Si bien el tiempo transcurrido en prisión fue corto, Don Miguel de Cervantes debe haber recordado los cinco años que pasó cautivo en Argel, rescatado gracias al pago de 500 ducados que los monjes trinitarios lograron reunir.
En reconocimiento a los favores concedidos por esta Orden, Don Miguel decidió dejar su cuerpo al cuidado de los franciscanos terciarios, después de entregar su alma al Señor. Por esta razón fue enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas (Templo de San Ildefonso y San Juan de la Mata), muy cerca de su residencia madrileña.
Era costumbre que el cuerpo fuese amortajado con un sayal y a cara descubierta, como lo consigna Francisco de Urbina en el epitafio que escribiera: “A Miguel de Cervantes, insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos, a quién llevaron los terceros de San Francisco a enterrar con la cara descubierta, como tercero que era”.
Tan poco conocido era Don Miguel, que su cuerpo se extravió a poco de ser enterrado, y aunque todos supiesen que había sido inhumando en tan célebre convento, nadie podía decir a ciencia cierta, en qué lugar de los 3.000 metros cuadrados de dicho monasterio estaba el afamado escritor, soldado y contable. Por 400 años sus restos fueron objeto de especulaciones, hasta que Luís Avial utilizó sus conocimientos de georradarista para localizar los muchos ataúdes dispersos por dicho convento. La idea era anunciar el hallazgo de los restos del autor como un atrasado homenaje, después de cuatro siglos de anónima sepultura. El encargado de estos estudios fue el Dr. Francisco Etxeberría.
En una hornacina ubicada a la izquierda de la entrada, que pasó a conocerse como Reducción 32, se hallaron 16 cuerpos, entre los que se sospecha podría hallarse Don Miguel y su esposa Catalina de Zalazar y Palacio, enterrada 10 años después del fallecimiento de su marido.
El entusiasmo inicial (que llevó a consignar un error ortográfico en la placa que se colocó en dicho convento) fue mermando, ya que no se dispone de ADN con quien comparar los restos del autor. A tal fin, se está buscando a su tío, Don Andrés de Cervantes, alcalde de la ciudad de Cabra (Córdoba, España), supuestamente enterrado en la ermita local y al abuelo de Don Miguel, un barbero sangrador, enterrado en un antiguo monasterio de Jesús Crucificado. La coincidencia entre el ADN del tío y el abuelo con los restos de un hombre de más de 60 años, en dicha Reducción 32, marcaría el parentesco y confirmaría la sospecha de identidad. Sin embargo, la falta de coincidencia de la prueba de ADN, no descartaría que los restos hallados en las Trinitarias sean los de Cervantes.
Por esa inconsistencia de las conductas humanas, que tan bien describe Don Miguel en sus libros, donde abundan los maridos celosos, las mujeres altivas e independientes (como las de sus “Entremeses”, y el “El juez de los divorcios”) no solo expresa sus dudas sobre fidelidades y lealtad, sino que la experimentó en carne propia, ya que a Don Miguel se le conoce, por lo menos una descendencia bastarda, llamada Isabel Rodríguez, hija de Ana Villafranca de Rojas, casada con un tabernero… No es la intención del que suscribe echar dudas sobre las virtudes de las mujeres de la familia Cervantina, sino señalar las sospechas y hesitaciones que ocasionan estos estudios genéticos.
La Real Academia, por su lado, decidió homenajear los restos de este gran hombre de letras, soldado valiente, luchador incasable, mal esposo y padre ausente, quien también fue un esclavo combativo y un prisionero inquieto que conoció alegrías, sufrió desventuras, y escribió los textos más conocidos de la literatura castellana, donde nos entrega una perspectiva entre escéptica y risueña de la vida.
Como nos recuerda la Real Academia en la placa que hizo colocar en la Trinitarias, “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”. Este hermoso texto que se vio algo opacado en este homenaje, pertenece al libro “Los trabajos de Persiles y Segismunda” como quedó consignado en el mármol, aunque para Don Miguel se tratase de Sigismunda (con i). Este es uno de los muchos errores en los que solemos incurrir cuando citamos al Manco de Lepanto, al que no le faltaba un brazo, sino que este le quedó tullido por una desafortunada herida durante la célebre batalla.