El último intento de Luis XII por obtener descendencia masculina resultó inútil. El monarca francés moría el 1 de enero de 1515, tan solo tres meses después de haber contraído su segundo matrimonio con María, hermana de Enrique VIII de Inglaterra. Con Luis se extinguía el tronco familiar de los Valois-Orleans. El 25 de ese mismo mes, era consagrado nuevo rey de Francia en la catedral de Reims un muchacho de 20 años perteneciente a la rama lateral de los Valois-Angulema. Tomaba el nombre de Francisco I.
El joven había nacido el 12 de septiembre de 1494 en Cognac y recibido una esmerada formación cortesana en el castillo de Amboise, a orillas del Loira. Nunca llegó a conocer a su padre, Carlos de Angulema, por lo que su educación quedó en manos de su madre, la italiana Luisa de Saboya. A los 8 años, un accidente de caballo a punto estuvo de acabar con su vida. A los 19 se casó con Claudia, hija de Luis XII, matrimonio del que nacerían siete hijos. A su muerte, el 31 de marzo de 1547, le sucedería el cuarto de ellos, Enrique, casado con Catalina de Médicis.
Un programa de reformas
En la sesión del Parlamento de París celebrada un mes después de su coronación, Francisco dejó claras sus intenciones. No eran otras que gobernar en solitario sin la participación de los órganos colegiados del reino. Al año siguiente firmaba con el papa León X un concordato que le permitía nombrar directamente obispos, abades de monasterios y priores de los conventos.
La instancia de gobierno más importante, el Consejo Real, conservó intactas sus funciones. Al menos en teoría, ya que el rey acostumbró a trabajar cada vez más con una sección reducida de sus miembros más fieles, conocida como Conseil étroit (Consejo estricto), o Conseil secret. En la línea de lo que estaban haciendo otros monarcas europeos del momento, sus decisiones se encaminaron hacia una progresiva profesionalización de las tareas de gobierno. Así, al Conseil privé le fue encomendada la gestión de la justicia y al Conseil des finances, las cuestiones económicas. Francisco intensificó la presión fiscal mediante la creación de un impuesto directo, la taille, que debía pagar toda la población no privilegiada. A este se añadieron una serie de impuestos indirectos, como la gabelle de la sal o las aides por el tráfico de mercancías. El resultado fue que en pocos años las arcas reales se llenaron como nunca lo habían estado anteriormente.
Estas reformas tuvieron su parangón en otros ámbitos. Al frente del Ejército, el soberano situó al condestable, un cargo que, a partir de 1515, cuando lo ocupó el duque Carlos de Borbón, recayó siempre en un miembro de la más alta jerarquía nobiliaria. Por su parte, el control del territorio, que distaba mucho de constituir una unidad, quedó en manos de los gobernadores, normalmente príncipes de la sangre o miembros de la alta nobleza. Los gobernadores encarnaron la autoridad real con la colaboración de los comisarios, poco después conocidos como intendentes. En 1539, la Ordenanza de Villers-Cotterêts implantó el francés como lengua oficial en lugar del latín.
Por supuesto, estas medidas no fueron recibidas sin resistencias, que finalmente cedieron ante el monarca. En un célebre discurso pronunciado en 1527, el presidente del propio Parlamento de París hubo de reconocer que el poder del rey era absoluto, es decir, que no estaba vinculado a las leyes, aunque esperaba, manifestó, que estuviera vinculado a la razón. Es posible, sin embargo, que el término “centralización”, frecuentemente empleado por los historiadores, no sea el más adecuado para designar estos cambios. En realidad, lo que el rey buscaba era articular una clase dirigente dócil a sus requerimientos.
Los juristas al servicio de Francisco I debieron trabajar intensamente para encontrar buenos argumentos que justificaran las reformas. El resultado fue una serie de publicaciones -a cargo de autores como Jean Ferrault, Barthélemy de Chasseneux y Charles de Grassaille- destinadas a recopilar los derechos del rey, o regalías, término que cada vez más empezó a ser sustituido por el de soberanías. Sin duda alguna, estos catálogos, a los que podría añadirse otros muchos, supusieron una importante contribución a la construcción de la monarquía autoritaria en Francia.
