Hombres de bronce, de carne y de hueso: Manías y rarezas de los próceres argentinos

Rosas: bromista, burlón y un gran conocedor del alma humana.

Era don Juan Manuel de Rosas, Brigadier General, Gobernador de la provincia de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores, y con la Suma del Poder Público, tal vez el hombre que más poder ha detentado en América. Se trataba de un individuo singular, una personalidad apasionante que, acaso, junto a la de Sarmiento, Roca y Perón, han constituido los tipos más ricos en anécdotas que nos ha brindado nuestra historia.

Fue un hombre de estado, que más allá de nuestro juicio acerca de su gobierno, estuvo más de veinte años al frente de la cosa pública y debió sortear conflictos con las potencias más poderosas de aquellos tiempos. Sin embargo, a la vez que se ocupaba de esos menesteres, disfrutaba gastando las bromas más pesadas a sus allegados.

Era tan travieso, que hasta su casamiento con doña Encarnación Ezcurra fue producto de una travesura. Veamos. Se hallaba de novio con quien luego sería su esposa, si bien ambos provenían de buenas e ilustres familias, la madre de Rosas, mujer autoritaria, se oponía a la boda por considerarlos muy jóvenes. De tal manera, Juan Manuel ideó una treta: se hizo enviar por su novia una carta en la cual ella afirmaba estar encinta y él a propósito dejó la carta abierta sobre su cama para que su madre la leyera. Dicho y hecho, doña Agustina Lopez Osornio de Ortiz de Rozas, leyó la carta y conminó a su hijo a que se hiciera cargo de sus responsabilidades y se casara con su novia. De más está decir que todo era una farsa y Encarnación había sabido guardar su virtud.

Había hecho construir su residencia a orillas de los lagos de Palermo, en un entorno paradisíaco, con bosques que rodeaban su casa y hasta una embarcación poseía, convenientemente pintada de rojo punzó. La cual era utilizada para invitar amablemente a amistades y visitantes a navegar por el lago; reuniones donde brillaba especialmente el encanto y la delicadeza de su hija Manuelita. En dicha mansión gustaba el “Restaurador de las leyes” de despachar sus asuntos de estado.

Si bien nuestro hombre protagonizó un momento de la historia realmente conservador en todo lo que tuviese que ver con lo sexual, sus bromas no respetaban tabú alguno.

En una oportunidad, había recibido la visita de un grupo de damas de la sociedad porteña, y se encontraba allí el anciano Obispo de la ciudad de Buenos Aires, Monseñor Medrano. Había salido el grupo a dar un paseo en una volanta, y al regresar cuando una de las señoras bajaba del carruaje, don Juan Manuel deslizó su mano por debajo del vestido de una de las damas y acercando luego sus dedos a la nariz del Obispo le dijo sonriendo: “Huela su ilustrísima, que no debe estar acostumbrado a oler estas fragancias”.

Según un observador inglés, en la residencia del Gobernador, todavía se conservaban costumbres medievales. En efecto, toda persona que se encontrase allí a la hora de la comida, era invitada a compartir la mesa; mesa a la cual, por lo común el Gobernador no hacía el honor de asistir, pues solía cenar a las cuatro de la mañana. Pero en ocasiones, con gran contento de los visitantes, el gran hombre se hacía ver por el salón comedor y disfrutaba de las gracias y mojigangas de algunos bufones que amenizaban el momento. Los famosos “locos de Rosas” han sido motivo de interminables comentarios de cronistas e historiadores.

Además de divertirse con las diabluras y travesuras de sus bufones, que, como dije, todos invariablemente adolecían de deficiencias mentales, el Restaurador los utilizaba para, a través de ellos ridiculizar a personajes más o menos célebres o incluso a algunos enemigos. Sin embargo con el General Tomás de Iriarte, las bufonadas de estos personajes no tuvieron una acogida favorable, pues dejó a uno de ellos sentado en el suelo de una sonora bofetada. Según el mismo General Iriarte, afirma en sus memorias “´El (Rosas) sabía con quien jugarse, y yo no era hombre sufrido”.

