Fantasía: Dentro de la épica megalómana que casi destruye a Disney

En 1934, y para angustia de muchos de sus trabajadores, Walt Disney estaba hambriento. El proceso creativo que acabó dando origen a una producción tan ciclópea e inaudita como Fantasía es el mismo que llevó al jefe a decidir que sus famosas Silly Symphonies, aquellos cortometrajes animados que habían convertido al estudio en sinónimo de prestigio y solvencia financiera, respondían a una fórmula agotada. De modo que, por un lado, Disney acometió la ambiciosa producción Blancanieves y los siete enanitos (1937), primer largo de dibujos animados jamás filmado y, se creía entonces, innecesario salto al vacío que podía perfectamente conducirlo a la ruina. Pero, por otro, el creador de Mickey Mouse sintió la necesidad de darle a su criatura más célebre un bienvenido empujón de popularidad, teniendo en cuenta que durante los últimos años se había visto eclipsado por otras estrellas disneyianas (Donald y, sobre todo, Goofy) o, peor aún, de la competencia (Popeye, mascarón de proa de los Fleischer Studios).

Es posible que la idea de Disney para el regreso triunfal de su ratón estuviese motivada por un cierto complejo de inferioridad, o al menos por una necesidad de demostrarle algo al mundo de la llamada Alta Cultura: en lugar de imaginar otra aventura para la serie regular de Mickey, al equipo integrado por el director James Algar y el animador Preston Blair se le encomendó la misión de utilizar un poema de Goethe, El aprendiz de brujo, como inspiración principal de una fantasía donde la música tendría tanto protagonismo como la animación. En concreto, Walt había seleccionado la adaptación orquestal que el compositor francés Paul Dukas terminó en 1897, hoy asociada sin remedio en nuestro inconsciente colectivo a la imagen, poderosa como pocas en la gran historia del cine animado, de escobas marchando con cubos rebosantes de agua.

El aprendiz de brujo debía ir, por tanto, más allá de lo que cualquier Silly Symphony pudo haber conseguido a la hora de emparentar música clásica con dibujos, pues el objetivo de Disney era que la partitura de Dukas fuese la que dictase el dinamismo en pantalla. O “Acción controlada por un patrón musical con gran atractivo en el reino de la irrealidad”, por usar sus propias palabras. Por tanto, la meta era recurrir a la música programática del siglo XIX para llevar la animación hacia terrenos expresivos lindantes con la pura abstracción, pero para ello era necesario encontrar a un director de orquesta a la altura de tamaño desafío. Por suerte, Disney conocía personalmente al británico Leopold Stokowski desde hacía años, y quizá esa fuera la razón por la que el hombre al frente de la Philadelphia Orchestra decidió trabajar gratis para Hollywood.

Algar y Blair recibieron entonces la orden de reclutar únicamente a los mejores artistas del estudio para el proyecto, que por supuesto debía ser supervisado plano a plano y tinta a tinta por el propio Disney. En su cabeza, El aprendiz de brujo, para la que había contratado a una orquesta de 38 personas a las órdenes de Stokowski durante toda una jornada de trabajo, debía ser exhibida en los cines como una “presentación especial”, en lugar de como un simple aperitivo de la película en cartel. Fue entonces cuando la cúpula de Walt Disney Productions empezó a verbalizar sus preocupaciones con respecto a un corto que, antes siquiera de haberse completado, ya costaba unas tres veces más que cualquier Silly Symphony. Roy Disney, en concreto, estaba desesperado y un tanto aterrado ante la aparente megalomanía que había poseído a su hermano, quien llevaba desde 1936 dándole vueltas y transformando en un innecesario monte Everest lo que, sobre el papel, debía haber sido simplemente una oportunidad para devolver a Mickey a primera línea. En lugar de frenar la producción, Walt tomó la decisión de que la única manera de ganar era subiendo las apuestas: El aprendiz de brujo sería una pieza más dentro de un gran concierto de música clásica, integrado en su totalidad por piezas seleccionadas y dirigidas por Stokowski, quizá con un presentador en imagen real que se dirigiese a la audiencia para aportar algo de contexto antes de cada actuación. La gente del Medio Oeste tendría su primer contacto con lo highbrow gracias a los dibujos animados, mientras que el público de las grandes ciudades caería rendido ante el carisma del roedor más famoso de Estados Unidos.

Hacia febrero de 1938, el corto de las escobas se había convertido ya oficialmente en The Concert Feature, un título provisional que no tardaría en ser sustituido por Fantasía, una palabra que resumía perfectamente las intenciones de Disney. Su siguiente decisión táctica fue contratar al compositor y crítico musical Deems Taylor como maestro de ceremonias, dado que el suyo era el rostro visible de la música clásica en la Norteamérica de finales de los treinta. Su labor de proselitismo era, en otras palabras, el techo al que Walt Disney aspiraba llegar con este ciclópeo proyecto, para el que acabó contando con más de mil animadores y once (¡cuéntalos!) directores, unos números sencillamente inconcebibles en aquella época. En total, 500 personajes animados se dividían en siete segmentos: Tocata y fuga en re menor (una ambiciosa pieza de apertura que se atrevía a jugar con formas y colores puros a ritmo de Bach), El cascanueces (o Chaikovski conoce a unas setas bailarinas) El aprendiz de brujo (innegable showstopper y plato principal), La consagración de la primavera (¡Stravinsky explicado con dinosaurios, para desesperación de los creacionistas!), la Sinfonía Pastoral de Beethoven (ojo: el torso de las centauras estuvo a punto de ser censurado por el Código Hays), la Danza de las Horas de Ponchielli (cuya idea principal, una hipopótama haciendo ballet, la acercaba bastante a una Silly Symphony clásica) y Una noche en el Monte Pelado (también conocida como la que mató de miedo a varias generaciones de niños, aunque su coda a ritmo de Ave Maria es bellísima).

