Florence Nightingale, la madre de la enfermería moderna

Mientras los soldados que tan gallardamente se habían batido en la ridícula carga de la Brigada Ligera agonizaban en inmundos camastros, treinta y nueve enfermeras voluntarias, bajo la conducción de Mrs. Florence Nightingale, desembarcaban en Scutari, el campamento inglés a orillas del Mar Negro. Era el 31 de octubre de 1854 y hacía un año que los ingleses y los franceses se batían contra los rusos en esta primera guerra de Crimea. Florence tenía entonces 34 años y a lo largo de su vida había demostrado tener una voluntad de hierro que había derrumbado muchos prejuicios de la era victoriana.

Los Nightingale eran una familia aristocrática que tenía la costumbre de bautizar a sus hijas con el nombre de la ciudad donde habían nacido. De allí lo de Florencia, que en este caso sonaba bien, pero no era el caso de su hermana llamada Parthenope, por un barrio griego a las afueras de Nápoles. Desde muy joven, y a pesar de la resistencia familiar, Florence había decidido ser enfermera. Era entonces este noble oficio una tarea de menor jerarquía que la del personal de limpieza. Nada bueno para una joven de cuna de oro. A pesar de los ruegos y amenazas de los padres, Florence siguió adelante con lo que ella decía ser “un llamado de Dios”.

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Durante diez años acumuló experiencia en los mugrosos hospitales de Londres y especialmente en Dusseldorf, donde estudió en la Kaiser Werth, lugar donde el pastor Fliedner formaba a mujeres para ser enfermeras. Resulta curioso que todos conozcamos a la primera enfermera inglesa y no tengamos idea de señoras y señoritas alemanas que se dedicaron a cuidar enfermos en su país.

La gran oportunidad para Florence se presentó cuando en 1847 conoció a Sydney Herbet, quien sería secretario de guerra durante el conflicto en Crimea. A él le llevó los datos que mostraban a las claras el pésimo estado de salud de los soldados británicos. Los sólidos conocimientos de matemáticas y estadísticas de Florence la ayudaron a movilizar al inerte servicio médico del ejército británico, responsable de más muertos que los que las balas enemigas ocasionaban en el campo de batalla.

Al llegar Florence a Scutari al frente de las jóvenes que había formado en The Care of Sick Gentlewomen in Upper Harley Street (institución que podríamos traducir como “Hogar de las Gentiles Damas Enfermas en la Calle Harley”, que era y sigue siendo el distrito médico de Londres), el panorama no podía ser más desolador. Las barracas que servían de hospital carecían de toda comodidad; eran camastros de paja donde abundaban ratas y piojos. A ese lugar inmundo llegaban cientos de heridos en búsqueda de una muerte segura. De hecho, como dijimos al comienzo, el mismo día que Florence arribó con sus voluntarias también lo hacían los 1050 heridos de la famosa carga de la Brigada Ligera.

El hospital contaba con escasos médicos quienes, siguiendo las costumbres de la época, poca atención le prestaban a la asepsia. No solo a la asepsia: tampoco procuraban el alivio a los dolores de los pacientes. A pesar de que ya hacía diez años que se utilizaba el cloroformo, su aplicación estaba prohibida en Scutari por el doctor John Halle, jefe médico del hospicio. Este sostenía que “un filoso bisturí es un poderoso estimulante y es mucho mejor escuchar a un hombre gritar que verlo caer silenciosamente en una tumba” (sic).

Para completar la desolación, 250 mujeres, viudas o esposas de convalecientes, mataban el tiempo en las vecindades del hospital tomando gin o prostituyéndose.

La llegada de Nightingale no pasó desapercibida; sus compañeras fueron alojadas en la llamada “Torre de las Hermanas”, un lugar que hasta hacía poco tiempo atrás había sido utilizado por los rusos. Una de las primeras tareas que debieron hacer las recién arribadas fue disponer del cadáver de un general ruso, olvidado por sus camaradas. Prontamente pusieron a las compañeras de Florence a zurcir uniformes y frazadas, pero nada de atender a los pacientes: eso era cosa de hombres.

Florence no era fácil de domar y además la asistía la innegable ventaja de que nadie podía acusarla en una corte marcial por insubordinación. Valiéndose de esta impensada prerrogativa, increpaba a todo el que se anteponía en su trabajo, fuese soldado raso o general. Y además contaba con su arma secreta: las estadísticas. Los números eran más que elocuentes. Los médicos militares estaban haciendo un desastre.

