Jean Racine

Nacido en el seno de una familia de confesión jansenista, se ignora aún la fecha exacta en la que llegó al mundo, aunque se sabe que recibió las aguas bautismales el 22 de diciembre de 1639. Se conjetura que pudo nacer incluso en ese mismo día, ya que por aquel entonces era costumbre cristianar inmediatamente a los neonatos, dado que muchos de ellos fallecían a las pocas horas de existencia. Su padre, llamado también Jean Racine, era un funcionario de la administración francesa encargado de la inspección fiscal acerca de impuestos y tributos; su madre, Jeanne Sconin, no tenía otra ocupación que la de cuidar del hogar familiar y criar a sus hijos. Apenas pudo, empero, ocuparse del pequeño Jean, ya que perdió la vida cuando éste aún no había cumplido los dos años de edad (1641), a raíz de las complicaciones derivadas del parto de Marie, la hermana pequeña del futuro escritor. La orfandad de Jean Racine se hizo aún más cruda al cabo de dos años, cuando falleció también su progenitor, quien en 1642 se había casado en segundas nupcias con Madeleine Vol.

Recogido, entonces, por su abuelo paterno -que llevaba también el nombre de Jean Racine-, se crio a su lado hasta el año de 1649, fecha en la que de nuevo la muerte aniquiló a quien estaba al cargo de su tutela. Quedó, así, bajo la protección de Marie Desmoulins, viuda del citado abuelo, que tras la muerte de su esposo se había retirado a la abadía de Port-Royal des Champs, en la que profesaban dos hermanas suyas y su hija Agnès Racine, tía del futuro escritor. Fue así como el joven Jean Racine, a los diez años de edad, tuvo ocasión de acceder a la excelente instrucción humanística impartida en las Pequeñas Escuelas de Port-Royal, en las que fue alumno de algunos maestros tan reputados como el literato parisino Robert Arnauld de Andilly (1588-1674), el teólogo y pedagogo Pierre Nicole (1625-1695) y, entre otros sabios de la época, el gramático Claude Lancelot (1615-1695). Tras un breve período en el Colegio de Beauvois (1653-1655), regresó a las aulas de Port-Royal y comenzó a brillar por su singular aprovechamiento en los estudios centrados en la Antigüedad clásica grecolatina: compuso, con poco más de quince años, algunos poemas piadosos en latín y sobresalió por su excelente dominio de la lengua griega (materia en la que ponían especial énfasis sus maestros jansenistas, en oposición a la educación latinizante impartida por sus “rivales” los jesuitas).

A la postre, esta fascinación que el humanismo pagano despertaba en él acabó por alejarlo de la abadía de Port-Royal, aunque nunca llegó a librarse de dos profundas enseñanzas adquiridas durante este prolongado período de aprendizaje: la firmeza de sus creencias jansenistas y la concepción pesimista de la naturaleza humana (sólo redimida de la tiranía de las pasiones merced a la intervención divina de la gracia).

En 1658, ya próximo a cumplir los veinte años de edad, el joven Jean Racine se afincó en París para iniciar, en el prestigioso Colegio de Harcourt, sus estudios superiores de Filosofía. Fue por aquel tiempo cuando comenzó a interesarse vivamente por el Arte de Talía, merced a las buenas relaciones que entabló con algunas figuras cimeras de las Letras francesas del Barroco, como el fabulista Jean de La Fontaine (1621-1695). Empezó también a frecuentar los bulliciosos teatros parisinos y a cultivar con notable inspiración la escritura poética, a pesar del enojo que esta inclinación literaria provocaba en su familia, que deseaba verlo convertido en un severo y respetado teólogo. Pero él, ajeno a estos proyectos de quienes habían sostenido su educación, a los veintiún años de edad concluyó su primera pieza teatral, una tragedia titulada Amasía, obra que fue rechazada por todas las compañías a las que se les había ofrecido (y que, tal vez por ello, en la actualidad se considera desaparecida). Lejos de desanimarse por este primer fracaso literario, en el transcurso de aquel mismo año de 1660, con motivo de las bodas reales entre Luis XIV (1638-1715) y la infanta María Teresa de España, compuso la bella oda titulada “La ninfa del Sena”, dedicada a la nueva reina, impresa de inmediato y difundida por toda la corte.

