Emmy Hennings, la reina dadá

Pocas mujeres antes que ella levantaron una colosal obra de arte sencillamente haciendo uso de su inteligencia, su libertad y su capacidad de desafío. Porque Emmy Hennings alcanzó en su vida ese punto de ebullición en el que sólo es posible vivir desde una rebeldía sin tregua. Ella estableció en el Cabaret Voltaire de Zúrich una jurisdicción creativa propia desde la que sangraba tanto talento como para hacer frente a ese espíritu de carbón gastado que el siglo XX acababa de heredar del XIX. Allí ocupó un lugar principal en el dadaísmo, formando parte de aquella banda de aulladores que disparaba ideas locas en todas las direcciones: arte, teatro, literatura, política…

El periodista y político español Julio Álvarez del Vayo, uno de los muchos que encontraron cobijo en su cama, acuñó en cinco palabras el alcance y el espíritu de esta dama fulminante: “Quiso vivir todas las vidas”. Emmy era la mujer de más bello vivir que había encontrado. Fue poeta, actriz, performer, cometa, explosiva, secreta, ruidosa. Una alemana de 1885 nacida en el centro de una familia humilde, hija de una madre sacrificada y de un padre pescador con modales de mula. “Llevaba el cabello rubio, recortado a la manera de paje; sus ojos brillaban ya entonces como hoy…”. Así la fijó el futuro ministro y embajador de la República en las páginas de la revista España.

Si el gusto por lo excéntrico fue la señal de la cruz de su tierna infancia, todo se recrudeció en la adolescencia con una borrasca fabulosa tras perder inesperadamente un hijo. Aquel primer zarpazo le dejó una cicatriz limpia y una debilidad por la noche y su peligro hermoso. Por la ruta inexplorada de algunos estudios en arte dramático, encontró sitio junto a un amor húngaro entre la tribu torcida que ponía entretenimiento en los barracones de los pueblos. Allí podía sentir la libertad cerca, a su lado, hueso con hueso. Y empezó a ejercer de amante desbocada, de actriz furibunda, de mujer inquieta capaz de hacer que los más desenvueltos del lumpen se sintieran como felices burócratas.

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Emmy Hennings, con una marioneta en el Cabaret Voltaire hacia 1916.

Emmy Hennings, con una marioneta en el Cabaret Voltaire hacia 1916.

A la salida de esos años nómadas, Emmy Hennings se hizo sitio en los cafés de Berlín y de Múnich con inesperada novedad. Viajó a Bremen, donde maulló como una gata triste en un teatro que también ofrecía la mercancía de su carne cruda, pero logró escapar hasta Colonia para rematar en el expresionismo junto a Ferdinand Hardekopf. “Yo olvidé mis caminos, / fui silenciosa por el camino de espinas / de la más dolorosa aniquilación”, confiesa en los poemas ahora traducidos por primera vez al español que cierran Cárcel (El Paseo), libro que narra, con palpitante verdad, su paso por prisión tras robar a un cliente. Lo que a cualquier humano devastaría por dentro, a ella le daba una pátina de vida extra, haciendo de sus quebrantos desvaríos gloriosos.

Instalada de nuevo en Múnich, retornó a su ministerio de depravación con las madrugadas y con los escándalos. Era una cabaretera insólita en medio de una tropa de artistas alucinados que sobrevivían de sumergirse en morfina o de disolver la absenta en la copita de dedal. En una de esas expediciones nocturnas conoció a D’Anunnzio, a Marinetti, a Cocteau, a Tagore quizás, pero sería Hugo Ball, ese muchacho de flequillo imposible y ojos de profeta, quien lo iba a cambiar todo. Aunque ella ya llevaba dentro la molécula invasiva del arte: los años de cabaretera le habían dado a Emmy Hennings la dulce depravación que se necesitaba para asumir la creación sin dios ni amo.

“Por aquel entonces, [Hugo Ball] vivía en concubinato con la señora Hennings, escritora y cantante ambulante (…). Vivían de ingresos procedentes de la prostitución de Hennings, hecho que Ball aceptaba. La señora Hennings no poseía ningún tipo de documentación y ya por aquel entonces escribía para una revista titulada Der Revoluzzer. En un número que se encontró en su posesión, glorificaba a un anarquista ajusticiado (…). La pareja en concubinato sufría una extrema pobreza”, señala un informe policial sobre los días de la pareja en Zúrich, antes de que se lanzaran a fundar el Cabaret Voltaire, que vendría a ser la cueva de Altamira de lo nuevo aún por ocurrir.

Porque, cuando Europa ya era una carnicería con la Primera Guerra Mundial zumbando por los campos, Emmy Hennings, Hugo Ball, Tristan Tzara, Jean Arp, Marcel Janco y otros chiflados se dispusieron proclamar el dadaísmo dentro de aquel local destartalado que remataba en altura una cervecería. Ellos estaban proponiendo la fundación de una nueva astronomía allí donde todo se empezaba a reducir a escombros, de ahí que la más disparatada (y más anárquica) de las vanguardias no se apoyara en verdades inmutables, sino en la más pura imprecisión, en lo inmediato, en lo aleatorio, en la contradicción y en la libertad radical del individuo.

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Emmy Hennings, como mujer araña en 1915 en el cabaret Max Ensemble

Emmy Hennings, como mujer araña en 1915 en el cabaret Max Ensemble

El escritor Kurt Guggenheim dejó en su novela Alles in allem (1957) la descripción de una de las actuaciones de la reina dadá en el Cabaret Voltaire. Allí estaba, ante el público, con “los labios pintados de rojo, los grandes ojos rodeados de oscuro color, su frente la cubrían los lisos flequillos de negro pelo”. La acompañaba Ball, “un hombre alto, de aspecto serio”. Emmy “abrió la boca sin más movimiento y cantó, el rostro inmóvil, con alegre, suave voz desgarradora”. Acabada la interpretación, bajó “la pequeña escalerita pegada al estrado” y fue de mesa en mesa vendiendo una postal con el poema impreso que acababa de cantar enlazando a su paso a “la gente con un hilo invisible”.

Al tiempo, empezaron las primeras publicaciones del movimiento, que se difundía en revistas (Cabaret Voltaire, la principal), carteles con nuevas tipografías, collages y octavillas. También las muestras de objetos, dibujos y pintura. Las performances. Las reuniones conspirativas. La confabulación de todos contra todos, mientras se construían una hermosa fortaleza con las piedras que les tiraban. “Para que todo eso explotase fue necesario el volcán que supuso Emmy Hennings, quien sostuvo económicamente a aquel núcleo artístico con sus actuaciones y su magnética presencia”, ha explicado Fernando González Viñas, quien narró la vida de la actriz y cantante alemana en el cómic en El ángel Dadá, con dibujos de José Lázaro.

Con todo, si cada día era más importante su rango en la vanguardia, a cada hora le hurtaban la delicada cortesía de reconocerlo. La habían convertido en la mascota desechable que entra y sale por la puerta de servicio para entretener un momento a los hombres de su linaje. Acaso algo de este desencanto fue activando su retirada. Tras la aventura efímera en el Cabaret Voltaire, Hugo Ball y Emmy Hennings se establecieron cerca de Ascona, en el cantón suizo de Tesino, como parte de la extravagante comunidad de Monte Verità, formada por “fugitivos de la civilización”. Ella murió el 10 de agosto de 1948 en Lugano, después de que un cáncer se llevara a su pareja y la vida le devolviera una hija.

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