El trágico destino de nuestros próceres de la Independencia

El Congreso de 1816 reunió a lo más granado de la intelectualidad del ex virreinato.

Basta afirmar que de los 29 que suscribieron el acta del 9 de julio, 12 eran sacerdotes, 19 abogados y todos universitarios egresados de las universidades del Alto Perú, Córdoba, Chile y España. De ellos, 15 fueron encarcelados o debieron exiliarse para evitar sanciones o retaliaciones.

Estos hombres declararon la independencia en un momento realmente dramático de nuestra historia. La derrota de Sipe Sipe y la amenaza de una invasión española desde el Norte o lusitana desde la Banda Oriental, ponían en peligro el movimiento libertario iniciado en 1810. Sin embargo, los congresales estaban convencidos de que debían dar este paso para convertir una guerra civil entre españoles y criollos en una guerra entre naciones y de esta forma evitar las sanciones que implicaban los crímenes de traición y lesa majestad, severamente sancionados por la corona española. Por esa razón, el 9 de julio juraron la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Los otros fines para los que habían sido convocados al Congreso, como dictar una Constitución y proponer una forma de gobierno, demoraron años en concretarse. El rechazo a la Constitución del 19, por ser unitaria y de tendencia monárquica, le ocasionó a estos diputados innumerables inconvenientes, como la prisión o el exilio. Tal fue el desencanto, que hacia 1820, en un artículo de “El Argos”, el editor se preguntaba qué “persona de bien e ilustrada” se atrevería a ejercer alguna función pública, ya que casi todos habían sido castigados.

Paso a enumerar las vicisitudes sufridas por algunos diputados que declararon nuestra independencia.

El Presbítero Manuel Antonio Acevedo, nacido en Salta pero representante de Catamarca, fue el encargado de pronunciar el sermón de apertura de sesiones; sin embargo, esta distinción no fue obstáculo para ser encarcelado en el tumultuoso año 20 por haber votado la Constitución unitaria del ’19.

José Ignacio de Gorriti suele ser confundido con su hermano Juan Ignacio, el célebre canónigo. José Ignacio fue el único militar que asistió al juramento del 9 de julio pero lo hizo en su carácter de abogado. Curiosamente, la iconografía de la independencia (que no fue coetánea a la declaración), insiste en incluir militares en el evento, cuando solo Gorriti lo era y no queda constancia que haya asistido vistiendo su uniforme. En esas mismas ilustraciones escasean los prelados cuando, como vimos, eran una docena. ¿Fue acaso un mensaje subliminal a las próxima generaciones? El Congreso tenía una finalidad legislativa, e incorporar a individuos que desconocían las leyes tenía poco sentido.

Gorriti fue gobernador de Salta pero cuando su provincia fue invadido por Quiroga, debió exiliarse y murió en Charcas, donde su hija Juana Gorriti, la conocida escritora, se casó con Manuel Isidoro Belzú -presidente de Bolivia-.

Pedro León Gallo era un sacerdote oriundo de Santiago del Estero, provincia a la que representó en 1816. Después del congreso fue un dilecto colaborador del gobernador Ibarra, circunstancia que le acarreó problemas cuando los hermanos Taboada se hicieron cargo de la provincia. Intentó huir a Tucumán pero fue apresado y sometido a tormento. Murió en esa ciudad en 1852.

Tomás Godoy Cruz también se vio envuelto en las guerras civiles que asolaron al país desde 1828. Después de la Batalla de Rodeo de Chacón, cuando los federales se hicieron del poder en Mendoza, Godoy Cruz se exilió en Chile y todos sus bienes fueron confiscado. Sin embargo, el fraile Aldao le permitió volver a su provincia con tal de promover las industrias locales, especialmente la del gusano de seda, tema sobre el que el don Godoy Cruz había escrito un tratado.

Antonio Sáenz, doctor en teología y leyes, fue el primer rector de la Universidad de Buenos Aires pero antes de acceder a ese nombramiento académico debió ocultarse por un tiempo ya que le fue advertido que las autoridades lo estaban buscando para apresarlo por firmar la Constitución del 19.