Al año siguiente, tras iniciar la redacción de Teágenes y Cariclea -una tragedia que no llegó a concluir, y de la que tampoco se conserva fragmento alguno-, compuso otro de sus ya celebrados poemas galantes, “Los baños de Venus”, de tema mitológico y también perdido. Poco después, con la llegada del otoño, fue enviado por sus familiares a Uzès (en la región del Languedoc), donde residía su tío el canónigo Antoine Sconin. El propósito de sus parientes era que completara allí sus estudios de teología y consiguiera un beneficio eclesiástico con el que asegurarse la vida, pero el joven Racine no estaba dispuesto a dejar de componer versos profanos, actividad a la que se entregó con ahínco durante los dos años que permaneció en Uzés. Aquel período de retiro le vino muy bien para ampliar sus lecturas -sobre todo, de las obras de Homero- y reflexionar acerca de su vocación literaria, a la que decidió atender definitivamente en 1663, cuando comprendió que nunca iba a ser capaz de lograr ese beneficio eclesiástico que deseaban para él sus familiares.

Regresó, pues, a París y volvió a integrarse en los foros y cenáculos literarios frecuentados por sus amigos escritores -con los que había mantenido una viva relación epistolar durante su estancia en el Languedoc, sobre todo con La Fontaine-; y compuso al momento nuevas odas que, destinadas a agradar al monarca y a quienes le rodeaban, acrecentaron su prestigio poético en la corte, como las tituladas “Sobre la convalecencia del rey” y “La fama de las musas”. Merced a estas composiciones de carácter laudatorio, Racine fue introducido en la corte de Luis XIV, donde tuvo la oportunidad de empezar a codearse con otras figuras señeras de las Letras francesas del siglo XVII, como Molière (1622-1673) y Boileau (1636-1711), con los que, a partir de entonces, habría de compartir una intensa y fecunda amistad.

Poco después del fallecimiento de su abuela Marie Desmoulins (acaecido en Port-Royal a finales del 1663), Jean Racine concluyó su tragedia Thébaïde ou les frères ennemis (Tebaida o los hermanos enemigos, 1664), que fue llevada a las tablas por el propio Molière y su acreditada compañía teatral. A pesar de este apoyo expreso de quien ya se había consagrado como el gran monstruo teatral de su tiempo, el debut de Racine en los escenarios parisinos pasó prácticamente inadvertido, lo que no fue óbice para que el Rey Sol otorgara al joven dramaturgo de La Ferté-Milon una modesta pensión de seiscientas libras, pues albergaba fundadas esperanzas en su talento literario. Y no se equivocaba el soberano, como quedó bien patente a finales del siguiente año, cuando de nuevo la compañía de Molière puso en escena otra tragedia de Racine, Alexandre le Grand (Alejandro el Grande, 1665), obra que cosechó un rotundo éxito y situó definitivamente al joven escritor entre la pléyade de los dramaturgos de la época. Este triunfo, empero, quedó empañado por su ruptura de relaciones con Molière, quien se ofendió mucho por una acción ciertamente poco caballerosa de Racine: la entrega de su obra a la compañía de representantes del Hôtel de Bourgogne, agrupación que sostenía una dura rivalidad con el colectivo que había lanzado al estrellato al autor de La Ferté-Milon.

Molière fue sólo el primero de una amplia lista de enemigos que Jean Racine fue engrosando a lo largo de toda su vida, algunos de ellos surgidos sólo de la envidia suscitada por los triunfos del dramaturgo, pero otros muchos -como el célebre autor del Tartufo- agraviados sin demasiado tacto por el propio Racine. Entre estos últimos se contaban también sus antiguos maestros y compañeros de Port-Royal, a los que atacó virulentamente en una misiva conocida como “Carta al autor de Las herejías imaginarias“, en la que respondía con muy malos modos a una desaprobación previa de los jansenistas (según sus biógrafos más autorizados, Racine se arrepintió siempre de haber escrito esta agresiva epístola); para empeorar aún más sus relaciones con ese mundo del arte y la cultura en el que se acababa de integrar, en el transcurso de aquel mismo año de 1666 se enamoró de la actriz Thérèse de Gorle, más conocida por su nombre artístico de “la Marquise du Parc”, famosa por sus exitosas interpretaciones en el seno de la compañía de Molière, y propició su incorporación al grupo de actores del Hôtel de Bourgogne, con el consiguiente aumento de la indignación del gran maestro de la comedia. Fue precisamente esta afamada actriz quien desempeñó el papel protagonista de Andromaque (Andrómaca, 1667), la tercera tragedia estrenada por Jean Racine, que cosechó un éxito clamoroso entre la crítica y el público. Puede afirmarse que, a partir del estreno de esta pieza, el dramaturgo de La Ferté-Milon quedaba plenamente incorporado a la selecta nómina de los grandes maestros universales del Arte de Talía.

