El Lobo era el apodo de Michael Karkoc, un criminal nazi responsable de la muerte de al menos 44 hombres, mujeres y niños en 1944. También fue un anciano que a los 99 años que continuaba trabajando en su jardín de Minneápolis, donde vivió desde que huyó de Ucrania al final de la Segunda Guerra Mundial y donde se le encontró tras una investigación de la agencia AP.
De hecho, para sus vecinos y sus hijos no fue ningún monstruo: ayudó a construir la rectoría de la iglesia ortodoxa a la que acudía y su peluquero pidió explícitamente que “lo dejen morir en paz”. Falleció en diciembre del año 2019.
No es la primera vez que sorprende lo que el psicólogo Roy Baumeister llama “la desproporción entre la persona y el crimen”, ni la primera vez que nos preguntamos cómo es posible que alguien en apariencia normal, que se preocupa por su familia y por sus amigos, sea capaz de cometer crímenes atroces.
La banalidad del mal
El 11 de mayo de 1960, a las seis y media de la tarde, tres hombres se acercaron a Ricardo Klement, un alemán que vivía en Buenos Aires. Lo metieron en un coche y lo llevaron a una casa alquilada en la misma ciudad. El interrogatorio no fue muy largo, Klement en seguida les dijo: “Ich bin Adolf Eichmann”, yo soy Adolf Eichmann. Es decir, el teniente coronel que durante la Segunda Guerra Mundial estuvo a cargo de los transportes de los deportados a los campos de concentración en Alemania y Europa del Este. Los tres hombres que lo apresaron eran agentes israelíes, que lo llevaron a Jerusalén, donde Eichmann fue juzgado y condenado a muerte.
Este proceso se alargó hasta diciembre de 1961, sin contar la apelación, y a él asistió la filósofa Hanna Arendt, que escribió una serie de artículos para la revista New Yorker que acabarían convirtiéndose en su libro Eichmann en Jerusalén, para muchos la principal reflexión sobre el mal después del Holocausto.
Arendt era una filósofa judía nacida en Alemania que había huido a Estados Unidos en 1941. Al encontrarse frente a Eichmann, escribió que “a pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo”. Arendt ve a un hombre no muy inteligente que habla con frases hechas y a quien le sigue preocupando no haber llegado a coronel.
Este criminal nazi no es un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de personas. “Únicamente la pura y simple irreflexión (…) fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”, escribe la filósofa. “No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”.
Se trata de lo que Arendt llama “la banalidad del mal”. Para Eichmann, la Solución Final “constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos”. De hecho, “Eichmann no fue atormentado por problemas de conciencia. Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable tarea de organización y administración que tenía que desarrollar”. Estamos ante un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transforma “a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa”.
Eichmann no era una excepción: lo más grave, escribe Arendt, fue que “hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales”.
Sin excusas
Pero esto no significa que Arendt considerara que Eichmann era inocente o que mereciera cierta comprensión, como muchos pensaron al leer su libro. Al contrario, para Arendt, Eichmann es culpable y responsable del asesinato de millones de judíos, como nos recuerda en conversación telefónica Cristina Sánchez, profesora de Filosofía del Derecho en la UAM y autora de Arendt: estar (políticamente) en el mundo.
Los sistemas burocráticos y jerárquicos como el nazi, escribe Sánchez en su libro, favorecen “la falta de reflexión de los individuos que en ellos se insertan” llevando a que se vean “arrastrados por la propia maquinaria” y alejándolos del “resultado final de su acción”.
Pero todo eso no exime a Eichmann (ni a nadie) de la responsabilidad de pensar por sí mismo. El problema de Eichmann no fueron sus intenciones, sino que no se paró a pensar en las consecuencias de sus actos y en las alternativas que tenía.
Además de eso, Arendt apunta que en el juicio no se trataba de lo que Eichmann podría haber hecho en otras circunstancias ni de lo que cualquiera habría hecho en su posición, sino de lo que efectivamente hizo.
Cómo evitar convertirnos en Eichmann
Arendt “siempre rechazó la idea de que todos tenemos un Eichmann dentro de nosotros que está esperando las condiciones adecuadas para salir”, nos recuerda Sánchez. Entre otros motivos porque durante el Tercer Reich hubo disidentes, por mucho que fueran minoritarios. La propia Arendt cita a los hermanos Scholl, que distribuyeron octavillas en las que llamaban “asesino de masas a Hitler”, lo que llevó a que se los ejecutara en 1943.
Sin duda, no era fácil oponerse al nazismo, pero Arendt estaría de acuerdo con Platón en que es preferible sufrir una injusticia que cometerla, como apunta Sánchez en su libro. Sócrates defiende esta idea en el Gorgias, uno de los diálogos de Platón. El filósofo no solo asegura que es mejor sufrir una injusticia que padecerla, sino que además es preferible ser castigado por cometer una mala acción que salir impune de ella.
Pero para llegar a esta conclusión hay que pararse a pensar. Es decir, poner en práctica lo que Arendt llamaba juicio crítico, que enlaza con la idea de Kant de pensar por uno mismo, de modo independiente y sin prejuicios, a lo que se añade la necesidad de ponernos en el lugar de los demás.
Arendt recuerda que Eichmann se preguntaba a menudo “¿quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eichmann no fue el primero, ni será el último, en caer víctima de la propia modestia”. Para Arendt, escribe Sánchez, “todos somos quién para juzgar, y precisamente la carencia de esa facultad, su ejercicio, es lo que posibilita la diseminación del mal y la tolerancia frente a este”.