Florence puso manos a la obra a pesar de la resistencia de las autoridades. Para eso, contó con el apoyo incondicional de William Howard Russell, periodista del Times que denunció el trato inhumano del servicio sanitario con datos aportados por la misma Florence.

Ella y sus damas se pusieron a trabajar pero, a diferencia de lo que se suele afirmar, los índices de mortandad tardaron en descender porque las condiciones de hacinamiento eran alucinantes. Consideren ustedes que, cuando pudieron vaciar las letrinas del hospital, sacaron de los pozos ciegos dos caballos muertos, otros veinticuatro animales de diferentes especies y tamaños, en distintos grados de descomposición. Se necesitaron quinientos cincuenta y seis carros para sacar tanta basura hedionda.

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Gracias a la campaña iniciada por el Times, se pudieron juntar 30.000 libras esterlinas que fueron destinadas a comprar ropa de cama, cubiertos y comida para los convalecientes, en lugar de erigir una iglesia anglicana, como promovía el embajador británico en Estambul. Total, “El cielo puede esperar”, habrá pensado Florence.

Y, hablando de comida, otro aliado de la señora Nightingale resultó ser Alexis Soyuz, un francés afincado en Londres que decidió dejar las ostras y mariscos de Drury Lane para alimentar a esos clientes menos sofisticados, pero más hambrientos. Soyuz fue como voluntario a Scutari y, gracias a sus habilidades culinarias, convirtió lo inmundo en una comida apetecible. Como decía Napoleón, “un ejército marcha sobre sus estómagos”… y mejor lo hará si las raciones son digeribles.

El Times, en sus artículos sobre la labor de Florence, inmortalizó a la figura de la Dama de la Lámpara recorriendo el hospital de noche como un ángel de la guarda que cuida a los enfermos. De esta forma fue eternizada en el bronce que se erige en Pall Mall, aunque el candil utilizado por Nightingale no haya sido de diseño europeo, sino una lámpara turca, más parecida a una linterna china. Con esta alumbraba los seis kilómetros de pasillos que recorría cada noche.

El prestigio logrado durante la Guerra de Crimea le permitió juntar fondos para fundar una escuela de enfermería, ejemplo que se dispersó por el mundo. No fue solo el arte de atender enfermos lo que la hizo famosa. Lo repito una vez más: fue su manejo de las estadísticas.

Dos personajes la precedieron en esta mezcla de matemáticas y medicina. Uno fue Edwin Chadwick, un alumno del utilitarista Jeremy Bentham, quien documentó la relación entre agua potable y las enfermedades infecciosas, relación confirmada por William Farr, un oscuro farmacéutico que trabajaba en la lúgubre oficina de Registros de Muertes y Nacimientos, y aprovechaba el tiempo libre que le dejaba su trabajo para asociar las causas de muerte con los lugares y posibles fuentes de contaminación.

Fue Sir John Snow, el partero de la reina Victoria, a quien anestesió con cloroformo, el primero en relacionar el cólera con la calidad del agua.

Estos caballeros y Florence convirtieron el arte de curar en la ciencia de saber contar y relacionar las variables para entender las enfermedades, sus causas y consecuencias.

A pesar de su fama y de los honores acumulados, Florence Nightingale pasó el resto de su vida en la cama. Pocas veces salió de su encierro, atendida por las mismas enfermeras que ella había formado. Según se desprende del cuadro clínico, podría tratarse de una severa forma clínica de brucelosis asociada con un cuadro de fatiga crónica, síndrome febril prolongado y espondiloartritis. Otros hablan de un componente psicosomático, de una hipocondría inmanejable. Hoy se podría decir que Florence padeció un síndrome de cansancio crónico o fibromialgia.

La Srta. Nightingale aprovechó su larga convalecencia para escribir más de 200 artículos y libros que reflejan su importante aporte como docente. De hecho, la educación esmerada que había recibido de joven le permitió colaborar con Benjamín Jowett en la traducción al inglés de los Diálogos de Platón.

Entre las tantas cosas que escribió, me gustaría destacar estas consideraciones brillantes para una mujer que no tuvo la educación formal de un médico: “La observación indica cómo está el paciente; la reflexión, qué hay que hacer; la destreza, cómo hay que hacerlo, pero la formación y la experiencia son necesarias para saber cómo observar y qué observar; cómo pensar y qué pensar”.

Murió mientras dormía, el 13 de agosto de 1910 a los 90 años.

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Texto extraído del libro IATROS de Omar López Mato. Disponible en librerías y en OLMO EDICIONES.

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