Este triunfo le supuso una relativa tranquilidad económica, en un momento en que, tras la reciente muerte de su abuelo materno Pierre Sconin -que había fallecido en abril de 1667, siete meses antes del estreno de Andrómaca-, había quedado prácticamente desprovisto de cualquier ayuda por parte de sus parientes. Pero, por fortuna para la historia del teatro, ya gozaba por aquel entonces de buenos contactos en la corte (como la amistad y protección de Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey), a los que se sumaba la admiración del monarca, que tras el éxito de Andrómaca elevó la cuantía de su pensión a ochocientas libras.

Entretanto, su procelosa peripecia sentimental corría pareja a su agitada vida social. El 22 de mayo de 1668, cuando aún coleaba la polémica literaria suscitada tras la publicación de Andrómaca (que había pasado por los tórculos en enero de dicho año), vino al mundo la niña Jeanne-Thérèse Olivier, hija de “la Marquise du Parc” -viuda del actor René Berthelot, apodado “du Parc”, de donde procedía el sobrenombre artístico de la cómica- y, según los rumores que circularon por todo París, del dramaturgo de La Ferté-Milon, como parecían indicar bien a las claras los dos nombres con que había sido bautizada la pequeña (“Jeanne” por su supuesto padre, Jean Racine, y “Thérèse” por ser éste el auténtico nombre de pila de “la Marquise du Parc”). El dramaturgo, lejos de preocuparse por acallar estos rumores, aceptó apadrinar a la criatura y vino a confirmar con este gesto todas las habladurías acerca de su paternidad, sólidamente fundamentadas -por lo demás- en su notoria relación con la actriz, quien falleció repentinamente en diciembre de aquel mismo año. La naturaleza desconocida del mal que había llevado a la tumba de forma tan inesperada como misteriosa a la célebre comedianta levantó un nuevo tropel de rumores acerca de una posible intervención directa de Racine en la muerte de su amante, y hubo incluso quienes le acusaron de haber envenenado a la infortunada “Marquise du Parc”. Al cabo de más de diez años, el escritor hubo de enfrentarse a una acusación formal que le imputaba la muerte de la actriz y el robo de sus alhajas, acusación que fue retirada de inmediato, pues no se hallaron pruebas fehacientes que inculpasen a Racine.

Un mes antes de la muerte de su amante, Jean Racine había estrenado su primera -y, a la postre, única- comedia, Les plaideurs (Los litigantes, 1668), obra que empezó a despertar la preocupación de los partidarios de Corneille (1606-1684), hasta entonces considerado como la estrella más brillante en el firmamento del teatro francés del siglo XVII, y de repente amenazado por el fulgor emergente de un nuevo astro (cuya pensión regia ascendía ya a mil doscientas libras). Esta naciente rivalidad con Corneille quedó bien manifiesta al año siguiente, cuando Racine estrenó una nueva tragedia, Britannicus (Británico, 1669), escrita expresamente con la intención de desbancar al celebérrimo autor de Le Cid. A pesar de la frialdad con que en un principio fue recibida esta última obra de Racine, Británico acabó convirtiéndose en un nuevo éxito del escritor de La Ferté-Milon, merced al entusiasmo que la obra despertara en Luis XIV, quien ya por aquel entonces era uno de los más acérrimos partidarios del teatro de Racine. Tanto era así, que en 1670, tras el estreno de una nueva tragedia suya, Bérénice (Berenice, 1670), el monarca decretó un nuevo aumento en la pensión dispensada al autor teatral, que ascendía así a la ya considerable cantidad de mil quinientas libras.