Si crees que un programa como este, prácticamente un estado de la cuestión del arte animado, es ya lo suficientemente ambicioso como está, espera a escuchar cuál era el plan original de Disney para Fantasía: convertir la película en una atracción ambulante que no dejase jamás de rotar por los cines de todo el mundo, añadiendo o quitando segmentos a medida que seguía rodando. En su cabeza, la película que se estrenó en el Broadway Theatre de Nueva York el 13 de noviembre de 1940 era sólo una primera configuración, pues Fantasía debía ser una experiencia en constante revisión que nadie podría presumir de haber visto dos veces, pues la mutación y el flujo eterno formaría parte de su naturaleza. El sentido común y las limitaciones técnicas de la época frenaron en seco otras ideas desbordantes de Disney, entre las que destaca el uso de tecnología 3D para la obertura o la posibilidad de soltar un poco de incienso sobre la audiencia al final de Una noche en el Monte Pelado –décadas después, John Waters sería el primero en estimular el olfato de las plateas con Polyester (1981) y su Odorama–.

Al final, la más palmaria y devastadora de las realidades acabó destrozando el sueño de Walt Disney. Todo lo recaudado en su estreno neoyorquino fue a parar a la British War Relief Society, más que necesitada en aquel momento de fondos para ayudar en la Batalla de Inglaterra, por lo que es sencillo imaginar las razones que llevarían a RKO Radio Pictures (reticente desde el principio a distribuir Fantasía) y al propio Disney a posponer su estreno en el mercado europeo hasta después de la Segunda Guerra Mundial. El problema era que el roadshow previsto para Estados Unidos no iba a poder recuperar la considerable inversión del estudio, debido fundamentalmente a que este tipo de exhibición, más cercana al evento teatral para público selecto que a la distribución masiva, no estaba pensada para hacer saltar la taquilla, sino para satisfacer el intento no solicitado de legitimación cultural que Fantasía fue siempre para su creador. En otras palabras: tras el éxito sin precedentes de Blancanieves y Pinocho (1940), Walt Disney Productions tenía entre manos su primer flop. Uno para el que fue necesario incluso instalar un nuevo sistema de sonido, Fantasound, en las salas donde se pasaba, ya que los altavoces normales no eran suficiente para Disney y Stokowski.

Por supuesto, el padre de Mickey se recuperó. Supo apretarse el cinturón de cara a su siguiente producción, Dumbo (1941), hasta el punto de que sus artistas lograron entregar un clásico atemporal en un contexto de crisis y esfuerzo bélico. Un año más tarde, Bambi (1942) cimentó ese regreso a la estabilidad para el estudio, momento en que RKO decidió asumir el estreno general de Fantasía bajo sus propias condiciones: nada de roadshows, precios populares, banda sonora en mono y un remontaje que dejase los muy exigentes 126 minutos de Walt en una mucho más asumible hora y veinte (su secreto fue cargarse todas las introducciones de Deems Taylor, así como la abstracción sin propósito de Tocata y fuga). La película volvió a los cines en 1946 con un montaje más cercano a las intenciones originales de Disney, y después entró a formar parte del circuito de reestrenos que tanto caracterizó a la compañía hasta principios de los noventa, cuando la popularización de VHS y Disney Channel hicieron imposible seguir adelante con la Disney Vault en su formulación original. Al final, Fantasía acabó recaudando unos 83 millones de dólares a lo largo de las décadas, aunque sospechamos que a su principal artífice no le habría gustado nada que la película estrenada una y otra vez entre 1941 y 1990 fuera siempre la misma (pero en versión recortada).

Eso explica la existencia de Fantasía 2000 (1999), una de las mayores rarezas del estudio en sus muchos años de historia. La idea de Roy E. Disney, sobrino de Walt, era llevar a la práctica las indicaciones de su tío, por lo que esta suerte de secuela/evolución del concepto original sólo conserva El aprendiz de brujo, pero a qué precio: al cambiar el formato de imagen para adaptarlo a las salas IMAX, Fantasía 2000 comete uno de los mayores sacrilegios cinéfilos imaginables, aunque las peor noticia es que ninguno de los segmentos originales (salvo, quizá, Rapsodia en azul) resulta lo suficientemente memorable como para salvar al conjunto, especialmente a su cabalgata de cameos, de constituir hoy en día poco más que una nota a pie de página. Existen rumores (o, al menos, los existían antes de que el coronavirus pusiera cualquier producción en pausa) de que Disney podría estar preparando una hipotética Fantasía para celebrar su aniversario, pero no sabemos hasta qué punto es necesario que los actuales Walt Disney Animation Studios sigan intentando convencerse a sí mismos de que las aspiraciones de solemnidad que embriagaron a su fundador durante la segunda mitad de los años treinta merecen ser redimidas tanto tiempo después. Fantasía es un clásico irregular, capaz de lo mejor (El aprendiz de brujo es magistral e icónico) y lo peor. Sobre todo, es un producto de una época y una visión sencillamente irrepetibles. Pocos gigantes del cine han estado tan cerca de destrozar su reputación de un modo tan espectacular como Walt Disney con su película-concierto.

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