Príncipe humanista
Parte fundamental en el programa de reforzamiento de la autoridad monárquica fue la paulatina transformación de la imagen pública de Francisco. Ya en su momento, los habitantes de París quedaron impresionados con la primera entrada solemne que hizo en la ciudad. Ataviado con un vistoso jubón de seda blanca con incrustaciones de plata y a lomos de un corcel encabritado, el Monarca repartió monedas a manos llenas entre la multitud que lo aclamaba. El tradicional desfile de las órdenes religiosas y las cofradías fue suprimido. Solo Francisco podía ser el centro de atención.
En los años siguientes, los asesores crearon una imagen del rey que combinaba una doble faceta, cristiana y profana. Por lo que a la primera se refería, Francisco fue presentado como el buen pastor que daba la vida por sus ovejas. Esta asimilación con la figura de Cristo permitió insistir en el mensaje de los sufrimientos que padecía por su pueblo y presentar sus campañas exteriores como una cruzada en defensa de la fe. Por su parte, la imagen profana debió mucho a la adopción del lenguaje visual italiano, debidamente adaptado al paladar francés. Así, fue presentado como el continuador de la herencia de los francos encarnada por Carlomagno, aunque ataviado con ropajes clásicos tomados de la iconografía imperial romana. Aunque, seguramente, la parte más visible de su programa cultural, destinado a unir las formas del Renacimiento italiano con la tradición francesa, residió en la arquitectura.
Ya en 1519, el rey mandó construir el castillo de Chambord, con un planteamiento enteramente en línea con el Renacimiento italiano. Con él comenzó la renovación arquitectónica, que afectó sobre todo a las fortalezas medievales del Loira, transformadas ahora en residencias de recreo del monarca. Este proceso alcanzó su principal expresión en el palacio de Fontainebleau, erigido en el centro de su importante colección artística. Los creadores que trabajaron en él desarrollaron un estilo refinado y artificioso, con un gusto especial por lo mitológico y alegórico y con un toque de erotismo exquisito. Se puede apreciar en las obras preciosistas de Jean Cousin, autor de perfectos desnudos, o en las de François Clouet, responsable de lienzos mitológicos cuyos personajes tienen los rasgos de miembros de la corte.
Sin duda, un factor determinante en la imagen de Francisco como príncipe humanista fue su habilidad para rodearse de algunos de los principales artistas italianos del momento, como Andrea del Sarto y Leonardo da Vinci. Durante su estancia en Francia, este pintará algunas de sus obras más célebres, como La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana, o como San Juan Bautista, además de retocar una y otra vez su Gioconda, que finalmente iría a parar a manos del rey.
Lucha por la hegemonía
El programa de consolidación del poder real pasó por una agresiva política exterior. Pero aquí, las aspiraciones de Francisco toparon con las de Carlos I de España emperador del Sacro Imperio como Carlos V. Las de Francisco y Carlos fueron, en muchos sentidos, dos vidas paralelas. El primero había subido al trono en 1515 y el segundo en 1516. Ambos compitieron por el cetro imperial en 1519, y ambos lucharon a lo largo de sus respectivos reinados por obtener una posición hegemónica en Europa, algo que, finalmente, ninguno de los dos alcanzó.
El ideal de una monarquía universal, que Carlos consideró parte de su dignidad imperial, hizo que Francia se sintiera permanentemente amenazada. Ya en 1521, Francisco había tratado de debilitar las posiciones de su rival aprovechando la revuelta de los Comuneros de Castilla para atacar sus fronteras en Navarra y Flandes. Pero el gran escenario de la contienda entre ambos monarcas fue el norte de Italia.
El Gran Canciller imperial, el piamontés Mercurino de Gattinara, había diseñado una estrategia de dominio universal que contemplaba como pieza clave el territorio del Milanesado, ocupado por Francisco a los pocos meses de subir al trono mediante su victoria en la batalla de Marignano. El plan de Gattinara, destinado a convertir esta zona en el centro del Imperio, tenía también una dimensión mucho más práctica: era la pieza que faltaba para unir los dominios italianos y centroeuropeos de Carlos, imprescindible para que los soldados transitaran de unos a otros con la velocidad requerida por los acontecimientos.
