Emily Dickinson, a puertas cerradas

Para cualquiera que sepa algo de su vida, no hay duda que la historia de Emily Dickinson es un campo minado de clichés. Una y otra vez se ha tratado de explicar que esta misteriosa poeta, reconocida como una de las más grandes del medio, no era más que una mujer excéntrica que vivía recluida en la casa de su padre y, mientras vestía ropas blancas y lloraba por un amor perdido, escribía poemas.

Literalmente hoy nos quedan casi 1800 “pensamientos”, como Dickinson llamaba a su obra lírica, que atestiguan su brillantez, pero mucho de lo que sucedió en su vida y de su contexto de producción continúa en las sombras. Es casi seguro, sin embargo, que esta elusiva realidad no se parece demasiado a la imagen que se ha ido formando de ella. En lo concreto, las historias de sus primeros años de vida nos muestran una Dickinson de trato amigable, sociable y, aunque frágil de salud, plenamente integrada a la vida religiosa y universitaria del pueblo de Amherst en Nueva Inglaterra. Nacida el 10 de diciembre de 1830, en un contexto de gran efervescencia espiritual como fue el llamado Segundo Gran Despertar, desde que era muy pequeña convivió con los ideales del puritanismo, pero a diferencia de muchas otras mujeres de su época el buen pasar económico y la posición social de su padre abogado y político le permitieron acceder a una educación formal. A partir de 1840 acudió a la sección femenina de la Amherst Academy, institución muy cercana al prestigioso Amherst College, y allí Dickinson tuvo además la fortuna de aprender todo tipo de saberes, incluyendo latín y ciencias naturales. De ahí en más, sin embargo, las certezas se terminan.

Aparentemente, tras una breve e infeliz experiencia en el Seminario para Señoritas de Mount Holyoke, Dickinson retornó al hogar paterno. Aunque limitó su contacto con el exterior y empezó a comunicarse con otras personas básicamente a través de cartas, en este punto no hay mayores razones aún para pensar que algo estaba realmente mal con ella. Hasta 1855, por ejemplo, existe evidencia de que acudía de forma limitada a reuniones sociales y de que llegó a tratar personalmente a individuos como el editor del Springfield Republican, Samuel Bowles. Fue entonces recién en la segunda mitad de la década de 1850 que – tras coincidir un deterioro en las finanzas familiares y la enfermedad sin nombre que afligió a su madre – Dickinson se instaló con sus padres en la que había sido la casa de su infancia en la Main Street de Amherst e intensificó su aislación.

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Emily Dickinson (izquierda) con sus hermanos
Emily Dickinson (izquierda) con sus hermanos

 

Desde allí, armó sus primeros “fascículos” de poemas (estrictamente para uso privado) y se preparó para establecer con el mundo un contacto básicamente epistolar. En los siguientes años de su vida, Dickinson se carteó con una red muy selecta de remitentes que llegaron a incluir a allegados, como su querida cuñada, Susan, y personajes prominentes del ambiente literario, como el escritor Thomas Wentworth Higginson. Estas personas la ayudaron a ampliar sus horizontes, presentándole trabajos de escritores que la inspiraron, como Ralph Waldo Emerson o de Robert y Elizabeth Browning, y, en el intercambio, Dickinson compartía con ellos su obra poética.

Para muchos es elocuente que alguien tan ensimismado como ella, que siempre insistió en vida en no ser publicada, hiciera tan accesible su trabajo a personas que, de hecho, tenían el poder de llevar su obra a una audiencia mucho mayor. Pero más que la mera confirmación o publicitación de sus talentos, se ha sugerido que Dickinson, siendo alguien que usaba la poesía como lenguaje, usaba este ir y venir de la palabra como una forma de pensar y de mantener activo el flujo creativo. Acercarse a su obra no es, entonces, asomarse al alma de una mujer que llora una pérdida, como tantas veces se ha supuesto, sino que aquella representa un delicado y meditado estudio de la realidad. De forma más o menos personalizada, en sus cartas/poemas Dickinson entablaba un diálogo con los otros, pero primordialmente se miraba a ella misma y usaba la materialidad del mundo (de ahí sus poemas llenos de referencias a, por ejemplo, cerebros, manos y ojos) para entender y expresar sus propias miserias y sufrimientos.

De lo poco que se sabe de este periodo de reclusión, queda claro que salud no era buena dado que ella vivía con algún tipo de enfermedad mental no diagnosticada (se ha sugerido en los últimos años que podían ser ataques de pánico) y que su visión se había empezado a deteriorar. Igualmente, con mayor o menor dificultad, siguió trabajando hasta su muerte por el mal de Bright en 1886.

Lejos de permanecer en las sombras, como podría tranquilamente haber sucedido, aquellos cercanos a Dickinson se esforzaron por preservar su obra para la posteridad. En 1890, por auspicio de su hermana, Lavinia, sus poemas fueron puestos a disposición de Higginson y publicados por primera vez en versiones groseramente editadas para resultar atractivas al público de la época. Con un éxito arrollador, a partir de entonces y hasta hoy, estudiosos y curiosos de todo el mundo siguen siendo cautivados por las palabras de Dickinson, contribuyendo a recuperar las intenciones originales de la autora y a aclarar mucho del misterio que rodea a su mítica figura.

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Estampita conmemorativa de Emily Dickinson, 1971.</div>
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