Esto no solo es aplicable a la resistencia a los totalitarismos. Siempre tenemos la obligación moral de preguntarnos cuáles son las consecuencias de nuestras acciones: ¿qué efectos tiene en los demás lo que para nosotros no es más que un trabajo de oficina? ¿Nuestra empresa contamina, por ejemplo, o pone a otras personas en dificultades económicas? ¿Y qué hay de lo que compramos? ¿Está producido de forma ética o a costa de la indefensión económica de los trabajadores?
Es decir, la teoría política y ética de Arendt no excusa a Eichmann y además es muy exigente con todos nosotros. No podemos renunciar a este pensamiento crítico y conformarnos con ser otro engranaje o quedarnos al margen como meros espectadores. Esta es la única alternativa frente al mal, recuerda Sánchez. El Holocausto no podría haber sucedido sin la participación de millones de personas que no eran nazis convencidos.
Los “pequeños pasos” hacia el totalitarismo
Las sociedades totalitarias no suelen llegar de repente y por eso es importante mantener siempre el espíritu crítico y el diálogo abierto. “La violencia extrema se produce siempre con pasos previos”, en los que hay “una estructura general política e ideológica que favorece el conformismo y el aislamiento entre los individuos”, de modo que nos hace más difícil la posibilidad de ponernos en el lugar del otro, escribe Sánchez. Y pone el ejemplo de cómo tratamos a los inmigrantes, negándoles a menudo lo que Arendt llamaba el derecho a tener derechos.
También podríamos mencionar cómo la alt-right, la extrema derecha estadounidense, lleva a cabo su actividad política sobre todo en redes sociales, sin contacto directo con la realidad que critica, lo que hace que les resulte más fácil difundir mentiras y estereotipos.
“El viaje al mal se hace en pasos pequeños y no saltos enormes”, añade el historiador de la ciencia Michael Shermer en The Moral Arc. En el caso del Holocausto, “comenzó con los programas de esterilización de los años 30, pasó a los programas de eutanasia de finales de esa década, y con esa experiencia ganada, los nazis fueron capaces de implementar su programa de asesinatos en masa en los campos de exterminio entre 1941 y 1945”.
Es decir, “una vez te has acostumbrado a la demonización, exclusión, expulsión, esterilización, deportación, agresión, tortura y eutanasia de los demás, el paso siguiente al genocidio no parece tan descabellado”.
¿De verdad Eichmann solo fue un funcionario?
Algunos críticos de Hannah Arendt ponen en duda su visión de Adolf Eichmann y creen que la filósofa se dejó convencer por la pose del nazi durante el juicio, destinada a evitar la pena de muerte.
La filósofa Susan Neiman cita en su Evil in Modern Thought el libro Eichmann Before Jerusalem, de Bettina Stangneth, que apunta que el nazi fue un criminal convencido y que lo único que lamentó fue “haber fracasado en la organización del asesinato de todos los judíos de Europa”.
Neiman coincide en que después de la publicación de este libro resulta difícil seguir creyendo que Eichmann no sabía lo que hacía, pero esto no contradice las ideas de Arendt sobre la banalidad del mal: “Hay gente motivada por la mezcla venenosa de una ideología asesina y el deseo de la violencia -escribe, recordando lo que Arendt llamaba el mal absoluto-, pero sus números palidecen al lado de los que les ayudan y apoyan sin más intención que el deseo de seguir adelante sin complicaciones”.
Y concluye: “Este extremo es tan importante para comprender y prevenir otros crímenes que no se puede enfatizar lo suficiente… Incluso si el ejemplo en el que Arendt lo basó resulta estar equivocado”.
Experimentos sobre la obediencia
A raíz del juicio a Eichmann, el psicólogo de la Universidad de Yale Stangley Milgram quiso poner a prueba hasta dónde obedecemos las órdenes sin llegar a plantearnos estas instrucciones y diseñó un experimento en el que los participantes tenían que apretar un botón que provocaba una descarga eléctrica cada vez que otro participante fallaba una pregunta. Quien apretaba el botón no sabía que quien iba a recibir las descargas en realidad estaba actuando y no sufría dolor ninguno.
Con cada error se incrementaba la intensidad de la descarga, pero a pesar de que quien las recibía gritaba cada vez más, pidiendo que se interrumpiera la prueba, el 65% de los participantes llegaba a infligir el dolor máximo y sólo el 35% paró antes de llegar a este nivel. Muchos seguían a pesar de mostrarse nerviosos e inseguros, obedeciendo a un experimentador que les dirigía frases como “por favor, continúe” o “no tiene otra opción, debe continuar”.
Como recuerda Michael Shermer en The Moral Arc, no había diferencias por edad, sexo o nivel de educación: “Lo que más importaba era la proximidad y la presión social”. Cuanto más cerca estuviera quien administraba las descargas de quien las recibía, menos corriente llegaba a administrar. Si Milgram añadía más experimentadores que animaban a seguir con el experimento, más lejos llegaban, “pero cuando estos compinchados simulaban rebelarse contra la autoridad, el participante estaba más inclinado a desobedecer. Aun así, el 100% llegó a administrar una ‘descarga fuerte’ de al menos 135 voltios”.
No fue el único experimento similar. En 1966, el psiquiatra Charles K. Holfing diseñó otro en el que médicos desconocidos pedían a enfermeras de hospitales que administraran dosis peligrosas de un medicamento (ficticio) a sus pacientes. Aun sabiendo que su actuación podía ser letal, 21 de las 22 enfermeras obedecieron estas órdenes.