Berenice, interpretada por la Champmeslé -otra célebre actriz que acabaría otorgando sus favores a Racine, junto a un nutrido ramillete de amantes paralelos-, supuso ya un enfrentamiento directo entre el todavía joven autor de Andrómaca y el ya maduro Pierre Corneille, quien, sólo una semana después del clamoroso éxito cosechado por su rival, estrenó una pieza basada en la misma substancia histórica, y presentada bajo el título de Tite et Bérénice (Tito y Berenice, 1670). Ambos dramaturgos habían, pues, asumido la arriesgada “apuesta” literaria de trabajar en un mismo tema y presentarlo a la vez ante el público, a la espera de un temible juicio popular que, a la postre, se decantó claramente a favor de Racine, con la consiguiente desazón de los numerosos partidarios con que aún seguía contando Corneille. Dos años después, tras el estreno de Bayaceto (1672), una nueva tragedia de Racine, los seguidores de su rival recrudecieron sus ataques contra el dramaturgo de La Ferté-Milon, quien poco después fue objeto de dos reconocimientos tan elevados como su elección como miembro de la Academia Francesa y su nombramiento como poeta oficial de la corte; finalmente, tras el sonoro triunfo de Racine a raíz del estreno de su tragedia Mithridate (Mitrídates, 1673), los seguidores de Corneille no tuvieron más remedio que reconocer públicamente que el nuevo astro de la escena francesa había desbancado al otrora aclamado autor de Le Cid.

En agosto del año siguiente se estrenó, en los jardines de Versalles, la tragedia Iphigénie (Ifigenia, 1674), obra que significó un nuevo paso adelante en la fama y el prestigio de Racine, a pesar de que cada vez eran más los dramaturgos y estudiosos del hecho teatral que, desde un plano teórico, criticaban su radical apego a la regla aristotélica de las tres unidades. Pero el favor real seguía bendiciendo la ascendente progresión en la corte de Racine, quien antes de que concluyera dicho año se vio favorecido con un cargo de tesorero general, otorgado por el propio soberano y acompañado por unos emolumentos que superaban las veinte mil libras anuales. Tan renombrado era ya el dramaturgo en la corte, que su fama empezó a rebasar las fronteras de Francia y llegó hasta la vecina Inglaterra, donde en 1675 se publicó una traducción al inglés de la tragedia Andrómaca. Aquel mismo año, vieron la luz en su país natal dos volúmenes que recopilaban la producción teatral que había escrito hasta entonces.

Se hallaba, pues, Racine en la cúspide de su carrera literaria cuando, al poco tiempo de la muerte de la pequeña Jeanne-Thérèse Olivier (sobrevenida a finales de 1676), estrenó la que estaba llamada a convertirse en su última obra maestra. Se trata de Phèdre (Fedra, 1677), una espléndida tragedia en la que toda su maestría dramatúrgica aparecía sintetizada en un escueto argumento depurado hasta su máximo grado de sencillez, con la consiguiente desesperación de los recalcitrantes seguidores de Corneille. Éstos, ante la negativa del viejo dramaturgo de Ruán a volver a enfrentarse sobre los escenarios con su vigoroso rival (Racine contaba, a la sazón, treinta y siete años de edad, mientras que Corneille era ya septuagenario), convencieron a Jacques Pradon (1632-1698), un mediocre escritor nacido también en Ruán, para que compusiera y estrenara una versión del mito de Fedra que compitiera con la de Racine. La obra de Pradon, jaleada exageradamente por los enconados detractores del dramaturgo de La Ferté-Milon, conoció un éxito efímero, seguido de una virulenta polémica entre ambos autores, con intercambio de sonetos satíricos que llegaron al terreno del insulto y la ofensa personal. Transcurridos unos días tras el estreno de Phèdre et Hippolyte (Fedra e Hipólito, 1677), de Pradon, los seguidores de Corneille se cansaron de acudir reiteradamente al teatro para simular, con su presencia interesada, un triunfo ficticio, con lo que Racine siguió empuñando con justicia el cetro de la escena francesa de la segunda mitad del siglo XVII.