Además gustaba nuestro hombre de divertirse a costa de sus locos, no siempre de una manera amable.

En efecto, disfrutaba el señor Brigadier martirizando a estos pobres infelices. A uno de ellos, al cual llamaba “Don Eusebio de la Federación”, un mulato, al cual le gustaba darle el tratamiento de “Su Excelencia”, le hacía introducir aire con un fuelle por el ano, con lo cual al pobre desgraciado se le llenaban de aire los intestinos, y luego mandaba a alguien a sentarse sobre el estómago del pobre desdichado, con las consecuencias fáciles de imaginar. En otras ocasiones, según cronistas de la época (circunstancia coincidentemente señalada por varios), le hacía arrancar los pelos del periné con una pinza.

A otro de los locos, también mulato, le llamaba “Padre Vigüá”. En una ocasión, habiendo descubierto que Vigüá se había comido una caja de dulces que se hallaba sobre la mesa de trabajo de don Juan Manuel, lo mandó llamar y le preguntó: “Padre ¿por qué se ha comido el dulce?” a la vez que sonreía. El loco sabía que cuando su amo sonreía, nada bueno se avecinaba. La penitencia fue atroz. Hizo que lo desnudaran y mandó que fuese estaqueado sobre un hormiguero de hormigas coloradas. Entonces ordenó que le desataran las manos y obligó al bufón a comerse doce libras de dulce, prometiendo desatarlo en cuanto acabara de comer.

Estando en campaña, según refiere en sus memorias el General Tomás de Iriarte, no perdía la costumbre de gastar bromas pesadas. Veamos el relato que hace dicho militar: “…El campamento estaba establecido sobre un vizcacheral de gran extensión, aún de día era necesario marchar con gran precaución para no caer en alguna cueva con riesgo de romperse una pierna.

Rosas hacía gala de atravesarlo a escape durante la noche, y como tenía que pasar precisamente al lado de mi carretón, presencié muchas veces las rodadas de las personas de su séquito: él rodaba también pero siempre salió parado, porque en aquel tiempo se consideraba que Rosas era el hombre más de a caballo de toda la provincia.” (“MEMORIAS” Tomás de Iriarte).

Era un hombre el célebre dictador al cual se le temía. Sin embargo, de manera insólita era capaz de actos piadosos en los momentos más inesperados. Regresa a Buenos Aires, uno de sus enemigos más encarnizados, el General Lamadrid, de quien, aunque parezca insólito, era compadre. Regresa decimos, a Buenos Aires y va a visitarlo una y otra vez sin lograr que el Gobernador lo reciba, con lo cual concluye que Rosas se encuentra muy disgustado con él. Desalentado, Lamadrid se dedica al oficio de panadero para ganar el sustento para su familia. Un buen día se entera que el Restaurador ha ido a pasear al lago de Palermo y allá decide marchar para encontrarlo, fundamentalmente para tranquilizar a su propia esposa que vivía atemorizada por la seguridad de Lamadrid. Lo encuentra y al verlo, Rosas le ofrece la mano sonriente, le pregunta “por la comadre” y lo invita amablemente “Vamos compadre a tomar (textual) un asado a la sombra de los sauces”. Departen ambos cordialmente, y a la caída del sol cuando el unitario Lamadrid resuelve volver a su casa encuentra a su caballo “adornado” con una testera y una colera punzó, color que distinguía a los federales…Un tiempo después sin carta alguna, recibe Lamadrid, de parte del Gobernador, que sin dudas conocía sus estrecheces, un sobre con doce mil pesos.

Refiere el Coronel César Díaz, que el mismo día de la batalla de Caseros, estando de parlamento con Rosas aparece un gaucho con un hermoso caballo a traer un mensaje. Rosas luego de alabarle la cabalgadura le pide las boleadoras, mide las mismas abriendo sus brazos en cruz; y ordena al hombre a que galope frente a él…y haciendo un magnífico tiro de bolas hace rodar al caballo. “Todavía me acuerdo cómo se hace” dice Rosas y se separa del Coronel Díaz. Fue la última vez que Díaz lo vio.