En el mismo año 1521, vista la dispersión de las tropas francesas entre norte y sur, los ejércitos imperiales entraron en el Milanesado. Con la ayuda del papa León X, de la casa de Médicis, y sin apenas encontrar resistencia, se apoderaron de Milán, donde instalaron a un miembro de la familia aliada de los Sforza. El intento francés de recuperar el ducado fracasó en la batalla de Bicoca en 1522. De nada sirvieron las llamadas del nuevo pontífice Adriano de Utrecht, antiguo tutor de Carlos, a la unidad de los príncipes cristianos frente al avance de los turcos, que se adueñaron de la isla de Rodas.
El rey, prisionero
Francisco volvió a fracasar en su intento de recuperar el territorio a finales de 1523 y principios de 1524. Pero en diciembre de este último año avanzó de nuevo al frente de un poderoso ejército que, en una operación relámpago, logró atravesar Saboya y entrar victorioso en Milán. La vecina ciudad de Pavía consiguió, sin embargo, resistir el cerco durante el tiempo necesario para esperar la llegada de refuerzos imperiales. Estos infligieron una severa derrota a los franceses en febrero de 1525. Milán regresó nuevamente a manos de los Sforza, y el propio Francisco cayó prisionero de Carlos. Trasladado a Madrid, fue obligado a firmar un humillante tratado de paz que, además de obligarle a renunciar a todas sus aspiraciones en Italia y los Países Bajos, le forzaba a casarse (en esos momentos era viudo) con Leonor de Habsburgo, hermana del emperador y viuda del rey Manuel I de Portugal. Como prenda del cumplimiento de sus compromisos, su libertad fue canjeada por la de sus dos hijos mayores y doce notables del reino. Nada más regresar a Francia, anunció su decisión de incumplir un acuerdo que había tenido que aceptar bajo coacción.
No pasó ni un año antes de que las hostilidades estallaran de nuevo. Francisco obtuvo ahora el respaldo de algunos antiguos aliados de Carlos, como el papado e Inglaterra, alarmados por su creciente poderío. En 1526 firmó con ellos la Liga de Cognac. El objetivo era expulsar a los Sforza de Milán para, a continuación, hacer lo propio con los españoles en Nápoles. En represalia por el apoyo pontificio a las aspiraciones francesas, las tropas imperiales, indisciplinadas y mal pagadas, saquearon Roma en 1527. El orbe cristiano se estremeció, y la imagen de Carlos quedó seriamente dañada.
Francisco sacó tajada de ello para poner sitio a la ciudad de Nápoles, con el apoyo de la escuadra genovesa comandada por Andrea Doria. Pero el inesperado cambio de bando del almirante puso fin a la campaña. En 1529, el emperador firmaba en Barcelona la paz con el pontífice. Paralelamente, en Cambrai, la madre de Francisco, Luisa de Saboya, y la tía de Carlos, Margarita de Austria, negociaban la que sería conocida como Paz de la Damas. Esta consagraba la hegemonía imperial en Italia, pero reconocía a la vez el dominio francés sobre Borgoña. Al año siguiente, Carlos era coronado emperador en Bolonia por el papa Clemente VII, y Francisco obtenía la liberación de sus dos hijos, prisioneros desde 1526.
Comenzaba un período de siete años sin hostilidades entre ambos monarcas. Pero no un período de paz. Francisco siguió acosando las posiciones imperiales mediante su apoyo a la liga de príncipes luteranos, constituida en 1530 en Smalkalda, a la vez que intensificaba sus relaciones con el Imperio turco, que en 1529 había puesto asedio por primera vez a la ciudad de Viena.
El rey francés volvía nuevamente a la carga en Milán en 1535, tratando de casar a uno de sus hijos con la viuda del duque Francisco II Sforza, recientemente fallecido. Ante la oposición de Carlos, las tropas francesas invadieron Saboya y el norte del Piamonte. El emperador respondió con la invasión de la Provenza.
La Paz de Niza propiciada por el papa Paulo III, de la familia Farnesio, devolvió las cosas a su estado anterior, aunque los franceses ya no abandonaron Saboya y Piamonte. El encuentro entre ambos monarcas en la pequeña población de Aigüesmortes, en el sur galo, pareció sellar el acuerdo definitivo. Meses más tarde Francisco mostró su cambio de actitud permitiendo el tránsito por Francia de las tropas imperiales destinadas a reprimir la rebelión de la ciudad belga de Gante.
