La batalla que cambió a una nación

El Ejército Grande se puso en marcha antes del amanecer. Reptaba sobre el campo seco, levantando inmensas polvaredas. Al llegar al arroyo Morón se deshizo en mil lenguas de fuego que vadearon su cauce cenagoso, mientras el grueso atravesaba el puente. Ni así se movió el ejército federal, estancado a la defensiva, rodeando la casa y el palomar, atestado de soldados sosteniendo sus fusiles. Ni al puente habían destruido para dificultar el paso del enemigo. Hubiese sido tan fácil atacar entonces. Los entrerrianos estaban atascados en el barro moviendo su infantería, empujando sus cañones. Hubiese sido tan fácil matarlos como a animales empantanados. Pero la única táctica era esperar. Esperar y apretar los dientes.

Sobre el cañadón del Morón se extendieron los jinetes correntinos de Virasoro. Venían de a dos columnas, gritando y disparando al aire sus tercerolas. Por un instante las tropas federales caracolearon creyendo que la batalla había comenzado. Pronto fueron sólo una nube de polvo… Nada. Una treta. Un ardidpara llamar la atención. Esperar, esperar.

Avisado don Juan Manuel del movimiento, subió al mirador. Desde allí vio claramente los dedos del Ejército Grande extendiéndose hacia donde estaban, como una mano que se acercaba a estrangularlos.

¿Y si atacaba? ¿Y si de una vez por todas, caía como un martillo sobre esa mano que se desarticulaba cruzando el arroyo? No. Mejor esperar. Esperar.

Aquí se quedarían, tras estas paredes, tras estas puertas, entre estos arbustos, esperando.

Urquiza se adelantó a la tropa, lucía su sombrero de copa y el poncho blanco. Se puso al frente de su estado mayor, y cruzó el arroyo para conocer personalmente el campo de batalla. A la par corría el fiel Purvis, orgulloso de mostrarse con su amo, señor del ejército más poderoso de América del Sur. Al entrerriano le encantaba mostrarse así, soberbio, altanero, audaz. A metros de Urquiza lo seguían sus ayudantes, el coronel Chenaut, con el Dr. Elías y Delfín Huergo. El General detuvo su alazán para contemplar el espectáculo de miles de hombres preparados para la batalla. Se veía el brillo de los fusiles en la azotea, sobre el torreón, sobre el palomar. Miles de hombres con las manos crispadas, sudorosas, sostenían sus fusiles, sus sables, sus lanzas, un nudo en la garganta, los músculos tensionados, el corazón galopando en el pecho. Y él, Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, señor de tierras inagotables, general en jefe del ejército más grande jamás reunido en tierras americanas, se exponía ante el mundo con su galera y su poncho blanco y su alazán, porque así debía comportarse un macho como él.

¿A dónde estaría Rosas en ese instante? ¿A dónde estaba el señor de la Confederación? Era sólo un puntito más, escondido en la inmensa línea roja. Mientras que él exponía su pecho a las balas. No podrían con él, no podrían con Justo José de Urquiza.

Al trote corto volvieron a sus líneas. No tenía apuro. El tiempo era suyo. El día era suyo. El país era suyo. Los soldados entrerrianos vestidos de punzó, cubiertos sus pechos con petos blancos para diferenciarse del enemigo, montaban en sus mejores pingos, empilchados para la ocasión. Para ellos, pelear era una fiesta. Saludaban el paso de su jefe ¡Viva Urquiza! ¡Viva el gobernador!.

Éste se quitó la galera y con voz de trueno, que recorrió la línea, gritó:

“Soldados del Ejército Grande! Detrás de esas líneas se encuentra la Constitución de la República y la libertad de la Patria”.

Al pasar frente a la infantería de Galán, volvió a gritar: “¡Viva Entre Ríos!”, “¡Viva!” “¡Viva!”, y todos alzaron sus gorros y ondearon sus banderas. Brilló el sol sobre el largo filo de sus sables desenvainados y las lanzas bailando sobre sus cabezas. Urquiza continuó su paso triunfal entre gritos y vivas, como un dios de las pampas.

El coronel Martiniano Chilavert, al mando de la artillería federal, había quedado encerrado en el séptimo círculo del infierno. Casi al pie del palomar, y en línea con la casa, el coronel había apostado sus 30 cañones y 4 coheteras, que se prolongaban a la izquierda, con la brigada de infantería del Coronel Pedro Díaz. Más allá, la caballería de Lagos se extendía hasta el camino que llevaba a Buenos Aires. Casi a sus espaldas, se atrincheraba la reserva, al mando de Sosa y Bustos.

La única orden que tenían era resistir. Esperar. Aguantar.

A eso de las 8 de la mañana, después de horas de ver desfilar al enemigo desde lo alto del torreón, Rosas salió de la casa, vistiendo una chaqueta de paño azul, y pidió su caballo. Al trote recorrió la línea. Lo seguía su escolta, formada por los soldados que habían asesinado al comandante Aquino, para seguir la causa del Restaurador. La tropa lo vivaba a su paso. Cada tanto se detenía, estrechaba las manos de sus soldados, daba órdenes que parecían consejos. Al final se detuvo frente al coronel Chilavert.