Sin embargo, una honda crisis espiritual que le venía inquietando desde el estreno de Ifigenia le apartó súbitamente de ese mundo dominado por la soberbia altiva, la vanidad literaria y las ambiciones mundanas. Ya en el prefacio de Fedra había afirmado que, en aquel momento, su única intención al reflejar en su teatro las turbias pasiones del alma no era la de recrearse en los efectos y accidentes derivados de ellas, sino la de mostrar sobre la escena los males y desórdenes que provocaban; poco después, decidido a poner fin a esos descarríos pasionales en su propia peripecia vital, se apartó de sus queridas fijas y amantes ocasionales y contrajo matrimonio con Catherine de Romanet, una ciudadana parisina perteneciente a la burguesía adinerada, con la que habría de tener siete hijos. A este matrimonio -celebrado en París el día 1 de junio de 1677, con la presencia de algunas figuras tan destacadas del arte, la cultura, la política y la vida social como el estadista Colbert (1619-1683), el príncipe de Condé (1621-1686) y el duque de Luynes (1620-1690)- siguió, tres meses después, el nombramiento de Racine como “Historiador Oficial del Rey”, título con el que le honraba -junto a su buen amigo Boileau- el propio Luis XIV. A cambio de este honor, el célebre dramaturgo se comprometió a abandonar el cultivo de la escritura teatral, para consagrarse únicamente a sus nuevas labores de historiógrafo, en las que se exhibió la compostura y la adulación propias del perfecto cortesano.

En 1678 vino al mundo Jean-Baptiste, su primer hijo oficialmente reconocido, al que siguió, dos años después, Marie-Catherine, la mayor de sus hijas. Entre ambos nacimientos, Racine había faltado a su propósito de mantenerse alejado del teatro al colaborar con Boileau en la redacción de La caída de Faetón (1679), un libreto operístico que bien puede considerarse como una obra menor. Aquel mismo año, salió indemne de las graves acusaciones de quienes habían hurgado en su pasado para achacarle la muerte de “la Marquise du Parc” y el robo de sus joyas, imputación sin duda originada en la envidia que la privilegiada posición social y económica alcanzada por Racine en la corte provocaba entre sus detractores. Fruto de esta envidiable solvencia -refrendada en 1680 por Luis XIV, al elevar su pensión real hasta las dos mil libras anuales- fue la adquisición, por parte del dramaturgo retirado, de una lujosa mansión en París, tasada en dieciocho mil cuatrocientas libras.

Esa repentina pero madurada búsqueda de la tranquilidad cotidiana y el sosiego interior le condujo también a la reconciliación con sus antiguos maestros y amigos de Port-Royal, así como a la vuelta a la fe jansenista. Cómodamente instalado entre la alta burguesía cortesana -llegó, incluso, en 1690 a ser elevado al rango de gentilhombre ordinario del rey, cargo otorgado en contadas ocasiones a un escritor-, durante los últimos veinte años de su vida asistió al nacimiento y la crianza del resto de su copiosa prole, integrada por cuatro féminas más -Anne (1682), Elisabeth (1684), Françoise (1686) y Madeleine (1688)- y un postrer varón -Louis (1692)- que, muchos años después, habría de escribir la biografía de su célebre progenitor.

Entretanto, Racine siguió escribiendo algunas obras menores que ponían de manifiesto su incapacidad para mantenerse totalmente apartado de la creación dramática. Así, en 1683 recibió diez mil libras de parte del rey, que hubo de repartir con su amigo y colaborador Boileau -con el que ingresó en la Academia de Inscripciones aquel mismo año-, por haber escrito entre ambos una ópera que regocijó a la corte durante la celebración de los carnavales; y dos años después, compuso un Idilio sobre la Paz que, acompañado por la partitura musical del famoso compositor de origen italiano Jean Baptiste Lully (1632-1687), se estrenó en Sceaux en el transcurso de unos festejos que homenajeaban a Luis XIV. Finalmente, tras la publicación de la segunda edición -también en dos volúmenes- de sus Obras completas (1687), quiso complacer los ruegos de Madame de Maintenon (1635-?) -con la que el rey se había casado en secreto a mediados de la década de los años ochenta- y reanudó su actividad como autor dramático, aunque ahora inclinado sólo hacia esos asuntos piadosos a los que era tan afecta dicha dama, célebre por su santurronería.

