F. Scott Fitzgerald en Hollywood: un escultor haciendo el trabajo de un plomero

Francis Scott Fitzgerald es sin duda uno de los grandes nombres de la literatura del siglo XX. Exponente de lo que Gertrude Stein llamó “la generación perdida”, aunque él no fue a la guerra, supo capturar el espíritu de los años veinte con todos sus matices, especialmente en su obra cumbre El gran Gatsby (1925). Su vida privada acompañó y acrecentó este mito, al punto de que hablar de Fitzgerald o de su esposa Zelda se volvió sinónimo de exceso y ostentación.

Sin embargo, con la llegada de la década del treinta, marcada por la penuria económica en general, el caso específico de la familia Fitzgerald parece encapsular el fin del sueño americano. En 1931 Zelda fue diagnosticada con esquizofrenia e internada en una institución en el sur de los Estados Unidos. Scott, abrumado por el alcoholismo y las deudas que debía afrontar para mantener a su esposa enferma y a su hija adolescente en la escuela, tomó la decisión de partir al Oeste como tantos otros escritores de esa misma época.

Por esos años era muy común ver los nombres de Dorothy Parker, Aldous Huxley o William Faulkner en la pantalla grande y fueron muchos los escritores que partieron a Hollywood con la expectativa de ganar dinero fácil. A diferencia de todos estos autores, sin embargo, Fitzgerald esperaba también conseguir algo así como una segunda oportunidad en su carrera. Para ese momento de su vida ya había publicado cinco novelas y ninguna había tenido la repercusión de la primera, This side of Paradise (1920). Sintiendo que sus días como novelista ya se habían acabado, creyó que una vida como guionista podía proveerle una nuevo comienzo.

Determinado nada menos que a triunfar, Fitzgerald partió a Los Angeles en 1937 y firmó un contrato con MGM por mil dólares a la semana. Este entusiasmo resulta llamativo en este momento de la historia, ya que en dos oportunidades previas, 1927 y 1931, Fitzgerald había intentado escribir para cine y había fracasado rotundamente, incapaz de ajustar sus técnicas literarias al formato cinematográfico.

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Quizás por estas experiencias previas, Fitzgerald no se contentó con escribir y cobrar un cheque. Cambió completamente su escandaloso estilo de vida, ajustándose a una nueva ciudad en la que era entonces un completo desconocido. Abandonó sus excesos y se aplicó completamente a su trabajo, presentándose cada día a las diez de la mañana en los estudios de MGM. En su cubículo en el piso de escritores, rodeado de millones de botellas de Coca Cola que tomaba para mantener su alcoholismo a raya (entre 16 y 17 por día), Fitzgerald llegó a producir casi dos mil páginas de material que se conservan en su archivo personal en la Universidad de Carolina del Sur. Tristemente, esta inmensa cantidad de guiones, tratamientos y notas que produjo contrasta con unos resultados que fueron bastante magros en términos de éxito.

El primer encargo que recibió apenas llegó a Hollywood no fue exactamente de su agrado, ya que lo pusieron a trabajar en un guion de otra persona titulado Un yanqui en Oxford (1938). Más allá de que la película no fue demasiado bien recibida en general, personalmente para Fitzgerald el trabajo no generó demasiado impacto, ya que su propia reescritura fue completamente modificada por otros guionistas antes de ver la luz.

A esta primera experiencia le siguió una un poco más prometedora en 1938: la adaptación de Tres Camaradas (1938), una novela de Erich Maria Remarque sobre el ascenso del nazismo. Este película, la única que llevaría un crédito suyo como escritor, resultó una de las más importantes del año, pero incluso en este caso Fitzgerald no tuvo mayores razones para sentirse orgulloso de su trabajo. Con menos escrúpulos que Fitzgerald a la hora de adaptar fielmente una pieza literaria, el productor Joseph Mankiewicz retocó el guion considerablemente para asegurarse de que la película tuviera un final feliz.

Aun con estas modificaciones, por lo menos el nombre de Fitzgerald había aparecido en la pantalla y el genuinamente creyó que las cosas estaban empezando a mejorar. Ciertamente, su carrera parecía estar en ascenso cuando MGM lo puso a trabajar en la próxima película de su mega estrella Joan Crawford. Fitzgerald asumió la responsabilidad de armar un guion original e investigó muchísimo, mirando todas las películas de la actriz para tener una mejor idea del tipo de personaje que quería crear. El resultado final fue Infidelity (1939), considerado por los estudiosos de Fitzgerald como uno de sus mejores guiones. La película, sin embargo, nunca llegó a hacerse debido a los férreos lineamientos del código Hayes. No importó que el estudio tratara de cambiar la trama, ya desde el título el tema resultaba escandaloso y en esa época era simplemente imposible hablar explícitamente de infidelidad en Hollywood.

La mala suerte siguió a Fitzgerald en sus siguientes dos proyectos, The Women (1939) y Madame Curie (estrenada finalmente en 1943), de los cuales fue apartado al no poder escribir diálogos que conmovieran a las audiencias ávidas de romance. Luego de estos dos últimos fracasos como guionista, las autoridades de MGM decidieron deshacerse de él.

A partir de este momento, Fitzgerald comenzó a trabajar como guionista independiente para varios estudios, contentándose con muy poco en términos de calidad y buscando tan solo algo de dinero para poder pagar sus múltiples deudas. En esta época tuvo un roce con la grandeza cuando participó en Lo que el viento se llevó corrigiendo diálogos y reintroduciendo elementos de la novela de Mitchell que habían quedado afuera en una versión previa, pero nuevamente fue despedido luego de una pelea con George Cuckor y David O. Selznick.

Luego de este desaire, y con su salud cada vez más deteriorada, escribió en varias películas menores como Air Rade, Raffles y Winter Carnival. Luego de dos años en Hollywood y casi con nada para mostrar, sin embargo, Fitzgerald algo había aprendido. Hacia el final de su carrera como guionista armó su mejor composición para este medio, Cosmopolitan, basada en su cuento “Babylon Revisited”. Aunque recibió varios halagos por este script, no logró que se filmara y murió creyendo que algún día podría hacerse algo con él. Tan errado no estaba, ya que para 1954, casi irreconocible por la cantidad de modificaciones que se le habían hecho y sin ningún tipo de crédito para Fitzgerald, MGM lo adaptó para una película llamada La última vez que vi París, con Elizabeth Taylor y Van Johnson.

Fitzgerald falleció el 21 de diciembre de 1940 en Hollywood acompañado de su amante, la columnista Sheilah Graham. Su romance con el cine terminó de la peor forma posible. No sólo no logró trascender en un medio en el que se había propuesto triunfar, sino que tampoco pudo ganarse el respeto de sus colegas en Hollywood.

Más allá de todos estos fracasos, Fitzgerald alcanzó la inmortalidad y, pareciera, sus años en Hollywood no fueron completamente en vano. Luego de su muerte, se encontraron unas 150 páginas de una novela basada en sus experiencias en el mundo de los estudios de la “época dorada” del cine. La obra, The last tycoon, fue publicada póstumamente y alcanzó gran éxito crítico.

¿Cómo explicar, entonces, que el gran Fitzgerald fuera tan malo escribiendo guiones? Billy Wilder, su amigo y admirador en sus años hollywoodenses, quizás no estaba tan equivocado cuando comparó el trabajo de Fitzgerald como guionista con la idea de contratar un escultor para realizar un trabajo de plomería. Simplemente “no sabía conectar los caños para que le agua fluyera”.

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