Son muchas las paradojas que rodean la vida y la obra de Vermeer, y la mayor de todas es precisamente su producción artística “tan cumplida y coherente, un mundo autocontenido, autosuficiente, perfectamente verosímil –huyamos del tópico del ‘realismo’, que tanto ha viciado la contemplación y el entendimiento de la pintura holandesa del siglo XVII– y situado completamente al margen de los aspectos históricos de un pequeño recién nacido Estado independiente y la circunstancias biográficas del artista que fue su creador”, sostiene María Cóndor en su libro.
Van Gogh viene a añadir “un grano de pimienta a estas paradojas: en una carta de 1888 en la que elogia sus singulares combinaciones de colores dice que ‘los holandeses no tenían imaginación’. Tal carácter limitado y cotidiano de los temas preferidos por estos pintores, y sobre todo, no lo olvidemos, impuestos por el mercado, no se compadece con la capacidad que muestran todos ellos, y más que ninguno Vermeer, para transfigurar esas figuras y esos objetos y crear alrededor de ellos (y el espectador) un mundo construido con elementos de la realidad, cierto que sabiamente seleccionados y manipulados”, añade María Cóndor.
Apenas hay datos sobre su biografía, poco sabemos también sobre su personalidad artística y humana, tampoco hay ningún autorretrato seguro, así que a la hora de enfrentarnos a su escasa producción (solo se aceptan como suyos unas 36 obras), apenas tenemos nada en que apoyarnos para conocerlo y entenderlo. Lo que sí es esencial es el contexto histórico en el que se desarrolló su vida, la larga lucha de los holandeses por liberarse del yugo de la corona española, una lucha que finalizará justo cuando Vermeer era un adolescente, aunque no por eso su vida se desarrolló en un ambiente de paz y prosperidad tanto social como personal, al conflicto español sucedieron otros muchos que tuvieron lugar con las nuevas potencias europeas, sobre todo Inglaterra y Francia. Aunque esto no impidió que floreciese y se desarrollase una escuela pictórica de gran calidad en los Países Bajos, cuya producción, como es bien sabido, estaba destinada a una burguesía compuesta por comerciantes, artesanos y banqueros.
Lo que sí se sabe es que Johannes Vermeer (Delft, 31 de octubre de 1632-15 de diciembre de 1675) nació en el seno de una familia que tuvo varios casos delictivos, su padre y un hermano de su madre estuvieron implicados en un sonado caso de falsificación de moneda en 1619 y su abuela paterna participó también al año siguiente en una estafa cuya víctima fue un comerciante adinerado, unas circunstancias, junto al hecho de que la familia siempre fue perseguida por las deudas, poco propicias para crear obras tan sosegadas, introspectivas y refinadas como las que realizó a lo largo de su vida.
El primer contacto con el mundo del arte del joven Johannes puede ser que fuese a través de su padre, que a partir de 1631 se dedica al comercio del arte, ya que en su posada exponía las obras de algunos artistas de la ciudad, y también se supone que a la muerte de su progenitor, el pintor además de heredar la posada también se quedase con el comercio de cuadros.
La situación económica de Vermeer mejoró al casarse en 1653 con Catharina Bolmes, que pertenecía a una católica y acaudalada familia, quizá al trasladarse a la casa de la familia de su esposa, Johannes encontrase más sosiego y paz que en la hostería paterna. En este mismo año se inscribe en el gremio de pintores de San Lucas, aunque nada sabemos tampoco de quiénes fueron su maestros, aunque como sostiene María Cóndor, “las reminiscencias de los caravaggistas de Utrecht en sus primeras obras y en las que parecen de una fase de transición hacia 1658 han hecho pensar en una formación en dicha ciudad”. Lo que sí se sabe es que en 1662 y 1670 es elegido síndico del gremio de san Lucas, que en 1663 recibe la visita del consejero de la Corona francesa Balthasar de Moncoyns, al que le gustaba visitar los talleres de los artistas, y que en 1672 es llamado junto a otros artistas a La Haya para que valorasen una colección de cuadros vendidos por un comerciante de Ámsterdam al elector de Brandengurgo.
