Era frecuente que se quedara sentado en su cama por la mañana, apenas despertaba, durante horas, inmovilizado por el aluvión de ideas que se amontonaban en su mente. Construyó un laboratorio, el primero de Cambridge, en el que realizó todo tipo de experimentos, muchos de ellos francamente estrambóticos. Una vez se insertó una aguja en el reborde orbitario para recorrer con ella el espacio entre el hueso y el ojo, sólo para ver qué pasaba. En otra ocasión se quedó mirando al sol todo el tiempo que pudo para ver qué efectos se producían en su visión.
Dejando de lado estos rasgos estrafalarios, el tipo era un genio. Un genio… estrafalario. Siendo estudiante, irritado por las limitaciones de las matemáticas convencionales, inventó un procedimiento de cálculo que no se lo explicó a nadie hasta más de veinte años después. Algo similar hizo con sus estudios y descubrimientos sobre óptica: formuló la teoría sobre la naturaleza corpuscular de la luz, diseñó el primer telescopio de reflector y sentó las bases de la espectroscopía, pero tardó décadas en compartir los resultados de sus trabajos.
Sin embargo, la ciencia sólo ocupó una parte de sus múltiples intereses. La mitad de su vida de trabajo estuvo dedicada a la alquimia y a extravagantes cuestiones religiosas. Era miembro de una secta, el arrianismo, cuyo dogma principal era la negación la Santísima Trinidad (irónicamente, su “college” de Cambridge era el Trinity). Aprendió hebreo para estudiar mejor los textos originales del templo perdido del rey Salomón en Jerusalén ya que estaba convencido de que ocultaba claves sobre las fechas de la segunda venida de Cristo y del fin del mundo.
John Maynard Keynes compró un baúl con documentos de Newton en una subasta y descubrió que la mayoría de ellos estaban enfocados a la búsqueda alquímica de un método para convertir metales de baja calaña en metales preciosos. En un análisis hecho sobre uno de sus cabellos se detectó mercurio (un elemento que era de mucho interés entre los alquimistas) en una concentración 40 veces superior a lo normal.
En un histórico y prolongado encuentro con el famoso astrónomo inglés Edmund Halley, ante la pregunta de Halley sobre qué curva describía el movimiento de los planetas, Newton contestó con absoluta naturalidad que se trataba de una elipse. Halley preguntó cómo lo sabía, y Newton contestó “porque lo he calculado”. Halley, entusiasmado y sobrecogido, le pidió que le mostrase sus cálculos. Newton los buscó, los buscó… pero no los encontró. Como si alguien hubiera descubierto la cura contra el cáncer, pero no se acordara dónde guardó la fórmula… Ante la insistencia de Halley, Newton accedió a rehacer los cálculos y escribió un artículo notable al respecto.
De hecho, hizo mucho más: se retiró durante dos años, en los que se dedicó a reflexionar y a escribir… y le dio al mundo una obra maestra: “Philosophae Naturalis Principia Mathematica”, más conocido como “Principia”. Durante el resto de su vida lo llenarían de honores y alabanzas, destacándose el hecho de haber sido el primero en Inglaterra en ser nombrado caballero por méritos científicos. Leibniz, rival académico con quien compartió el descubrimiento del cálculo integral, dijo que el aporte de Newton a la matemática era equivalente a todo lo que se había escrito hasta entonces, y Halley dijo de Newton que “ningún mortal puede aproximarse más a los dioses”.
Newton hizo de “Principia” una obra especialmente difícil con toda intención, para que no lo agobiaran con cuestionamientos los que él llamaba “palurdos matemáticos”. No sólo explicaba matemáticamente las órbitas de los cuerpos celestes, sino que identificaba la fuerza de atracción de la gravedad. En la obra se explicaban las tres leyes newtonianas: la inercia, la dinámica del movimiento con la relación entre la fuerza y la aceleración, y la ley de acción y reacción; también se exponía magistralmente la ley de la gravedad, que fue la primera ley realmente “universal” de la naturaleza.
Las leyes de Newton explicaban tantas cosas (las fluctuaciones de las mareas, el movimiento de los planetas, por qué no nos movemos nosotros si nuestro planeta se mueve, etc.) que llevó tiempo asimilar todo lo que significaban. Sin embargo, hubo una revelación que resultó especialmente polémica: la idea de que la Tierra no es del todo redonda. Según Newton, la fuerza centrífuga del movimiento de rotación de la Tierra debería producir un leve encogimiento en los polos y un ensanchamiento en el ecuador, lo que achataría ligeramente el planeta. Eso quería decir que la longitud de un grado del meridiano no sería igual en Italia que en Escocia, por ejemplo, ya que la longitud se reduciría a medida que uno se alejara de los polos. Esto no era una buena noticia para quienes hacían sus mediciones del planeta con el supuesto de que la Tierra era una esfera perfecta… o sea, todos los demás científicos. Otra extraordinaria revelación fue la referida al cálculo de la constante gravitatoria universal, y tras ella la masa terrestre.
Nacido prematuro, su padre murió antes de que él naciera, odió a su padrastro, catedrático en Cambridge antes de los 30 años, consideraba a Dios como “la causa primera de todas las cosas”, y llegó a escribir que el universo era “el aparato sensorial de un ser incorpóreo, vivo e inteligente”. Newton demostró que el libro de la naturaleza se lee con el lenguaje de las matemáticas, y fue considerado como el mayor científico de todos los tiempos, el emblema de la “revolución científica” que emergió en Europa en los siglos XVI y XVII.
Raro, único, diferente, depresivo, paranoico (¿el mercurio habrá tenido algo que ver?), nombrado director de la Casa de la Moneda británica, accionista de una empresa que traficaba esclavos, más amigo de la observación que de la lectura, parlamentario, contrario a Jacobo II, líder, despojado, pero a la vez interesado en el prestigio, de pocos amigos pero muy buen enemigo (Leibniz puede dar fe de ello): Isaac Newton, una de las personas más influyentes de todos los tiempos.