes idiomas; las versiones hebreas, sin embargo, seguían circulando en forma clandestina. Hoy la Biblia ha sido traducida a más de 2.000 lenguas.

En los tiempos que corren, la Biblia ha dejado de ser el “libro guía” que se tomaba como el único texto que divulga la verdad. La Tierra gira alrededor del Sol, el Sol forma parte de una galaxia, la Vía Láctea, etc, etc. Hoy suena hasta ridículo mencionarlo, luego de tanta agua que ha corrido bajo el puente y tanta sangre derramada. Pero hace no tanto tiempo (en relación a los tiempos de la historia) no era así; basta con acordarse de Galileo, cuyos descubrimientos sufrieron la oposición de la Iglesia. Como para recordar brevemente, en 1616 la Inquisición declaró al heliocentrismo como herejía, los libros heliocéntricos fueron prohibidos y Galileo fue condenado a abstenerse de enseñar o defender ideas heliocéntricas. En la segunda mitad del siglo XIX, Charles Darwin lo tuvo claro bastante rápido: “comencé a comprender que el Viejo Testamento, con su historia de la creación del mundo, su Torre de Babel, sus avatares y designios divinos, no era más confiable que los libros sagrados de los hindúes…”.

Es comprensible que a la Iglesia no le haya resultado simpático quien escribió sobre la Teoría de la Evolución…

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