Intimidad de una Pandemia – Parte IX

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Escupir en la calle merecía el arresto. En Filadelfia 60 personas eran arrestadas en un día, a la vez que 300 habitantes morían al día mientras los periódicos anunciaban que lo peor había pasado. Al día siguiente murieron 485 habitantes.

La ciencia no se detenía. Welch había puesto a trabajar a uno de sus más brillantes discípulos, Paul Lewis. Notable investigador, amante del trabajo de laboratorio, Lewis se encontraba abrumado por la presión que las circunstancias ejercían sobre él, forzándolo a dejar el método científico para acortar los tramos de la investigación para llevarse por la intuición.

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La muerte se expandía sobre las ciudades. No había tiempo para velatorios. La gente colocaba crespones en las casas. Negro si eran adultos, blanco para los jóvenes y gris para los ancianos. Las funerarias no tenían lugar para guardar los ataúdes que iban a usar y entonces los guardaban a la intemperie. Pronto se dieron cuenta que no podían dejarlos solos porque la gente los robaba. Al final, en ciudades como Nueva York, los cuerpos eran dejados en la calle envueltos en una sábana como mortaja.

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En algunos lugares remotos del mundo donde sus habitantes no habían estado expuestos al virus de la influenza, la enfermedad se expresaba con extrema virulencia. Entre los esquimales, los habitantes de pueblos africanos ó en las paradisíacas islas del Pacífico la tasa de mortalidad era superior al 20%. De allí la discrepancia en la cifra de muertes. Los datos más conservadores hablan de 17 millones, pero hay evidencia para suponer que el número eran entre 50 y 100 millones de occisos.

Las formas clínicas eran confusas. En las zonas tropicales se la confundía con el dengue, la enfermedad rompe huesos. Algunos tenían sintomatología neurológica. Curiosamente Harvey Cushing, quien sería uno de los grandes neurocirujanos del siglo XX, mientras prestaba servicio en Francia padeció una parestesia de la que no se recuperó del todo.

Algunos casos parecían fiebre tifoidea o cólera o diarrea. La fuerte tos ocasionaba ruptura en el pulmón y el aire pasaba al subcutáneo produciendo lo que se conoce como enfisema. Otros tenían otitis media y la mayor parte padecía severos dolores de cabeza que algunos confundían con meningitis. Otros escupían sangre (epistaxis) abriendo la sospecha de tuberculosis, una enfermedad muy difundida en ese tiempo.

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Finalmente la postración sumía al paciente en un estado de melancolía e insania con tendencia al suicidio. En 1918 murieron de influenza tantos soldados como en toda la guerra de Vietnam (250.000) y entre los civiles la cifra fue 15 veces mayor.

Para vencer a la llamada gripe española, era necesario conocer la epidemiología, en segundo lugar la patología y en tercer lugar como actuaba el virus sobre el cuerpo. Todo esto se fue aprendiendo sobre la marcha.

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