Teodoro Sánchez de Bustamante tuvo menos suerte que Sáenz ya que fue apresado en 1820. Años más tarde, después de ser gobernador de Salta, debió huir a Bolivia donde falleció.

José Serrano se trasladó a Buenos Aires junto a los otros congresales para dictar la Constitución, pero en 1819 fue enviado junto a Marcos Balcarce en misión secreta. Interceptado por las tropas de “Pancho” Ramírez, fue liberado después de una serie de penurias.

Fray Justo Santa María de Oro debió desterrarse a Chile por los graves conflictos suscitados en su provincia. Estando en el país trasandino se lo creyó implicado en un movimiento reaccionario a favor de O´Higgins. En esa oportunidad fue deportado a la isla Juan Fernández, la misma en la que el naufrago Alexander Selkirk vivió las peripecias que dieron lugar al relato de Robinson Crusoe por Daniel Defoe (curiosamente, quien introdujo este libro en el virreinato fue un colega del Congreso de 1819, Tomás Anchorena).

Viene al caso aclarar que algunos autores cuentan a 17 prelados como firmantes del acta de independencia, pero algunos como Loria tomaron los hábitos años más tarde. Miguel Calixto del Corro no asistió a la firma por haber sido enviado a una misión con Artigas y Luis José de Chorroarín, Felipe Antonio de Iriarte y el Dean Funes se sumaron al Congreso después de la firma del Acta del 9 de julio.

Pedro Ignacio Rivera fue otro de los diputados encarcelados en 1819. Se desconoce el lugar donde fue enterrado.

José Eusebio Colombres se vio obligado refugiarse en Bolivia después de la muerte de Marco Avellaneda y el fracaso de la Liga del Norte. Volvió a Tucumán, su provincia natal, donde se dedicó a la industria azucarera, aunque nuevamente fue hostigado por los rosistas. No obstante, cuando Quiroga entró a Tucumán, puso guardias para custodiar su hogar.

Pedro Castro Barros fue tomado prisionero a la caída del general Paz y conducido a Santa Fe por las tropas de López. De allí fue trasladado a Buenos Aires donde sufrió un simulacro de fusilamiento. Después de este penoso episodio emigró a Uruguay. Al ser rechazado como vicario general decidió irse a Chile donde murió en 1849.

Pedro Uriarte también fue encarcelado en 1820 y liberado a instancias del gobernador Ramos Mejía en 1820.

Juan José Paso, a pesar de su larga carrera política, fue apresado brevemente en 1820. Después de este episodio su actuación pública se limitó y decidió ingresar en las ordenes franciscanas terciarias. Fue enterrado en la Recoleta vistiendo un sayo de la orden.

Por último nos quedan los dos representantes cuyanos, Juan Agustín Maza y Narciso Laprida, ambos compañeros de estudio en la Universidad de Chile, convocados para el Congreso de Tucumán pero separados por sus diferentes inclinaciones políticas.

Juan Agustín Maza era federal y allegado al gobernador Corbalán. Ante la amenaza de las tropas de Paz, Maza abandonó la ciudad de Mendoza y se refugió junto a un grupo de federales en las tolderías del cacique Coleta, quien los traicionó en forma aviesa. Maza murió en la que dio en llamarse la “Masacre de Chacay”.

En cambio Laprida adhirió a la causa unitaria y junto a Domingo Sarmiento se enroló en las tropas que pelearon contra los hombres del fraile Aldao en la batalla del Pilar (Mendoza). La suerte le fue adversa a los unitarios. Sarmiento logró escapar y al pasar a Chile; en la pared de una choza de “El Zonda”(1), escribió “Las ideas no se matan” (frase atribuida al Conde Volney).

Narciso Laprida, en cambio, corrió peor suerte. Algunos dicen que fue emparedado en una vieja casona y otros, que fue enterrado vivo por las hordas de Aldao. Desde entonces se barajaron las versiones más terribles sobre esa tarde de “balas y polvo en el viento”(2) cuando los argentinos descubrimos que nos une el espanto.

 

(1) Así lo afirma Allison W. Bunkley en su Vida de Sarmiento.

(2) “Poema conjetural” de Jorge Luis Borges.

 

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