Luego de la batalla, el dictador se marcharía a Inglaterra para no regresar.

Algunos historiadores refieren que al entrar Urquiza en la ciudad de Buenos Aires, luego de la victoria de Caseros, se encontró con una ciudad colorada, pues casi todos los portales se hallaban pintados de ese color, que era el de los federales. También estaba prohibida la barba en “U”, los caballeros debían lucir las patillas “federales”; y también Rosas había impedido prácticamente el color verde por ser “brasilero”, y el celeste por ser unitario. Las damas debían lucir un gran moño rojo en su cabeza, y a las unitarias, el grupo parapolicial denominado Sociedad Popular Restauradora, que ha pasado a la posteridad conocida como La Mazorca, se los pegaba con brea a los cabellos.

Era Rosas un obsesivo por el orden. Había establecido un riguroso reglamento en sus campos, en los cuales estipulaba hasta la manera de llevar las boleadoras y el cuchillo. Nada se hacía ni se despachaba durante su gobierno sin su aprobación personal, por eso sus jornadas de trabajo eran agotadoras. Por otra parte, sus tremendas contradicciones se manifiestan en lo siguiente: de joven se había ido revelando como un hábil y diligente administrador de campos, y luego de la caída de su gobierno debió exilarse en Inglaterra, sin haber tomado la más mínima precaución, en cuanto a su porvenir ni tomar en cuenta la eventualidad de su caída antes de la batalla de Caseros. Debió marchar a Southampton prácticamente con lo puesto, lo cual hizo que debiera trabajar todos los días de su vida para poder vivir, hasta prácticamente los ochenta años. Mientras todas sus estancias fueron confiscadas, en una medida, y esto hay que reconocerlo, absolutamente arbitraria e injusta, pues con todos sus defectos como gobernante, fue un hombre honrado a carta cabal.

Su cuñado, el General Mansilla asegura que en una oportunidad le había dicho, que había que comprar alhajas de oro, para que las mujeres pudiesen transportarlas fácilmente entre las ropas. ¿Pensaría con esto asegurar su futuro en un eventual exilio?

Vivió Rosas ochenta y cuatro años, de los cuales veintiséis pasó en Inglaterra, en el exilio, viviendo malamente, sufriendo mil privaciones y soportando angustias económicas. Se dedicó al oficio de granjero, arrendó un campo de aproximadamente sesenta hectáreas en Southampton e hizo construir una mini-estancia con una casa de techo de pajas como si estuviera en la campaña de Buenos Aires. Se quejaba amargamente cuando alguien lo visitaba de la ingratitud de sus paisanos. Jamás volvió a ser el que era, y el antiguo bromista le dio paso al estoico. Era invitado y frecuentaba la amistad de Lord Palmerston, quien fuera Primer Ministro de la reina Victoria; y en algún momento lamentó no retribuir las invitaciones de aquél, debido a la estrechez en que vivía. “Me he comido todas las gallinas, y ayer me he desprendido de la última de mis tres vacas” le escribe con pesar a Manuelita, ya en su vejez. Jamás echó mano a otro recurso que no fuese su trabajo personal para superar la pobreza a la que quedó reducido. ¡Tres vacas! Tan luego él, que había forjado su fortuna junto a sus primos, los Anchorena, y que allá en sus años de mozo, había sabido ser garante con hacienda propia de un tratado firmado entre Buenos Aires y Santa Fe. ¡Tres vacas!

 

SARMIENTO: Don “Yo”, el loco más genial de la historia argentina.

Existían antecedentes de maníacos en su familia. Su padre, don Clemente, en tiempos de la revolución de mayo, habría vivido presa de una manía que lo hacía salir a la calle dando vivas a la “madre patria”, en realidad lo que el buen hombre deseaba expresar era “la patria”; y no faltó el bromista en San Juan, que le endilgara el apodo de “el madre patria” a don Clemente Sarmiento. Incluso el bueno de don Clemente fue arrestado, pensando la policía que se refería a España al dar vivas a la madre patria.

