Fijó en su mente cada uno de los instantes de su cautiverio, consciente de que una vez libre debía contar al mundo la odisea de hambre, frío, enfermedad y terror que padeció durante 18 años encerrada en un gulag. Evgenia Ginzburg (Moscú, 1906-1977) escribió El vértigo para narrar el dolor y la tragedia que como ella vivieron millones de rusos. Su testimonio refleja la vergüenza y el sentimiento de culpa que padeció al darse cuenta de que ella, militante del partido comunista, había contribuido a crear un estado de aniquilamiento del individuo.
Evgenia Ginzburg creció con la revolución, se consagró con fervor a la militancia en el partido y defendió con vehemencia su línea política. Se casó con un miembro del partido, fue profesora de Historia y Literatura en la Universidad de Kazán y vivió con ciertos privilegios con respecto al resto de los ciudadanos hasta que cayó en desgracia y conoció la maquinaria siniestra que había puesto en funcionamiento Stalin. En 1937, cuando tenía 31 años, y coincidiendo con la escalada de represión de la época en la que Yezhov fue responsable de la Seguridad del Estado, se le acusó de conocer a un leninista, fue expulsada del partido comunista y condenada a diez años de trabajos forzados. Una vez liberada pasó varios años más en Siberia para esperar al hombre del que se había enamorado, el médico alemán Anton Walter, y no pudo regresar a Moscú hasta 1955. Ginzburg murió en 1977 sin poder ver publicadas sus memorias en Rusia, donde siempre fueron clandestinas y se leían en papeles mecanografiados cosidos a mano.
A lo largo de las 800 páginas de El vértigo, la autora describe situaciones angustiosas, momentos tormentosos y episodios tortuosos. Ginzburg no puede, a pesar de su sufrimiento, olvidar su pasado político y su responsabilidad por no haberse dado cuenta del sufrimiento que padecían millones de compatriotas. Es en el capítulo ‘Mea culpa’ donde ella dice: “En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa… Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la Tierra no bastan para una culpa como ésta”. Evgenia necesitó tiempo para entender hasta dónde estaban dispuestos a llegar los dirigentes del aparato ideológico. La escritora, según el autor del prólogo, Antonio Muñoz Molina, comprendió que “las ideas, las profesiones de fe, las acusaciones, la lealtad y la traición son del todo relativas, dependen del capricho de un interrogador… El aprendizaje de Evgenia Ginzburg es el valor de las vidas individuales”.
En cada uno de los capítulos que escribe la autora el lector puede encontrar momentos angustiosos y dramáticos. Habla de los barracones en los que viven los hijos de las presas y en los que hay colocados letreros dependiendo de la edad que tienen los pequeños: Grupo lactante, Destetados, Mayores…, y recuerda el momento en el que después de tres años recobró su capacidad de llorar. Fue cuando percibió el olor a papilla y vio a los niños correteando cuando recordó a su hijo Vasia, del que le despojaron cuando tenía tres años. Sin embargo, no puede dejar de decir que la situación de los niños de Yelgen no fue igual a los niños hebreos que murieron en el III Reich de Hitler. “Los niños de Yelgen no sólo no eran exterminados en las cámaras de gas: al contrario, hasta eran curados. Y no tenían hambre”. Recuerda con angustia las celdas de castigo en las que aprendió a sobrevivir después de pasar días de pie, intentando alejarse de la piedra cubierta de escarcha gris y resbaladiza. “Frecuentemente me despertaba el dolor y el prurito de los dedos de los pies helados. Era un dolor que me hacía ser consciente de que estaba viva”.
En el prólogo del libro, que fue editado por primera vez en 1967 en Italia en ruso e italiano, Muñoz Molina afirma que las memorias de Ginzburg son “el relato de un viaje a los infiernos carcelarios del comunismo soviético, pero también, y de manera mucho más sigilosa, la confesión de alguien que ha aprendido algo sobre sí mismo y sobre su alma”.
Fue su interés por los nuevos aspectos que le iba descubriendo la vida y la naturaleza humana lo que le ayudó a sobrevivir en las extremas circunstancias que padeció. “Éstas son las memorias de una simple comunista. Una crónica de los tiempos del culto a la personalidad”, sentencia esta mujer que vivió la locura y el terror de un régimen totalitario.