Bernardo Aranda: «Elvis paraguayo»

La madrugada del 1 de septiembre de 1959 una explosión despertó a los vecinos del Barrio Obrero de Asunción (Paraguay). Le siguió el hallazgo del cadáver carbonizado del joven y popular locutor Bernardo Aranda, estrella de Radio Comuneros, de 26 años. Había cenado en el bar Carioca, horas antes de volver a su departamento, que quedaba cerca, y que a las dos de la mañana fue devorado por las llamas.

Aquella desgracia, por maléfica inspiración, dio lugar a otras: dirigida desde el poder, se inició una funcional pesadilla; su instigador fue el gobierno, su arma visible fue la prensa, y su cómplice, la sociedad entera. Aunque el hecho nunca fue esclarecido, la policía detuvo a más de 100 supuestos sospechosos cuyos nombres fueron publicados, lo cual significó, en la Asunción de entonces, su muerte social. El diario El País publicó el 12 de septiembre que la policía estaba investigando a “108 personas de dudosa conducta moral”. El número 108 designa desde entonces en Paraguay a los homosexuales.

Aranda era joven, apuesto, alegre, elegante, gran bailarín, amante del rock y pionero de su difusión en el Paraguay de los años 50, y frecuentaba, invitado a menudo como animador y cantante, grandes fiestas privadas. Primero se pensó en un accidente y luego en un suicidio, pero a falta de pruebas que pudieran confirmar estas explicaciones se recurrió a la hipótesis del crimen pasional.

La posibilidad, para el gobierno, de utilizar este crimen en su beneficio terminó de hacerse visible al intervenir como factor la homosexualidad. La búsqueda del homicida cedió paso a la identificación de causas supuestamente más profundas del crimen. De la necesidad de hacer justicia póstuma a la víctima, el énfasis pasó a la necesidad de contrarrestar posibles amenazas a la sociedad en su conjunto. La prensa fue clave para señalarlas: vicios foráneos, ideas importadas, costumbres extranjeras, rebeldías generacionales, discusiones del modelo patriarcal de familia. Fueron particularmente útiles cuatro medios: los periódicos El País -muy próximo al gobierno-, La Tribuna y El Independiente, y la revista Ñandé. Difundida en esas páginas, la investigación policial del caso cuajó en modelo que se generalizaría con el tiempo como esquema represivo listo a implementarse ante cualquier cuestionamiento al régimen.

El asesinato de Bernardo Aranda no podría haber sido más oportuno para el gobierno, que tras la huelga general de 1958, las revueltas estudiantiles violentamente reprimidas de mayo y las manifestaciones organizadas en junio y julio por los opositores, además de la recesión económica, atravesaba un momento difícil. La búsqueda de un homicida se configuró como estrategia para deshacerse de opositores reales o potenciales, y la prensa cumplió su papel intimidatorio: “La amoralidad que llegó a echar raíces en nuestra tierra será reprimida hasta su extirpación”, decía El País en su edición del 19 de septiembre. Desde todos los espacios de formación de consenso social se desarrolló el proceso de construcción de un modelo de ciudadano diseñado para facilitar su dominio y manipulación, y de un modelo de “amoral” concebido para justificar su represión. La nota “Delincuencia juvenil” publicada en El País el 7 de noviembre, recomiendo impulsar “nuestra música nativa”, pues “Con esas medidas, habrá menos rock and Roll y calipsos que con su sensibles ritmos hagan olvidar a nuestra juventud la moderación social y los frenos morales que predominan en los espíritus equilibrados y bien dotados”. El 13 de octubre de 1953 fueron repartidos por toda la ciudad de Asunción volantes, firmado por el Comité de Padres por el Saneamiento de amorales”. Listas negras y delación se volvieron con el tiempo práctica social generalizada y método de gobierno.

La burla gráfica como arma contra enemigos externos o internos supuestos o reales tenía en Paraguay el precedente de las caricaturas de adversarios con rasgos zoomorfos publicadas en Cabichui y El Centinela durante la Guerra contra la Triple Alianza. Cuando se perpetró el asesinato del joven locutor de rock, existía la revista Ñandé, creada unos meses antes, en abril de ese año. En sus páginas, dibujos de varios autores caricaturizaron a los “amorales”. En el número 11 de Ñandé, en una viñeta de Guaripolín dos hombres van caminando. Uno le pregunta al otro, que lleva un bidón de nafta: “¿Tenés una motoneta?”, y el primero responde: “No, tengo un desengaño”. Ambos llevan cejas perfiladas con notorio artificio, pestañas rizadas con tenaza, oscuras de rímel, sonrisas untuosas y equívocas, cinturas finas y quebradas y nalgas protuberantes, representaciones visuales de su carácter “desviado”: las marcas que, para la mentalidad popular, una perversión secreta graba en los cuerpos. El famoso “desfile de los 108” por las calles de Asunción, entre insultos y escupitajos, hecho de triste memoria, humillación histórica a la que fueron sometidos aquellos desafortunados, apareció el 21 de septiembre, firmado por Peter, en el número 12 de Ñandé. Convertidos en motivo de risa, los personajes se contonean y desfilan cómicamente, moviendo los glúteos como se supone que lo hacen los “afeminados”.

El caso Aranda atraviesa la literatura, el cine y el teatro paraguayos. Sirve para disecar un país en el cual la manipulación de la conciencia favorece al régimen en la obra teatral 108 y un quemado, escrita y dirigida por Agustín Núñez en el 2002. El peso de las listas negras de 1959 se prolonga en un melancólico retrato de la persistencia del pasado y sus mecanismos de discriminación en el documental 108 Cuchillo de palo, de Renate Costa, estrenado en el 2010. La colaboración con las autoridades instalada a partir del crimen da su sórdido clima de paranoia rutinaria a la Asunción de fines de los años 50 en la novela Narciso, de Guido Rodríguez Alcalá, publicada en el 2016. Conjuras como la que desde el poder utilizó en su provecho el trágico final del “Elvis paraguayo” son posibles en sociedades fundadas sobre los pactos espurios del miedo, la corrupción y el silencio.

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