Apenas dos años después de haber conseguido sólo doce escaños en el Parlamento, los nazis (el Partido Nacional Socialista alemán) obtuvieron la friolera de seis millones y medio de votos en las elecciones nacionales de 1930. Estos votos les proporcionaron 107 de los 577 escaños, y convirtieron al partido nazi en el segundo más importante de Alemania.
Este notable cambio de perspectiva favorable a los nazis puede vincularse, aunque inicialmente pues parecer raro, a la Gran Depresión. Veamos: Hitler había intentado llegar al poder en Alemania por medios legales desde que salió de prisión en 1924. Pero la creciente prosperidad de la nación alemana alejaba a los votantes de las posturas políticas extremas, tanto de derecha como de izquierda. Los nazis llegaron a alcanzar mayoría en la Asamblea Legislativa bávara en 1928, pero seguían siendo un partido minoritario.
Sin embargo ocurrió que la prosperidad alemana se fue terminando. Esta se había ido construyendo en gran parte con los créditos otorgados por los Estados Unidos, y al entrar esta potencia en la época de la Gran Depresión, en Alemania se fue produciendo una radicalización política más que evidente.
El Partido Comunista resurgió, y los nazis que apelaban no a una clase social determinada sino más bien al orgullo, a los temores y a los resentimientos del pueblo alemán, obtuvieron una progresiva aceptación, que terminó siendo inmensa.
Los nazis sostenían que el pueblo alemán (+) era la expresión más elevada de una “raza aria” superior. La voluntad del Volk estaba encarnada en su líder (Führer), y el Estado sería el ámbito propicio para llevar a cabo sus órdenes y sus ideas. La democracia era mirada despectivamente pero parecía un mal necesario para llegar al poder, y el marxismo, que promovía el internacionalismo y la lucha de clases, era considerado directamente diabólico. Los nazis afirmaban que, al igual que el sistema económico mundial que había “arruinado” a Alemania (la típica paranoia de “todos contra mí”), todos los movimientos de izquierda estaban creados por los judíos. Partiendo desde esa base, el Volk debía librarse de ellos y de los otros extranjeros (los no alemanes arios, digamos) para formar de una vez por todas la Alemania potencia que el mundo debía respetar.
Excepto por su antisemitismo declarado (que, hay que decirlo, ya provenía de un prejuicio generalizado y que fue muy bien explotado por los dirigentes nazis), el nazismo se parecía mucho al fascismo italiano. Como los fascistas, los nazis exaltaban el militarismo y empleaban brigadas armadas para reprimir (más bien suprimir) a sus oponentes. Ambos movimientos prometían justicia social, terminar con la parálisis parlamentaria y burocrática, regresar a la histórica grandeza de la nación, en fin, ese tipo de cosas que exaltan el discurso y entusiasman a los desprevenidos, que son casi todos. Como suele ocurrir también, el partido nazi mostraba un “salvador”: cada vez más alemanes pensaban que Adolf Hitler, hipnótico, locuaz, orgulloso, encajaba perfectamente con esa figura.
Y en este contexto llegaron las elecciones de 1932. Que fueron, ni más ni menos, el fin de la democracia en Alemania. Como quedó dicho, la Gran Depresión cambió la política de los países en los que se sintió más notoriamente su impacto. Y en Alemania, los hombres de negocios se alinearon tras Adolf Hitler, un anticapitalista declarado. El canciller centrista Heinrich Brüning era a esa altura muy impopular y estaba perdido a causa de las duras medidas de austeridad que había impuesto (qué raro, no?). Del otro lado, el partido nazi era el único que crecía. En abril de 1932 obtuvo cuatro gobernaciones locales y Hitler, su líder, quedó segundo (con el 37% de los votos) detrás del presidente conservador Paul von Hindenburg. Heinrich Brüning renunció y su sucesor, Franz von Papen, convocó a elecciones en julio.
Ante esta situación, Franz von Papen comprendió que necesitaba del apoyo del partido nazi para gobernar, y no tuvo mejor idea que ofrecerle (aunque de mala gana) a Adolf Hitler el cargo de vicecanciller (o sea, invitó al lobo a retozar por el gallinero). Hitler no se anduvo con vueltas y retrucó pidiéndole, directamente, la Cancillería.
Y al final a von Papen las cosas le salieron al revés, ya que Hindenburg le pidió la renuncia y nombró canciller al hasta entonces ministro de Defensa Kurt von Schleicher, quien a su vez le ofreció la vicecancillería a un miembro de alto rango del ala izquierda del partido nazi. La influencia de Hitler ya era indisimulable.
Schleicher duró poco como canciller: renunció el 28 de enero de 1933, tras varios intentos, todos fallidos, de formar gobierno con los socialistas y con los conservadores nacionalistas. Tanto Schleicher como Papen mantenían cierta influencia en el Parlamento y estaban convencidos (vaya a saber por qué) de que Hitler podía ser “controlado” si se lo rodeaba de un gabinete de ministros moderados (bueno, sí, quizá cinco minutos, sí).
Tras arduas negociaciones, finalmente Adolf Hitler se convirtió en canciller el 30 de enero de 1933. Franz von Papen fue el vicecanciller, y el resto del gabinete solo contaba con dos nazis: Hermann Goering y Wilhelm Firck. Sin embargo, parecía muy claro que iba a ser muy difícil controlara Hitler. El lobo ya estaba adentro.