Estaba escrito que cualquier acuerdo entre ambos reyes estaba destinado a resultar efímero. La decisión del emperador de nombrar a su hijo Felipe como nuevo duque de Milán y el apoyo de Francisco a las operaciones otomanas en el Mediterráneo (donde Barbarroja dispuso en los puertos franceses de una base de operaciones para actuar contra Carlos) fueron los motivos que ambos encontraron para romper nuevamente las hostilidades en 1542. Mientras Francisco presionaba la frontera española en los Pirineos, Carlos penetraba en el norte de Francia con el apoyo de los ingleses, llegando a las puertas de París. Pero las arcas de uno y otro soberano ya no estaban para esta clase de veleidades. El dinero, o su falta, demostró una vez más ser el nervio de la guerra. En septiembre de 1544 firmaban una nueva paz en Crépy.
Las convulsiones religiosas
El reinado de Francisco coincidió con un período de fuerte agitación religiosa en Francia. Sus raíces se remontaban al siglo anterior, cuando se produjo una impulsiva tendencia a la depuración de determinadas prácticas a fin de recuperar la ortodoxia original del cristianismo. Sus efectos se hicieron sentir en el país a través del movimiento conocido como la devotio moderna, procedente de los Países Bajos. Su ideal era la superación de las tentaciones del mundo mediante la humilde imitación de la vida de Cristo, el examen de conciencia y la oración personal para superar viejas prácticas ritualizadas. Su principal difusor en Francia fue Jacques Lefèvre d’Étaples, que añadió a este programa de vida cristiana la lectura de las Sagradas Escrituras, en la línea de lo que por esos mismos años estaba haciendo Erasmo de Rotterdam.
El centro de operaciones del nuevo movimiento se estableció en Meaux, donde su obispo, Guillermo Briçonnet, emprendió un ambicioso plan de reformas que pronto chocó con algunas órdenes religiosas y el clero regular. En el verano de 1521, la Facultad de Teología de París denunció la reforma de Briçonnet por su semejanza con las ideas que llegaban de Alemania promovidas por el monje Martín Lutero. Los debates llegaron pronto a la esfera de la familia real: Margarita, la hermana de Francisco, casada con Enrique Albret de Navarra, se convirtió en la principal protectora de Briçonnet. Esta protección salvó a sus seguidores de la hoguera, pero no impidió que el grupo fuera disuelto. Lejos de acabar con él, la decisión favoreció la difusión del movimiento evangélico por toda Francia.
El golpe decisivo fue el discurso pronunciado por un estudiante de Derecho el día de Todos los Santos de 1533, con motivo de la apertura del curso académico en la Universidad de la Sorbona. Se llamaba Juan Calvino. Sus palabras, trufadas de referencias a Erasmo y Lutero, provocaron una fuerte conmoción. Su autor tuvo que huir de París para evitar la persecución de la justicia. En algunas de las principales ciudades del reino aparecieron carteles (placards) denunciando la misa católica y defendiendo abiertamente ideas reformadas. Todavía faltaba tiempo para que sus seguidores se organizaran en lo que llegó a ser un verdadero partido político, los hugonotes. Pero la semilla estaba plantada.
También en la casa real. Aunque Francisco se movió con habilidad y pragmatismo, sus adversarios, especialmente los españoles, difundieron el mensaje de que su excesiva tibieza en la defensa de la fe daría origen a las guerras civiles que el país viviría en la siguiente generación.
Quizá las cosas no eran tan sencillas como sus rivales querían ver. La de Francisco fue una personalidad compleja que admite múltiples interpretaciones. Hubo de reinar en una Francia profundamente dividida, en la que la imagen de la institución monárquica estaba muy debilitada por las desdichas acumuladas en reinados anteriores. Sin duda alguna, reforzó los cimientos de la autoridad real. Sin embargo, a tenor de lo que ocurrió en los años posteriores a su muerte, es dudoso que estos fundamentos fuesen tan sólidos como hubiera deseado.
Su hijo Enrique II demostró haber aprendido la lección. Pero el tiempo no le permitió transmitirla. Murió en un infortunado accidente en 1559. Una lanza le perforó el ojo en un torneo durante los festejos del matrimonio de su hija Isabel con Felipe II de España. Dejó tres hijos menores de edad. Ninguno estuvo a la altura de las circunstancias. No era fácil. En las décadas siguientes el país se desangró en una cruenta guerra civil que a punto estuvo de hacerlo saltar por los aires. En 1598, el menor de los nietos de Francisco I moría sin descendencia. Con él se extinguía la familia de los Valois.