Seguía, entretanto, desempeñando sus labores de historiógrafo, por las que en 1688 fue gratificado por el monarca con diez mil libras; y, simultáneamente, escribía algunos de los textos teatrales que Madame de Maintenon le había encargado para contribuir con ellos a la educación espiritual de las alumnas del Convento de Saint-Cyr, fundado por la antigua favorita y actual esposa del soberano. Bajo la condición de que en estas obras piadosas “el amor estuviera totalmente desterrado“, Racine aceptó volver al cultivo de la tragedia cambiando bruscamente de registros temáticos, sin que por ello menguara un ápice su inspiración y su maestría en el empleo de los recursos poéticos y dramáticos. Vieron la luz así, sobre el improvisado escenario del Convento de Saint-Cyr, Esther (1689) y Athalie (Atalía, 1691), dos espléndidas obras -sobre todo, la segunda- que testimoniaban ese novedoso, inesperado y radical giro temático en la producción teatral de un Racine que se había desentendido definitivamente de su antigua indagación en las pasiones del alma humana.

Alternaba esta reanudación de su actividad creativa con sus obligaciones como historiador y cronista del rey Luis XIV, que le llevaron a desplazarse con el ejército francés en las campañas de Mons (1691) y Namur (1692), y a redactar lo que en ellas había acontecido (singular valor historiográfico reviste su Relación de lo que sucedió en el asedio de Namur, fechada en aquel mismo año de 1692). Poco después, tras haber vuelto a la poesía lírica para redactar sus Cánticos espirituales (1694), recibió una nueva muestra de la admiración que le seguía profesando la familia real al ser invitado en 1695 por el propio Luis XIV a alojarse en el palacio de Versalles, donde, al año siguiente, ya ejercía como consejero-secretario del soberano. En 1697, después de haber conocido la tercera edición de sus Obras Completas, emprendió la redacción de su famosa Historia de Port-Royal, en la que trabajó hasta el año siguiente, en el que una grave enfermedad le aconsejó dictar testamento y apresurarse a asegurar el futuro de sus hijas. Así, tras abonar a las ursulinas de Melun un pago de tres mil libras en concepto de dote de su hija Anne, asistió, en enero de 1699, a la boda de Marie-Catherine. No pasó de la primavera siguiente, en la que recibió cristiana sepultura -en cumplimiento de una de sus últimas voluntades- en la abadía de Port-Royal des Champs.

Obra

La arraigada educación jansenista de Racine determina, en buena medida, los aspectos temáticos, conceptuales e ideológicos de su producción literaria, marcada por un profundo pesimismo que se origina en una total desconfianza en la naturaleza humana. En efecto, para los jansenistas el hombre nace marcado por su incapacidad para superar sus limitaciones y miserias, y sólo la infinita gracia del Ser Supremo puede ayudarle a abandonar esta insignificancia. Llevada al teatro -y, en concreto, a los viejos dominios genéricos de la tragedia-, esta concepción negativa del ser humano y de todo cuanto le rodea se plasma en su penosa dependencia de la tiranía de las pasiones, y, de forma muy señalada, del sentimiento amoroso; y así, para Racine el amor es esa fuerza trágica por excelencia que salta por encima de la razón, el orden y la voluntad para imponer el caos en la psique y en el espíritu de los personajes, cuyas almas se ven siempre atormentadas por un conflicto único y fatal. Los celos, el odio hacia el ser amado que no muestra un amor recíproco o el deseo de vengar una traición amorosa dan pie, en la pluma de Racine, a una acción lineal cuya intensidad dramática va in crescendo hasta desembocar en un horrible desenlace, con el que el dramaturgo francés se pliega, una vez más, a la teoría teatral aristotélica (en este punto, para alcanzar la perseguida catarsis).

Dicha unidad de acción, que dota a las piezas teatrales de Racine de una extraordinaria sencillez en lo que a su intriga argumental se refiere (pues no hay en ellas más situaciones que las relacionadas con ese apasionado conflicto interior de los protagonistas), encarna a la perfección su escrupuloso cumplimiento de la famosa “regla de las tres unidades”, según la cual en una pieza dramática hay que mantener una unidad de lugar (es decir, que los hechos reflejados sobre la escena estén ubicados en un solo lugar), una unidad de tiempo (generalmente, reducida al término de un día, y en ocasiones limitada incluso entre el amanecer y el anochecer) y una unidad de acción (o, lo que es lo mismo, una única línea argumental, acompañada del menor número posible de historias secundarias).

