A las cuatro, decidió golpear con vigor la puerta y, a continuación, sin ocultar el nerviosismo, llamó a gritos a su patrón.
Al caer la tarde, ayudados por un grupo de vecinos, derribaron la puerta. No fue una escena macabra, sino una escena de solidaridad. El dormitorio estaba ordenado en extremo. En la mesita de noche, alineados, dos vasos con restos de veneno y cuatro cartas… Y sobre el lecho impecable y sereno el famoso escritor abrazado a su esposa.
Según declaraciones de los legistas, el poderoso veneno lo habían ingerido a las 6 de la mañana.
El brillante escritor Stefan Zweig, luego de un peregrinar por el mundo, huyendo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, había resuelto emprender la postrer etapa de su vida el tránsito a la muerte en la más idílica de las ciudades brasileñas, Petrópolis, a miles de kilómetros de su Austria de donde huyó en 1934, escapando de la persecución nazi que se cernía sobre la comunidad judía de Europa.
Y para ese último viaje, el de la muerte, convidó a su segunda esposa.
Stefan Zweig, dueño de una maravillosa pluma, tuvo la virtud de adivinar desde muy joven la inmensa posibilidad que se abría para la literatura, al incorporar las nuevas técnicas del picoanálisis a la descripción de sus personajes históricos.
Maestro de la biografía, buceó profundamente en la psiquis de aquellos grandes personajes históricos que recreó: María Estuardo, Fernando de Magallanes, José Fouché y María Antonieta, entre otros. El famoso escritor, más que retratarlos, los radiografiaba, diseccionaba, interpretaba sicológicamente y los convertía en seres de carne y hueso, dueños de pasiones, emociones, fanatismos, flaquezas, manías y fragilidades.
Huyendo de la amenaza nazi y del militarismo alemán, Zweig se había refugiado en Inglaterra en 1934. Desde entonces, sucesivos golpes emocionales fueron dejando una inexorable huella en su sensible personalidad. La ocupación de su natal Austria por los ejércitos nazis 11 de marzo de 1938 lo deprimió en extremo. Luego la declaración de guerra de Inglaterra contra la Alemania nazi, en septiembre de 1939, lo hizo partir hacia Argentina para escapar del fantasma de la violencia.
En agosto de 1941, a bordo del vapor Montevideo, ancló en Río de Janeiro y se enamoró del Brasil. Viajó por gran parte de ese país para reunir en forma laboriosa y metódica material para el último libro que publicó, El Brasil en el Futuro .
Dos meses antes del suicidio, la pareja judía se radicó en Petrópolis, plácida capital imperial, de grandes palacios, donde reinara Pedro II del Brasil.
Por extraña paradoja, esa misma semana se reunían en Wannsee, cerca de Berlín, los altos jerarcas nazis para coordinar los detalles de la solución final : el genocidio de los judíos europeos hacinados en los campos de concentración.
Ese lunes fatídico, fueron halladas, sobre la mesa de noche, cuatro cartas de despedida. Una de ellas, dirigida a Claudio de Souza, presidente del Club de Escritores del Brasil, decía así: Antes de abandonar la vida por mi propia voluntad quiero decir mi última palabra, la cual es para agradecer a este maravilloso país Brasil la hospitalidad con que me recibió. Cada día pasado en este país me ha servido a mí para amarlo más y en ningún otro podría haber cifrado yo mayores esperanzas de poder reconstruir mi vida.
Después de haber visto caer la tierra donde se habla mi lengua y a mi patria espiritual Europa destruyéndose, y habiendo llegado ya yo a la edad de 60 años, sería necesaria una gran fortaleza para reconstruir mi vida, pero mis energías están agotadas por largos años de peregrinación de quien no tiene patria.
Por ello creo que ha llegado el momento de poner fin a una vida que estuvo dedicada únicamente a la tarea espiritual de considerar la libertad humana y la mía propia como la más grande riqueza de la Tierra.
Al partir, dejo un emocionado adiós para todos mis amigos.
Texto publicado originalmente en el sitio https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-190664