Gustaba Sarmiento de dar a conocer, aunque de pobre familia, su ilustre prosapia. En efecto, se hallaba emparentado con los Oro, los Mallea y los Albarracín. Don Fermín Mallea, un tío suyo había perdido la razón y pasaba todos los días sacando cuentas imaginarias en el aire, con el dedo. Por el lado de los Oro, también había algunos alienados. Incluso su tío y mentor, don José de Oro, tenía actitudes un tanto extrañas. Sarmiento mismo lo dice: “…tenía rarezas de carácter que, a veces por disculpar sus actos, se achacaba a la locura de familia las extravagancias de su juventud.”. Y él algo de su tío había heredado. “…su alma entera transmigró a la mía, y en San Juan mi familia, al verme abandonar a raptos de entusiasmo, decía: ahí está don José Oro hablando…” (SARMIENTO, “Recuerdos de Provincia”).

Cuando tenía veinticinco años, mientras trabajaba en las minas de Copiapó, en Chile, existe un suceso en su vida que resulta llamativo. Su biógrafo Guerra, sin dar mayores detalles nos cuenta que sufrió una grave afección cerebral, y que sus amigos pensaban que podía morir o perder la razón; razón por la cual se permitió su regreso a San Juan, en donde se restableció. Nerio Rojas, autor del libro “Psicología de Sarmiento” especula que puede haberse debido el suceso a una fiebre tifoidea sufrida por el sanjuanino. Según Lugones, de aquel tiempo parece que le quedó endilgado el sobrenombre de “loco”.

Otro de los rasgos salientes de su personalidad, y esto no es un secreto, parece haber sido su vanidad. Una caricatura de “El Mosquito” nos muestra a Sarmiento con el título de Don Yo.

Las anécdotas son innumerables. Ya viejo, se había quedado prácticamente sordo, y asistía a las sesiones del Senado con una especie de bocina o cornetín que se colocaba en el oído para escuchar. Unos jóvenes, burlándose de su vejez y sordera hicieron un comentario que él advirtió, entonces les dijo “Jovencitos sepan que yo he venido aquí a que me escuchen, no a escuchar”.

Es muy conocido el incidente que mantuvo con una dama en oportunidad de dar una conferencia. Al referirse a Shakespeare, habría Sarmiento pronunciado el nombre del genial dramaturgo tal como se escribe, entonces una señora se permitió corregirlo. “Habrá querido decir shécspir (textual) señor Sarmiento”; lo cual provocó que continuara dando toda la conferencia en inglés, idioma que manejaba a la perfección. Él defendía la idea de que debía pronunciarse tal como se escribía.

Su vanidad le hizo otorgarse, casi él mismo, el grado de General de Ejército, cuando en realidad jamás comandó tropa alguna. Le hubiese gustado, pero era un hombre profundamente civil. De todas formas, valor no le faltaba, todo lo contrario, pero carecía de disciplina para ser militar. Y también sabía admirar. Admiraba sin tapujos al General José María Paz, tal vez el mejor táctico que ha tenido nuestro ejército.

Esa misma vanidad le hizo escribir hasta los detalles más nimios de su vida cotidiana. Nadie como él se encuentra presente en sus propios escritos.

Sarmiento en realidad carecía de formación académica. Jamás había asistido a lo que hoy llamamos colegio secundario. Si alguna vez tuvo un maestro, fue su tío de Oro, luego todo se lo debe a sí mismo. Dueño de un tesón y una fuerza de voluntad como ningún otro personaje de nuestra historia, aprende varios idiomas sin profesor que lo guíe, sólo con la ayuda de algún diccionario. El italiano lo aprende solo, en San Juan en 1.837; redactando El Mercurio en Chile se familiariza con el portugués “que no requiere aprenderse” según su propia confesión. En París se encierra con una gramática y un diccionario quince días y traduce seis páginas de alemán. Con respecto al inglés, destinaba la mitad de su sueldo en Chile para pagarse un profesor, y pagaba al sereno de su barrio para que lo despertase a las dos de la mañana a fin de poder estudiar antes de irse a trabajar. Así llegó a traducir la colección completa de Sir Walter Scott.