Cabe destacar, por último, la dimensión lírica de la obra teatral de Jean Racine, quien está considerado como uno de los más grandes poetas de la dramaturgia francesa e, incluso, ha sido visto por una parte considerable de la crítica como un visionario precursor de la “poesía pura”. Los versos alejandrinos que configuran sus tragedias poseen, en efecto, una marcada y exquisita musicalidad, así como una depurada hondura conceptual que, en la línea de esa sobriedad argumental que preside todas sus obras, persigue unos modelos de sencillez y precisión pocas veces alcanzados en la historia universal del teatro.

Andrómaca (1667)

Tragedia en versos alejandrinos, compuesta de cinco actos, cuya acción transcurre “en Butroto, ciudad de Epiro, en una sala del palacio de Pirro“. Éste, hijo de Aquiles, está enamorado de la viuda de Héctor, Andrómaca, que permanece fiel a la memoria de su difunto esposo (la acción comienza tras la guerra de Troya, cuando Andrómaca y su hijo Astianacte son prisioneros de Pirro). Cuando una embajada de griegos encabezada por Orestes quiere matar a Astianacte, Pirro promete a Andrómaca que, a cambio de su amor, protegerá al muchacho. La viuda de Héctor toma, entonces, una trágica decisión: casarse con Pirro para obligar a éste a cumplir su promesa y salvar, así, la vida de su hijo, y suicidarse poco después de la ceremonia, para no traicionar la memoria del difunto Héctor. Entretanto, Hermíone, a quien Pirro había prometido matrimonio antes de caer rendidamente enamorado de Andrómaca, se compromete con Orestes -quien, a su vez, se ha enamorado de ella- con la condición de que éste vengue la afrenta que le ha hecho Pirro dándole muerte antes de que llegue a casarse con su prisionera. Orestes cumple el mandato y, al comunicárselo a Hermíone, provoca que ésta, enloquecida por una rara combinación de amor y celos, se apresure a quitarse la vida sobre el cadáver de Pirro, lo que a su vez da pie a que Orestes pierda la razón, mientras Andrómaca -a salvo de las asechanzas de unos y otros- subleva al pueblo de Epiro contra los griegos.

Británico (1669)

Tragedia en cinco actos y en verso alejandrino, que Racine escribió con la intención de desbancar a Corneille. Agripina, madre de Nerón, y Burro, preceptor del joven, discrepan acerca de las consecuencias que puede traer una violenta acción del futuro emperador: el rapto -por orden suya- de Junia, prometida de su hermanastro Británico. Aunque Agripina duda sobre el auténtico motivo que ha llevado a su hijo a cometer esta injusticia -pues igual puede haberle movido el amor a Junia que el odio hacia Británico-, tiene la certeza de que, sea cuál fuere la causa, este acto de su hijo ha de traer funestas consecuencias; pero Burro, que cree todavía en la bondad de su pupilo, no opina lo mismo. Entretanto, Británico ha conseguido llegar hasta Junia y se ha visto rechazada por ésta, pero no porque ya no le ame, sino debido a las terribles amenazas con que la ha presionado Nerón. Pero la maldad de éste no se ve saciada con esta actuación, por lo que busca la complicidad de Narciso, preceptor de Británico, y consigue envenenar a su hermanastro. La muerte de Británico no surte los efectos planeados por Nerón, pues Junia, en vez de caer en sus brazos, se refugia entre las vírgenes Vestales, mientras comienza un largo período de terror que acaba dando la razón a los funestos presagios de Agripina, y demostrando a Burro el error en que estaba.

Berenice (1670)

Tragedia en versos alejandrinos, compuesta de cinco actos, con la que Racine volvió a desafiar el talento de Corneille. Tito ha prometido a Berenice, reina de Judea, que habrá de casarse con ella, a pesar de que en su fuero interno alberga muchas dudas acerca de la conveniencia de un matrimonio que, como bien sabe, no cuenta con la aprobación del Senado. Ante la necesidad de partir (y a pesar de que ya ha confesado su amor a Berenice), Tito toma la determinación de no cumplir su promesa de matrimonio, y encarga a Antíoco -rey de Carlomagne, que está secretamente enamorado de la reina de Judea- que comunique su decisión a la mujer y la devuelva a sus tierras de Oriente. Antes de emprender este retorno, Berenice logra entrevistarse con Tito y le reprocha el incumplimiento de su palabra, pero el futuro emperador responde que, contra su voluntad, debe plegarse a la voluntad del pueblo romano. Entretanto, Tito es proclamado emperador, en efecto, por el Senado, lo que da pie a la firme decisión de Berenice de quitarse la vida, pues sabe que ya es del todo imposible la unión entre ambos; Tito, por su parte, se apresura a cumplir con sus elevados deberes cívicos, mas no sin anunciar que, si Berenice en verdad se suicida, él hará lo mismo. Por su parte, Antíoco se presenta ante Tito y le comunica que él también ha de matarse si muere Berenice. La reina de Judea, impresionada por la intensidad del amor que manifiestan hacia ella ambos hombres, saca fuerzas de flaqueza para resignarse a seguir viviendo sin haber alcanzado la felicidad. El destino trágico de los tres personajes les ha condenado a idéntica y fatal resignación.

