El 15 de febrero de 1898, a las 21.40 h, una inesperada explosión vino a turbar el bullicio noctámbulo de La Habana. El acorazado norteamericano Maine, que se hallaba fondeado en sus aguas, saltó por los aires y se hundió irremediablemente tras cobrarse las vidas de dos oficiales y de 266 marinos que se hallaban a bordo. Aquel triste episodio sigue entre la controversia y el misterio.
Aún no se sabe a ciencia cierta qué o quién produjo la explosión ni cómo y por qué tuvo lugar. Sin embargo, ese percance cambió el curso de la historia de España y de Estados Unidos. Fue la excusa, más que el motivo, de una intervención norteamericana en Cuba que ya se venía gestando y que supuso el primer peldaño en su carrera para convertirse en la gran potencia militar del siglo XX. En cuanto a España, perdió sus últimas colonias y quedó sumida en una profunda crisis política, económica y social cuyas consecuencias han marcado su historia hasta nuestros días.
Problemas coloniales
En aquellos momentos, España tenía un gobierno débil, liderado por Práxedes Mateo Sagasta, y sacudido por el malestar social, la corrupción política y económica y las sucesivas guerras de independencia que, desde 1865, se venían librando en Cuba y Filipinas. Mantener las últimas colonias era vital para la estabilidad del país.
Desde 1895, Cuba estaba de nuevo en guerra. Estados Unidos veía peligrar sus intereses en la isla, aunque financiaba a los insurrectos. En Washington se estimaba que España se hallaba muy debilitada para restablecer el orden en Cuba y que solo podría lograrlo una potencia como Estados Unidos.
En septiembre de 1897 el presidente William McKinley envió a Madrid a su embajador para exigir a España la cesión del autogobierno a los cubanos y ofrecer la mediación norteamericana para lograr el alto el fuego. El gobierno español accedió a la fuerza. Pero el autogobierno no fue aceptado por los dirigentes cubanos, que anhelaban la independencia. Tampoco en España gustaba esa idea. Ni en los círculos políticos, porque podría animar a otras regiones a reclamar igual trato, ni en los económicos, sobre todo en los catalanes, que temían perder sus intereses en Cuba. Tampoco gustaba a la oligarquía agraria cubana, que prefería mantener el statu quo con la metrópoli. Precisamente, las protestas callejeras de estos oligarcas contra las concesiones a los insurrectos alarmaron tanto a Estados Unidos que Washington envió el Maine a Cuba.
Una visita inesperada
El 25 de enero de 1898 el Maine entró en el puerto de La Habana sin previo aviso. Washington comunicó que se trataba de un gesto “amistoso”, de buena vecindad. Las autoridades españolas en La Habana acogieron con corrección a los marinos norteamericanos. Tres semanas después, el 15 de febrero, se producía la trágica explosión que iba a cambiar la historia.
La pregunta es qué pasó en el Maine aquella noche. Qué o quién provocó la explosión que lo hundió. Como consecuencia de la explosión murió buena parte de la tripulación a bordo. La proa quedó totalmente destruida, y el Maine terminó hundiéndose al poco tiempo.
España propuso formar una comisión investigadora conjunta, pero la idea fue rechazada por Estados Unidos, y cada país creó la suya. La comisión norteamericana llegó a la conclusión de que la explosión fue provocada por una mina. Pero su labor investigadora dejó mucho que desear, ya que no contrastó la información obtenida con ningún experto en la materia.
En realidad, el informe norteamericano, hecho público el 21 de marzo, no culpaba directamente a España del atentado. Pero el clima antiespañol llevaba tiempo extendido en Estados Unidos de la mano de los dos principales magnates de la prensa, Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Arengaban a la opinión pública e instaban al gobierno a declarar la guerra y expulsar a España de Cuba. La explosión del Maine les funcionó estupendamente como pretexto.
En Estados Unidos nunca se contemplaron las investigaciones de la comisión española, formada por los capitanes Francisco Javier de Salas y Pedro del Peral. A pesar de las dificultades, recogieron declaraciones de testigos, de los buzos y de los oficiales españoles de artillería naval que desde un bote habían inspeccionado el casco antes de que se hundiera. La conclusión fue que la explosión había sido interna y que no pudo resultar provocada por una mina.
Ultimátum a España
Theodore Roosevelt, subsecretario de Estado de la Armada, que quería enviar sus naves a Cuba de forma inmediata, pero el presidente McKinley no estaba dispuesto a declarar la guerra. El embajador Stewart L. Woodford, para quien Cuba era “the richest slice in the earth” (la más rica tajada de la tierra), ofreció a España la posibilidad de vender Cuba por 300 millones de dólares. España se negó, y McKinley pidió permiso a las Cámaras para intervenir en la isla
España, presionada por todas partes, buscó la mediación del Vaticano y de otros gobiernos europeos para evitar el ataque estadounidense, pero no obtuvo apoyo alguno. El 18 de abril, McKinley recibió el permiso para intervenir en Cuba. Dos días después telegrafió a Woodford a Madrid para que comunicase al gobierno español que en un plazo de tres días abandonase toda autoridad sobre Cuba. La guerra ya era un hecho.
En la actualidad, ha quedado descartada la hipótesis de que la explosión del Maine provocase la intervención norteamericana en Cuba. Esta se habría producido de todas formas, ya que formaba parte de su dinámica expansionista, basada en las teorías de James Monroe (“América para los americanos”). Asentadas sus fronteras internas, los nuevos lindes geoestratégicos y económicos estadounidenses apuntaban al Caribe y al Pacífico. Años antes de la explosión del Maine, varios políticos de alto nivel habían apuntado a la intervención en Cuba. Theodore Roosevelt, cuatro meses antes de la voladura del Maine, ordenó al almirante George Dewey que estuviese preparado para atacar Filipinas.
La explosión solo fue la excusa para la guerra. Una guerra en la que las tropas españolas, en inferioridad de condiciones tecnológicas, fueron diezmadas por los modernos acorazados y los Rough Riders (rudos jinetes) de Theodore Roosevelt, que pocos años después llegaría a la Casa Blanca. La derrota forzó a España a firmar un humillante tratado de paz en París en diciembre de ese año, por el que perdía, a favor de Estados Unidos, sus últimas colonias americanas y del Pacífico. España quedó sumida en una crisis política, económica y social cuyas convulsiones internas han marcado su historia a lo largo del siglo XX.
Texto publicado originalmente en https://www.lavanguardia.com/historiayvida/historia-contemporanea/20190401/47310325474/como-empezo-la-guerra-de-cuba.html
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