El nombre de Josephine Baker suele evocar la imagen de una muchacha provocativamente vestida con una pollera de bananas y nada más, pero fue mucho más que solo eso. Artista, activista y revolucionaria, Baker vino a cambiar al mundo y a erigirse como una figura icónica de su tiempo.
No se sabe mucho de sus orígenes, básicamente porque ella misma se encargó de mentir muchísimo al respecto, pero sí queda claro que llegó al mundo un 3 de junio de 1906 en St. Louis, Misuri. Abandonada por su padre e ignorada por su madre, su infancia fue una de carencias emocionales y económicas, por lo que no sorprende que a los 14 años ya estuviera buscando el calor del público para vivir y mitigar las inclemencias.
Antes de los veinte años tuvo dos matrimonios fallidos – uno de ellos con Willie Baker, de quien obtuvo su nombre -, pero su carrera artística recién empezaba. Partió a Nueva York y, tras varias experiencias, adquirió cierta prominencia en los primeros años de la década del veinte, llegando a participar en la producción original de Shuffle Along (1921), el musical que lanzó a la fama a varias estrellas afroamericanas y puso al Harlem de moda, pero Baker quería más. Cansada de la discriminación que sufría en los Estados Unidos, en 1925 partió a París cuando se presentó la posibilidad de participar en la Revue Nègre. Su actuación en este espectáculo – que incluía su ejecución del charleston y la famosa “danse sauvage” en la que bailaba con una pollera de bananas de plástico y nada más – cautivó a una París por entonces obsesionada con las ideas del primitivismo. Más allá de lo problemática que pueda resultar hoy la categoría y la abierta sexualización de una mujer negra “exótica”, por lo menos al principio del boom, Baker parecía no tener demasiados conflictos con su acto. En todo caso, abrazó la libertad que Francia le proveía y, junto con su leopardo mascota, se dedicó a ser feliz y disfrutar su éxito.
Conquistada París, con los auspicios de su representante y “marido”, un picapedrero siciliano que se hacía llamar Conde Pepito de Albino, orquestó una gira por Europa y por Sudamérica a finales de la década que la confirmó como un ícono internacional. A su paso la “Venus del Ébano” fue sembrando odios y admiración con sus bailes, llegando a despertar violentas reacciones en los países conservadores de Europa y Latinoamérica (algunas poco relacionadas con ella) como demuestra, por ejemplo, su función el 6 de junio de 1929 en el teatro Astral de la ciudad de Buenos Aires que terminó con una pelea entre pro y anti yrigoyenistas.
En la década del treinta, tras varias películas y nuevos espectáculos como Paris Qui Remue – en el que el mítico guitarrista argentino Oscar Alemán se unió a su banda y se transformó, por algunos años, en el líder de los Baker Boys – Baker fue cambiando progresivamente su estilo y desarrollando su voz cantante para transformarse en una artista “seria”. Pero más allá de los vaivenes su carrera artística, el fascismo estaba en alza y la guerra estaba gestándose en el corazón de Europa. Ella, ahora con la nacionalidad francesa, se involucró de inmediato y, además de actuar para las tropas, su apoyo a la causa aliada la vio en el rol de agente de inteligencia y miembro de la Resistencia. Sus hazañas le valieron la admiración de muchos, incluido el mismísimo Charles De Gaulle que le concedió la Cruz de Lorraine en 1943, además de la Cruz de Guerra y la Legión de Honor en 1961.
Aunque es posible ver aquí una admiración por su patria adoptiva, como bien señaló Mary Dudziak en sus investigaciones sobre el activismo de Baker, gran parte de su motivación para intervenir en el conflicto había sido para dar lucha contra el racismo. Como una mujer negra en Estados Unidos, ella ya había experimentado y denunciado la discriminación en otras oportunidades, pero recién en los años de la posguerra se puede apreciar la forma en la que se comprometió plenamente con su causa.
Años antes de que el movimiento por los derechos civiles alcanzara el reconocimiento masivo, Baker trabajó con varias organizaciones en EE.UU. y hasta viajó de forma encubierta para estudiar la situación de los afroamericanos en distintas partes del país. Sin embargo, su aporte más interesante (y escandaloso) vino de la mano de sus discursos y acciones.
A inicios de la década del cincuenta, durante una nueva gira por Latinoamérica, Baker activó las alarmas del FBI, que para ese entonces ya tenía un dossier armado sobre su persona. A contramano de la línea oficial del gobierno norteamericano, que sólo estaba interesado en evitar que los discursos raciales fueran instrumentalizados por la propaganda soviética y esperaba que sólo se hablara del “avance” de los negros, Baker expuso su punto de vista en cada país al que visitó y pintó una imagen mucho más oscura. En la Argentina, por ejemplo, además de asociarse con Juan Domingo Perón y cooperar con diferentes actividades de la Fundación Evita, algo que ya de por sí despertó sospechas, a falta de grandes organizaciones de afrodescendientes se juntó con inmigrantes japoneses y les habló de los campos de concentración que habían existido en Estados Unidos durante la guerra.
Acabada su gira, no sin acusaciones de estar afiliada al comunismo y cancelaciones pedidas directamente desde las Embajadas de EE.UU., Baker cambió su estrategia y volcó los esfuerzos a una empresa mucho más personal. Conjugó el deseo de ser madre con el activismo y empezó a “reclutar” niños de todo el mundo para formar su “tribu del arcoíris”, que demostraría en versión micro de qué forma personas de distintas etnias podían convivir como parte de una misma familia. Llegó a adoptar la impresionante cifra de doce hijos, instalándose en un castillo en Dordoña en el sur de Francia y, en una movida moralmente dudosa, cobrando entrada para quienes quisieran presenciar su experimento familiar. Según testimonios de la época de visitantes y de cientos de cartas recibidas, fueron muchos los que quedaron favorablemente impactados con la “tribu”, pero más allá de su valor ideológico, la empresa quebró económicamente a Baker. Ella siempre había sido muy descuidada con sus finanzas y a lo largo de la década del sesenta, aunque se esforzó por realizar actuaciones constantes que le permitieran alimentar a su familia y hasta llegó a recibir un préstamo de Brigitte Bardot, el interés por Baker fue declinando y en 1968 terminó siendo desalojada y perdió su casa.
El final de la vida de Baker, sin embargo, tuvo una nota de optimismo. En su momento de desamparo, Grace Kelly, princesa de Mónaco y compatriota, se declaró una fanática suya y le ofreció un departamento en Roquebrune, cerca de la frontera con el principado. A la mejora en la estabilidad habitacional se le sumó, también, un sorpresivo nuevo auge en su carrera. Ahora reconocida como una leyenda viva, llenó teatros y recibió una vez más el amor del público, coronando su carrera el 8 de abril de 1975 con un espectáculo en el teatro Bobino de Paris que marcó la celebración de sus cincuenta años como artista. A los pocos días de su gran triunfo, el 12 de abril, Baker fue encontrada inconsciente luego de sufrir un derrame cerebral.