Los problemas de Favio comienzan cuando su padre, “el Turco” Jorge Jury Atrach -oriundo de Siria, que entonces era parte del imperio turco y entraban al país con el pasaporte de esa nación por lo que todos terminaban bajo el mismo gentilicio- abandona a la familia en Luján de Cuyo, Mendoza, cerca de donde él había nacido.
De joven estuvo internado en distintos institutos de menores, de donde siempre escapaba. Conoció la cárcel y la mendicidad, fue seminarista y estuvo en la Marina, pero en ningún lugar tenía cabida. Sus primeros trabajos fueron en la radio donde su madre, Laura Favio, se desempeñaba como actriz y escritora.
A fines de los 50’s, Leonardo viajó a Buenos Aires donde comenzó su carrera como actor, trabajando de extra en la película El Ángel de España. Apadrinado por Torre Nilsson, consiguió sus primeros papeles en distintos films, hasta que en 1965 estrenó su ópera prima, esta crónica descarnada de su infancia, señalada como una de las mejores películas del cine nacional. No sería la única, porque muchos críticos consagraron El romance del Aniceto y la Francisca como la más poderosa de sus obras.
Al canto llegó Favio de otra manera: cuando quisieron producir la película El Dependiente, escrita por su hermano Jorge Zuhair Jury, Favio no contó con el apoyo económico del Instituto Nacional del Cine (INCAA), razón por la cual buscó una forma alternativa de juntar el dinero, que encontró en el canto. Fue una veta comercial que lo asistía en su pasión, y así llegó a debutar en la mítica Botica del Ángel de Bergara Leumann. Al día siguiente le llovieron contratos para cantar. Con “Fuiste mía un verano”, su primer gran éxito, la vida le dió un vuelco, y de oscuro director de culto pasó a ser un ídolo de multitudes, acosado por los medios, obligado a someterse a giras, entrevistas, y la pasión de fans.
Alternando el cine con el canto, continuaba también con su actuación política. “Yo no soy un director peronista, pero soy un peronista que hace cine“, decía. Una de sus últimas películas fue, justamente, sobre el General.
En 1972 lo acompañó a Perón en el célebre “charter” que lo trajo del exilio, y en 1973 se lo designó conductor del acto que iba a realizarse en los bosques de Ezeiza para recibir al General. La historia ya se conoce: ese acto terminó en masacre, y sobre el ruido de las balas se escuchaba la voz de Favio instando a calmar los ánimos y a cantar el himno.
En esos tiempos de inestabilidad política, su pareja, María Vaner, fue amenazada por la Triple A -Alianza Anticomunista Argentina-, y debió exiliarse a España. Tres años más tarde, durante el Gobierno militar, Leonardo buscó refugio en Colombia, desde donde continuó su carrera como cantante. Vuelto del exilio, nos regaló la historia del Mono Gatica, un boxeador afín al peronismo que murió trágicamente, quizás para reparar el rotundo fracaso de crítica y taquilla que había resultado en 1976 la película con Carlos Monzón, Soñar, soñar.
La predilección de Favio por los descastados parece una continuación de la soledad de su infancia. Además de los boxeadores, buscó los personajes marginales de nuestra historia y tradiciones: Juan Moreira, Nazareno y el lobo, El octavo infierno, cárcel de mujeres y por último Aniceto, obra que dedicó a su madre.
El usar el pañuelo atado a la cabeza para ocultar su calvicie hizo correr el rumor de que padecía cáncer. Pero lo que realmente sufría era una crónica hepatitis C. El niño solo, el cineasta detallista, el cantante melódico que sostenía con sus canciones las imágenes que plasmaba en sus films, murió de una neumonía en Buenos Aires, un 5 de noviembre hace ya 8 años.