Fedra (1677)

Tragedia en versos alejandrinos, compuesta de cinco actos, que está considerada una de las cotas más elevadas del teatro francés de todos los tiempos. Fedra, esposa de Teseo -quien se ha casado con ella en segunda nupcias- confiesa a su nodriza Enone que está enamorada de Hipólito, hijo habido por Teseo en su primer matrimonio. Con la llegada de unas nuevas que anuncian la muerte de Teseo -quien, al comienzo de la obra, lleva ya seis meses desaparecido-, Fedra se atreve a confesar su pasión a su hijastro, ante el convencimiento de que, en su nueva condición de viuda, el amor que siente por él no puede ser tachado de culpable. No lo estima así el joven, quien se indigna con los sentimientos afectivos su madrastra; pero la repentina aparición de Teseo pone en apuros su integridad, ya que Enone, con objeto de preservar a Fedra de cualquier enojo de su esposo, acusa a Hipólito de albergar un deseo incestuoso hacia Fedra, lo que provoca la ira de Teseo, quien expulsa a su hijo de su casa. A partir de entonces, el amor y los celos librarán una feroz batalla en el alma de Fedra: por un lado, el afecto que sigue profesando a Hipólito y el remordimiento que siente por haber sido la causa de su desgracia le aconsejan confesar a su marido toda la verdad; pero, por otra parte, la noticia de que Hipólito ama con locura a la joven Aricia y es correspondido por ella basta para que los celos la devoren. Mientras este agrio debate tiene lugar en la conciencia de Fedra, Teseo es informado de que Hipólito ha muerto, víctima de esa maldición que él mismo lanzara cuando, engañado, le expulsó de su casa. La nodriza Enone, sabiéndose culpable de tanta desgracia, se arroja al mar y pone fin a su vida, en tanto que Fedra comparece ante su esposo para proclamar en voz alta la inocencia de Hipólito y anunciar, casi simultáneamente, su propia muerte, que se produce de forma inminente ante los ojos de un horrorizado Teseo, pues la heroína ha ingerido un lento pero eficaz veneno poco antes de presentarse ante él.

Atalía (1691)

Compuesta de cinco actos, última de las tragedias que escribió Racine, que fue urdida -como ya se ha anotado más arriba- bajo la condición de excluir cualquier aspecto amoroso de su línea argumental. Cuenta la historia de Joás, el último descendiente de David, que, bajo el nombre de Eliacín, ha sido educado en secreto por Joad, el sumo sacerdote del templo de Jerusalén, y por su esposa Josabet. La reina Atalía, deseosa de acabar con toda la estirpe de David, había ordenado exterminar a todos los hijos de Ocozías; pero Josabet salvó a Joás de la masacre y lo ocultó en el templo, donde, a pesar de que la reina Atalía ha instaurado el culto sacrílego a Baal, sigue respetándose al sumo sacerdote. Sin embargo, la ambición va a provocar el fin de Atalía, pues, ante el rumor que circula sobre la posibilidad de que el tesoro de David se halle oculto en el templo, decide asediar el edificio sagrado (respaldada, además, por otras señales que la inducen a hacerlo, como el haber visto a ese tal Eliacín que es en todo semejante a un joven que se le aparece en un sueño turbador, o el atender a los consejos de Mathan, sacerdote de Baal y partidario de la destrucción del templo). En pleno asedio, Joás es coronado rey y, con la ayuda de Joad, consigue que Atalía entre en el templo, donde, tras ser rodeada de inmediato por los guerreros de la tribu de Leví, asume su derrota y se deja aniquilar sin oponer resistencia.

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