John Huston, el hombre que pudo reinar… en Hollywood

Hijo del director y actor Walter Huston, se vinculó desde muy pronto al mundo del cine, lo que no le impidió probar fortuna en numerosas actividades de diversa índole, desde boxeador a escritor. Su paso por la universidad no le dio ningún título, y después de su primer matrimonio, y ya abandonado el boxeo, trabajó para el ejército mexicano y publicó una obra titulada Frankie y Johnny, con la que acreditó una interesante pericia literaria.

Esa circunstancia le permitió el acercarse a periódicos y revistas y ser atendido a la hora de publicar artículos e historias. Su afán viajero le llevó hasta París, donde trabó conocimiento con la bohemia de la época; tras vagar por Europa, John Huston se estableció más o menos definitivamente en Hollywood, donde contrajo su segundo matrimonio en 1931.

Contratado como guionista por mediación de su padre, John Huston trabajó para William Wyler en La casa de la discordia (1932), película que inició una larga serie de colaboraciones como guionista: El doble crimen de la calle Morgue (1932), Jezabel (1938), dirigida también por Wyler, o El sargento York (1941), bajo la batuta de Howard Hawks.

En 1941 acometió su primer trabajo como director, tras convencer a los hermanos Warner para que financiaran El halcón maltés. John Huston convirtió en un clásico esta novela negra de Dashiell Hammett, uno de los grandes maestros del género. Sin embargo, sus trabajos posteriores no estuvieron a la misma altura y pueden calificarse de rutinarios; es el caso de Como ella sola (1942). Por estos mismos años rodó una serie de documentales para el ejército como Report front Aleutianas o Let there be Light. Unos años después volvió a recuperar su pulso narrativo con El tesoro de Sierra Madre (1948), basada en una novela de Bruno Traven.

Fichado por la Metro Goldwyn Mayer, John Huston llegó a sus cotas más altas como creador con La jungla del asfalto (1950), una de las cumbres del cine negro americano. Su argumento, la planificación y ejecución de un atraco «perfecto» con sus errores fatales, ha sido mil veces repetido pero nunca superado en su plasmación. La descripción del mundo del hampa es lúcida y realista, huyendo de calificaciones morales sobre las conductas de los atracadores, lo que no solía ser habitual en el género negro.

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         La jungla del asfalto (1950)

La jungla del asfalto (1950)

En esa línea, la galería de personajes es fascinante: Huston no se limita a contar lo que hacen, sino que a la vez está describiendo perfectamente la complejidad de sus actos y sus motivaciones. La conjunción de los talentos del director y de William R. Burnett, autor de la novela y guionista de algunas de las obras maestras del cine negro, aporta a la vez claridad y riqueza al relato, y la magnífica interpretación de los actores está a la altura de la profundidad de los personajes creados por Burnett. Entre ellos hay que resaltar la presencia de una desconocida Marilyn Monroe, que, con un pequeño papel, derrochó sensualidad y comenzó a forjar su leyenda.

John Huston rodó a continuación La roja insignia del valor (1951), que fue cortada por la productora, pero en cuyos restos todavía es posible descubrir el talento de su director en su mejor fase creativa. La mítica La reina de África (1951), con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn como protagonistas, tuvo un rodaje muy accidentado. Realizada en el Congo, el equipo hubo de superar numerosas dificultades de todo tipo por el clima del lugar. Muchos años más tarde, el cineasta Clint Eastwood dirigiría un filme sobre las circunstancias que marcaron este rodaje: Cazador blanco, corazón negro (1990).

Tras las incursiones en el mundo bohemio y pictórico de Toulouse-Lautrec en Moulin Rouge (1952), y en la obra de Herman Melville Moby Dick (1956), entre otros títulos, en la década de los sesenta John Huston abordó Vidas rebeldes (1961), una extraña película con guión de Arthur Miller que reunió a un puñado de personalidades en crisis: Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift. El resultado es una obra de personajes y ambientes crepusculares, a caballo entre el western y el filme intimista.

Le siguieron Reflejos en un ojo dorado (1967), donde contaría con el excelente trabajo de Marlon Brando y Elizabeth Taylor, entre otros, y Paseo por el amor y la muerte (1969), una peculiar obra en la que los protagonistas eran su hija Anjelica Huston y Asaf Dayan, hijo a su vez del famoso general israelí del mismo apellido. Ambientada en el siglo XIV, durante la Guerra de los Cien Años, se trata de una cinta en que un sincero romanticismo se da la mano con una visión cruel de la vida.

Aunque buena parte del cine de John Huston posee elementos autobiográficos, quizá sea Ciudad dorada (1972) su película más representativa en este sentido. Tres años más tarde logró materializar uno de los proyectos que llevaba acariciando más tiempo y que, por diversas circunstancias, nunca había podido concretar. Se trata de El hombre que pudo reinar (1975), una aventura colonial en la que dos hombres marchan en busca de tesoros para encontrar la muerte y la mutilación.

A finales de los setenta rodó otra de sus obras más significativas, Sangre sabia (1979), adaptación de una novela de Flannery O’Connor acerca de un predicador del sur de Estados Unidos. Uno de sus últimos trabajos importantes fue El honor de los Prizzi (1985), con Kathleen Turner y Jack Nicholson, una historia sobre asesinos a sueldo que, en medio de su violencia, contiene interesantes apuntes de humor.

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John Huston creó toda una galería de tipos humanos creíbles, representativos de una sociedad que se mueve entre la derrota y los deseos de vivir a cualquier precio; sus «duros» son también, a menudo, perdedores, y el retrato de su psicología, que llega meridianamente a los espectadores, constituye uno de los grandes aciertos de su filmografía.

Su última obra fue Dublineses (1987), una adaptación del decimocuarto y último cuento de Dublineses, colección de relatos escrita por el irlandés James Joyce en 1905. Los muertos, título del cuento en que se basa el filme, narra la cena y el baile que ofrecen como todos los años en Navidad las señoras Morkan a sus invitados, entre los que se encuentran su sobrino Gabriel y su esposa Gretta. Por su tono intimista y melancólico, pero nunca pretencioso, el filme es considerado el testamento cinematográfico del director.

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