En ocasiones, era presa de un frenesí de actividad que era imposible controlar. Cuando redactaba un diario, mandaba por día tres o cuatro editoriales, y era común pasar la noche en vela escribiendo. Estando en Yungay en 1.852, luego de su rompimiento con Urquiza, le escribe a Mitre: “Rasguño la silla en que estoy sentado, tallo la mesa con el cortaplumas, y me sorprendo mordiéndome las uñas…” Se hallaba sometido a una inactividad enervante.

De la misma manera, había períodos en los cuales caía presa de la más honda melancolía. ¿Sería lo que hoy llamamos un bipolar?

Era desordenado y abordaba los temas más insólitos, desde una comparación de Rosas con Felipe II, a un estudio sobre el ave “la chuña”. Según Augusto Belin Sarmiento, uno de sus biógrafos, tenía una memoria prodigiosa y era capaz de citar con exactitud, página y párrafos incluidos, un escrito de un libro de seiscientas páginas.

Era extremadamente impulsivo y aunque parezca mentira, muchas veces escribía o hablaba presa de la irreflexión. De allí provienen sus frases poco felices “no ahorre sangre de gauchos” o el aplauso público de la ejecución del Chacho en Olta; o el consejo acerca de lo que debía hacerse con Urquiza luego de la victoria de Pavón: “La horca o Southampton”.

Sus impulsos no rehuían la lucha física. A cierto Coronel de apellido Mur, le había prometido en Chile “cruzarle la cara a chicotazos”, algunos años después lo encuentra en Buenos Aires, en la calle Cangallo, frente al Teatro Argentino, y le azota la cara con un rebenque.

¿Era un hombre triste?

No lo creemos. Su espontaneidad no dejaba de lado el humor, como cierta vez, que siendo Presidente hace desternillar de risas a sus ministros leyéndoles un escrito suyo, y al concluir se pone serio y les dice: “Era sólo para despuntar el vicio”. Cuando visitaba escuelas, no había nadie más bromista que él con los chicos.

En ocasiones padecía de cierto delirio de persecución, suponía a los demás complotados en su contra.

Fue, por sobre todas las cosas, un hombre de una fuerza poderosa. Sin escuela llegó a ser Doctor Honoris Causa de una Universidad Norteamericana, a aprender cinco idiomas. Sin partido político ni ejército llegó a Presidente del país.

Un hombre de una locura genial.

 

JOSÉ FELIX ALDAO: El fraile General

Hace poco, la película “Revolución” protagonizada por Rodrigo de la Serna, en el papel del General San Martín, nos muestra una imagen absolutamente deformada del Fray Aldao. La imagen física no tiene nada que ver en cómo era en realidad. En el film vemos a un sujeto redondeado, más bien torpe, cuando en verdad era un hombre de rostro duro, afilado, con patilla unida al bigote, bien parecido.

Este hombre, que era un sacerdote, fue famoso por su crueldad. Acompañó al Ejército de Los Andes en la campaña de Chile, y en el combate de Guardia Vieja, no pudiendo dominar su naturaleza violenta, dejó de lado sus deberes espirituales y tomando un sable comenzó a sablear españoles de manera feroz. Luego, a instancias del General Las Heras, continuó combatiendo en otras batallas de dicha campaña.

En nuestras guerras civiles combatió del lado federal, llegando a ser, tal vez, el lugarteniente más importante de Facundo. Incluso llegó a ser gobernador de Mendoza. En oportunidad de llevarse a cabo la Batalla del Pilar muy cerca de la capital mendocina, Aldao, al conocer la muerte de su hermano a manos de los unitarios (le habían disparado en el rostro), ordenó la ejecución de más de cien oficiales del bando contrario. En dichos fusilamientos perdió la vida Francisco Narciso de Laprida, quien fuera Presidente del Congreso de Tucumán, incluso Sarmiento alcanzó a huir a tiempo.

