Su dios era Rafael. Sentía devoción y una fascinación irrefrenable por el maestro italiano. A su vez, él se convirtió en el dios de las vanguardias, con devotos como Picasso, Dalí, Man Ray y Picabia adorándolo por la radicalidad e independencia de su lenguaje pictórico. Jean-Auguste Dominique Ingres buscó incansablemente la perfección, la belleza ideal. Y a los 82 años logró al fin alcanzarla: la atrapó en un mítico lienzo, que es su testamento artístico: “El baño turco” (1862), un cuadro en el que trabajó toda su vida. Una maravillosa sinfonía musical de curvas, luz y color, explica Vincent Pomarède, máximo especialista del maestro francés del XIX, en la que Jean Auguste Dominique Ingres destruye y reconstruye la forma a través de todos los estados del desnudo femenino.
Cambió el formato cuadrado original por un tondo (obra circular) para enfatizar el voyeurismo. En el centro de la imagen, un desnudo de espaldas que obsesionó a Ingres toda su carrera. Es la bañista de Valpinçon, que pintó por primera vez en 1808 y que repitió una y otra vez en innumerables composiciones. Nunca una espalda trajo tan de cabeza a la Historia del Arte: Man Ray le rindió homenaje en “Le Violon d’Ingres” con su musa, Kiki de Montparnasse, luciendo espina dorsal. Y Picasso, que descubrió “El baño turco” en el Salón de París de 1905, tuvo al verlo una revelación: dos años más tarde nacía “Las señoritas de Aviñón”… y el arte moderno.
¿Por qué es Ingres un mito en la Historia del Arte? Pese a su formación académica, primero con su padre y luego en el taller de Jacques-Louis David, su fascinación por la Antigüedad grecolatina y el aire neoclásico, realista y romántico que exhala su pintura, supo renovar y modernizar géneros tradicionales como el retrato, el desnudo y la pintura de historia con una audacia que le ha llevado a ser una figura cumbre de la pintura europea del XIX.
Detestaba hacer retratos pero, paradójicamente, fueron los que le dieron fama universal. Posaron para él amigos como Jean-François Gilibert; familiares como su esposa, Madeleine; colegas como el pintor François-Marius Granet; lo más granado de la alta sociedad francesa (Madame Rivière)… y hasta el mismísimo Napoleón, presente en dos soberbios retratos: uno como primer cónsul y, el segundo, ya como emperador, sentado en su trono y rodeado de toda la iconografía imperial. No cabe en este majestuoso lienzo un símbolo de poder más. Cedido por el Louvre al Museo del Ejército, es un tesoro de Francia, país que en estos momentos tan duros recurre a la grandeur de su Historia y al orgullo galo, Marsellesa incluida.
Fue el desnudo donde esa renovación fue más evidente. Ingres creó melodías a través del cuerpo femenino. Lo hizo en su “Gran Odalisca”, donde inventa formas, posturas… Cada centímetro cuadrado de este lienzo, que supuso un escándalo en la época, destila sensualidad y erotismo. A su lado, una versión en grisalla y un precioso dibujo.
Ingres fue un dibujante excepcional. “Si Dios fuera pintor -escribió Degas-, tendría sin duda el genio de Leonardo, la dulzura de Rafael, la fuerza de Miguel Ángel o el color de Delacroix. Pero lo que es seguro es que tendría el dibujo de Ingres”.