Aunque en 1671 heredaría una cantidad de dinero de su hermana y de que su suegra le otorgó un poder para que la representase en una cuestión de testamentaría, la ruina y las deudas, quizá por la cantidad de hijos que tuvo (entre 11 o 15) y por la devastación que causaron los franceses en la ciudad, jalonaron toda su vida, tanto que quizá fuese la causa de su muerte repentina en 1675, según testimonio de su esposa.
Pinceladas de sus obras
La paradoja más grande de Vermeer es que aunque se “nos escapa como ser humano, es justamente la dimensión humana de su arte lo que más ha conquistado en primera instancia a los contempladores, incluso antes de reparar en su maestría técnica”, afirma María Cóndor.
Y es precisamente esa sensación de intimidad, de calma, lo que atrae al espectador porque siente que forma parte de esa escena. Además, sus obras también ayudan a conocer cómo era la vida cotidiana de la Holanda seiscentista. En sus cuadros están representados todas las clases sociales, desde los campesinos, el ambiente de tabernas, hasta la aristocracia y la burguesía culta y refinada.
En este aspecto hay que destacar sus raíces calvinistas, una religión que se inspira en la idea de que todo el mundo es obra de Dios y que, por tanto, todas las cosas merecen ser ensalzadas y representadas. También es muy interesante constatar cómo en las obras de los artistas holandeses de esa época, y muy especialmente en Vermeer, aparecen personas corrientes, especialmente mujeres, leyendo, escribiendo o estudiando, o escenas que representan escuelas, un aspecto que denota que la sociedad holandesa además de ser próspera económicamente sobresalía por el alto índice de alfabetización.
En las obras de Vermeer, las habitaciones son como unas cajas en las que se sitúan sabiamente figuras, elementos arquitectónicos, muebles y accesorios “estableciendo una red de verticales y horizontales por las que discurre la mirada del espectador, guiada en ocasiones por la perspectiva trazada por las baldosas de dos colores, como sucede en un prodigioso tour de force como es La lección de música, demostrativo de hasta qué punto meditaba nuestro artista sus composiciones”, explica María Cóndor.
Hay otro elemento en las pinturas de Vermeer que es esencial, la visión desde el ángulo izquierdo, que incluye la pared izquierda de la estancia, donde aparece una ventana que es la principal, o la única, entrada de luz, que incluye de una manera ilusionista al espectador. En Soldado y muchacha sonriente (h. 1660) utiliza este recurso para integrar una perspectiva acelerada, lo que ha hecho pensar que quizá utilizó la cámara oscura.
A Vermeer no le interesa narrar historias, no hay acción, solo contemplación o reflexión, son historias sin principio ni final, solo en algunas ocasiones un breve gesto de una mano, una cabeza que se vuelve, pero lo habitual es que los personajes que aparecen en la composición estén enfrascados en lo que estén haciendo, sobre todo en sus misivas o en su música, las dos actividades más representadas en sus pinturas. En sus óleos hay pocos personajes, a lo sumo dos, pero que con el paso del tiempo, será en su mayoría solo una figura.
Hay un cuadro que es el compendio de Vermeer, El arte de la pintura o Alegoría de la pintura, donde un artista de espaldas, al que no vemos su rostro, pinta a Clío, la musa de la Historia. Hay otra incursión del pintor en el tema alegórico, Alegoría de la fe (pintada unos años después), repleta de símbolos religiosos. Como hemos dicho antes, Vermeer ha pasado a la historia del arte por sus escenas de mujeres en la intimidad del hogar, bañadas por una luz prodigiosa, escribiendo, leyendo o tocando algún instrumento musical (La lechera, La joven de la perla, Lectora en azul o Mujer de pie tocando un virginal).
En resumen, Vermeer maneja magistralmente el color (con predominio de los amarillos y los azules), que combina con osadía y acierto, y del “sfumato de sus contornos, que consigue dejando rebosar las capas subyacentes de pintura, el medio del que se vale Vermeer para llevar a estos juegos lumínicos es una técnica que ha llamado la atención de los estudiosos, y al igual que la distorsión perspectívica, ha llevado a pensar que hubiese utilizado la cámara oscura por la coexistencia de zonas nítidas y desenfocadas”, en un eficaz ilusionismo que acentúa la sensación de misterio y poesía.
Texto extraído del sitio: descubrirelarte.es