Sarmiento escribiría una biografía de él, donde lo describe como un hombre sumamente cruel y desalmado. Según algunos historiadores Sarmiento afirmaba que había llegado a castrar prisioneros.

Hizo fusilar al General Acha y luego ordenó cortar la cabeza del mártir y exponerla en lo alto de una pica. Acha lo había vencido un tiempo antes en la Batalla de Angaco, encuentro legendario, reputado como el más sangriento de nuestras guerras civiles. Algunas crónicas refieren casos curiosos: algunos oficiales de desafiaban a duelo en medio de la batalla y se batían allí mismo.

El Fraile General comenzó a enloquecer y paulatinamente fue tornándose en un alcohólico contumaz.

Aldao fue tomado prisionero por Lamadrid, luego de la batalla de Oncativo, en Córdoba. Resulta muy interesante el relato de los hechos que nos hace el mismo Lamadrid en sus Memorias: “Cuando yo me dirigí a los dos hombres de la escolta de Quiroga, que mandé lancear, mi fuerza pasó en la persecución de la caballería enemiga, y a las dos o tres cuadras de haberme yo separado, conoce mi ya referido soldado al General Aldao (había sido prisionero suyo poco tiempo antes) y embístelo con su lanza gritando “¡Aquí está el fraile Aldao!” y le tira una lanceada.

El fraile, que iba borracho, y probablemente con la cincha floja, tiéndase sobre un costado del caballo para huír de la lanceada, y el recado se le da vuelta, y cae (…)

El General Aldao fue mandado a la plaza de Córdoba y el Coronel don Hilarión Plaza, mendocino, que lo conducía, parece que lo hizo entrar montado en un burro y fue bastantemente burlado por la chusma. Algo más necesitaba un apóstata que tantas carnicerías había practicado en Mendoza…”

Pero los crímenes de este personaje no terminaron allí, luego de la batalla de Rodeo del Medio en Mendoza, fue responsable de ejecutar a todos los soldados vencidos que huían luego de la derrota del bando unitario en dicho enfrentamiento.

Aproximadamente dos años antes de morir, le apareció una protuberancia en la frente al Fraile, la cual fue creciendo y se tornó cada vez más dolorosa. Fue operado el tumor sin anestesia, extirpándoselo y sacando parte del hueso que se hallaba comprometido; con el sufrimiento espantoso del paciente que el lector imaginará. Finalmente, luego de un tiempo, y en medio de horribles dolores expiró, haciendo constar en su testamento que deseaba ser sepultado con el hábito de monje dominico y el uniforme de general, uno sobre otro.

 

De cábalas, cabuleros, supersticiones y supersticiosos

El mismo Fray Aldao, a quien acabamos de referirnos, encontraba de muy mal augurio perder el rebenque antes de la batalla, por ello lo cuidaba tanto o más que a su caballo o a su espada.

El poeta Juan Crisóstomo Lafinur no podía observar un espacio vacío, ni pasar por un puente alto, ni subir a una torre sin caer presa del pánico, pues el pobre hombre sufría de tremendos vértigos.

El General Juan Facundo Quiroga no salía de su casa, ni se presentaba en batalla los días trece. Además era muy conocida la afición enfermiza que sentía, una verdadera adicción en realidad, por todo juego de azar. Solía montar un famoso caballo moro, del cual el General aseguraba que el animal le hablaba antes de las batallas. En una batalla contra el General Paz tuvo la desgracia de perderlo y fue a caer en manos del Brigadier López, que jamás se lo devolvió, no obstante interceder el mismísimo Juan Manuel de Rosas para ello. Quiroga y López jamás simpatizaron. A tal punto que el General Paz en sus memorias acusa a López del asesinato del Tigre de los Llanos en Barranca Yaco.

 

 

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