Dicen que para acceder a los féretros reales en la capilla de los reyes en el Escorial, es menester que los poderosos monarcas hayan pasado 25 años en el “Pudridero”, cámara vecina a la capilla Real donde, como lo da a entender su nombre, la naturaleza se encarga de degradar los restos de estas damas y señores hasta conservar solo su osamenta. En el caso de Felipe, el creador de esta necrópolis Real, su estadio en el tal pudridero llevó menos tiempo porque su cuerpo prontamente entró en descomposición, como si se tratase del más miserable de sus súbditos.
En España le decían el Rey Prudente, aunque periódicamente se involucraba en contiendas para expandir su imperio y defender la fe. No bastaba todo el oro y la plata de su imperio para sostener las guerras y campañas que no siempre llegaban a buen fin (como el desastre de la Gran Armada) razón que lo empujaba a contraer empréstitos que no siempre podía honrar. Sus reinos cayeron en default rres veces a lo largo de los 40 años que condujo los designios de la nación. Estos desastres económicos no impidieron que proliferasen las letras y las artes.
Sus enemigos denunciaron su insaciable sed de poder, su intolerancia religiosa y lo acusaron de crímenes que comprendían la muerte de una de sus esposas y el príncipe Don Carlos (inmortalizado en una inexacta y tendenciosa ópera de Verdi), conformando lo que dio en llamarse la leyenda negra de Felipe II, tan negra como el color de las ropas que solía vestir.
Tantas responsabilidades y sinsabores mermaron su salud, ya comprometida por la gota que heredó de su padre y que la dieta de entonces (rica en embutidos) se encargó de exacerbar.
Cuando Felipe rozaba las 7 décadas, sufrió un ataque de fiebre que lo hostigó por un mes. Sus médicos, los más prestigiosos de su tiempo (y entre los que se contaba el célebre Vesalio) poco podían hacer más que pronosticar un ominoso final. Sin embargo, el monarca se repuso y aunque debilitado siguió conduciendo los destinos de su imperio (y podríamos decir del mundo), hasta que 3 años más tarde las fiebres y dolores le hicieron comprender que su final se acercaba, y aunque estaba muy débil para emprender el viaje, Felipe condujo a su séquito hacia San Lorenzo del Escorial para pasar allá sus últimos días.
San Lorenzo fue construido en forma de la parrilla como la usada para martirizar al santo. No se imaginaba don Felipe que le esperaba una suerte semejante. Uno pasó a la historia como santo y otro como un opresor, aunque ambos hayan abrazado la misma fe con igual vehemencia. Como dijo Fray Sigüenza, Felipe se sintió “asado y consumido del fuego maligno que tenía en los huesos”, como su venerado San Lorenzo.
La gota se había intensificado a tal punto que apenas soportaba el roce de una sábana. Un tofo gotoso afloró en su pierna mientras las llagas cubrían su cuerpo. Sea por incapacidad de moverse o por incontinencia, su habitación se convirtió en muladar… y en medio de sus tormentos su secretario lo visitaba para mantenerlo al tanto de los asuntos del Estado, que siempre coqueteaba con la quiebra.
El hedor que despedía su cuerpo lo tenía consternado. Él, que había sido un maniático de la limpieza, como correspondía a un obseso compulsivo, minucioso y ordenado, ahora debía sufrir la descomposición de su anatomía.
Desde la muerte de su hija Catalina Micaela, el monarca había perdido las ganas de vivir. El 8 de septiembre de 1598 Felipe tomó la comunión, de allí en más le prohibieron la ingesta porque temían que se ahogase al tragar la hostia. A pesar de estas limitaciones en la ingesta, su agonía se había prolongado por 50 horribles jornadas. El día de su muerte el Rey convocó a su hijo para que presenciase su estado desesperante. “Hijo mío, he querido que os halléis presente en esta hora”, le dijo al futuro Felipe III, “para que veáis en que paran las monarquías de este mundo”.
Afirman las malas lenguas, que nunca faltan cuando se habla de Felipe II, que los piojos habían invadido su cuerpo. Otra versión más de la leyenda negra que insisten en endilgarle.