Coronel”, le dijo. “Sea usted el primero en romper fuego sobre esos imperiales que tiene a su frente”. El mismo Chilavert, luciendo su casaca de parada, encendió la mecha del primer disparo. Un hurra brotó de la línea. Rosas saludó con su gorra en alto. La Batalla de Monte Caseros acababa de comenzar.

Urquiza se detuvo frente a Chenaut, y sin siquiera mirarlo, dijo:

–Ataquen el flanco izquierdo.

Chenaut no contestó, sabía que el generalísimo pronto se explicaría.

–“Allí están las tropas de Lagos que desbandamos los otros días en el campo de Álvarez” –continuó, mientras señalaba la izquierda del palomar–. “Si golpeamos allí, le desorganizamos el flanco, y les cortamos la retirada. Se han embretado, coronel”–.

A Urquiza le brillaban los ojos. La guerra lo excitaba casi tanto como cuando se enfrentaba a alguna de las muchas hembras que había conocido a lo largo de su vida. Después de todo, no hay tanta diferencia entre el amor y la guerra, todo se reduce a saber cuándo y cómo atacar. Urquiza se secó la frente con el puño de su chaqueta. Su cuerpo estaba tenso, los músculos crispados, la piel roja y caliente. La guerra era igual al amor. Gana quien reconoce primero el punto débil del adversario.

–Dígale a Medina, a Galarza, a Avalos y a Lamadrid que avancen sobre las tropas de Lagos en forma escalonada. Lamadrid, el último para envolverlo y cortar la retirada. Así ni a Buenos Aires podrán ir a esconderse.

Urquiza miró al sol. Eran las nueve de la mañana. –Haga, coronel, haga–.

Chenaut salió al galope. Urquiza contempló cómo los infantes brasileros, vestidos con sus casacas verdes, avanzaban hacia el palomar al mando del Marquez de Souza. El brillo de sus bayonetas cada tanto se ocultaba tras el humo de los cañones.

Urquiza galopó hasta ponerse al frente de las tropas de Medina.

Eran los mismos hombres que lo habían seguido en Vences, en India Muerta y tantas otras batallas. Esos hombres, que se hubiesen dejado matar por su caudillo, sin poner reparos ni excusas, aullaron al ver a su General encabezar la carga. “¡Viva Entre Ríos! ¡Viva Entre Ríos! ¡A la carga mis entrerrianos!”.

Y así partió el general henchido de furia y orgullo luciendo su galera y su poncho blanco, camino a la gloría que lo esperaba como una mujer desnuda.

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Rosas se acercó al coronel Díaz[1], que como buen infante, lo esperaba de pie:

–Prepare usted sus batallones, coronel, porque vamos a ser atacados por la espalda.

Díaz no parpadeó. – ¿Cómo dijo?

–Como lo escuchó, Coronel-. Y señalando al frente, Rosas continuó: –¿Ve usted esas columnas de caballería que se extienden hacia su derecha?

–Si, señor.

–Pues van a envolver nuestra ala izquierda.

Por un momento Rosas se calló, como pensando. Después volvió a agacharse hasta ponerse a la altura del pescuezo de su caballo, y como en secreto le dijo al coronel: –Y las columnas de infantería van a obrar del mismo modo contra nuestra derecha.

Dicho esto, se alzó y miró para atrás. Cerca se encontraba un paisano de a caballo, trayendo un mensaje.

–¿De dónde viene, amigo? –y sin esperar respuesta, exclamó: –¡Qué buen caballo trae!

El paisano se quedó sin palabras, apenas sonrió.

–A ver, a ver, présteme esas Tres Marías.

El hombre asombrado, desató las boleadoras de su cintura. No vaya a ser que la guerra dependiera de esas boleadoras.

Rosas las tomó por los extremos, y abrió los brazos para ver si tenían la longitud en regla. El paisano lo miraba sin parpadear. Díaz lo contemplaba absorto.

–“Para mí, les faltan como dos pulgadas” -comentó Rosas para sí, y dirigiéndose a Díaz, continuó hablando, como si no hubiese balas, ni cañonazos, ni gritos: –“Sabe usted, yo antes conocía un poco cómo manejar esta arma. Pero ahora…” –suspiró resignado y puso un gesto de resignación. –“Estoy grueso y algo viejo. No sé si lo podré hacer, pero igual lo voy a intentar”.

Y dirigiéndose al paisano le dijo:

–A ver amigo, galope–. El hombre lo miró extrañado.

–Galope amigo, galope.

El hombre espoleó su caballo y cuando se apartó unos veinte metros Don Juan Manuel agitando las boleadoras, las lanzó por arriba de su cabeza. Siguió el recorrido de las piedras con los ojos bien grandes. La cuerda envolvió las patas del caballo y el paisano cayó al piso en medio de una nube de polvo.

–Todavía me acuerdo –dijo sonriente, mirándolo a Díaz.

Volvió grupas y al trote partió hacia su derrota.

Díaz[2] jamás lo volvió a ver.

 

[1] Esta versión fue recogida de la autobiografía del Coronel Pedro Diaz.

[2] Diaz sostuvo el ataque sin retirarse. Finalmente fue capturado y conducido al campamento del uruguayo Diaz, al que conocía de la infancia. Fue tratado como su huésped. Con los años se reincorporó al ejercito nacional. No aceptó las insignias de general por no haberlas ganado en el campo de batalla.

 

Extracto del libro Caseros, las vísperas del fin de Omar López Mato.

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