El sexo al diván

La figura de Richard von Krafft-Ebing (1840-1902) parecía un caso cerrado en la historia de la sexología. Desde el dictamen de Wettley (1956) considerándolo como el “verdadero fundador de la patología sexual moderna”, contra cuyas “tonterías profundamente dañinas” advierte Brecher (1969), y que causa irritación en Weeks (1985) por su “manía clasificadora” de perversidades, solo Bullough (1994a) había roto una lanza por él al sostener que “hizo lo que pudo para estar al día en las últimas investigaciones sobre el sexo”, matizando que “pocos investigadores suscribirían hoy día sus explicaciones sobre las diversas formas de conducta sexual” (1994b).

Se veía a Krafft-Ebing como el epítome de la medicalización de la sexualidad, defensor a ultranza del victorianismo, centrado en la procreación y el estándar heterosexual y promoviendo el mayor control posible por parte del Estado de las “inmoralidades” eróticas (Oosterhuis, 2000).

Han tenido que pasar casi 100 años desde su muerte para que se haya empezado a reconsiderar esta imagen tenebrosa. Anticipados ya algunos planteamientos en un capítulo del libro colectivo Science and Homosexualities (Rosario, 1997), el aldabonazo definitivo1 vendrá con la publicación de Stepchildren of nature. Krafft-Ebing, Psychiatry and the making of sexual identity (2000) del historiador holandés Harry Oosterhuis.

Tras un minucioso estudio de la época y las obras de Krafft-Ebing, y especialmente de su correspondencia —en gran parte inédita— con pacientes y otras personas que le escribían para contarle sus historias, Oosterhuis desmonta algunos de los tópicos más asentados.

En primer lugar, contextualiza la Psiquiatría de la época como la hermana pequeña de la medicina, luchando por ser aceptada y respetada; lejos, pues, de esa imagen de poder y control social con que se le asocia.

Gracias al examen de su correspondencia, Oosterhuis demuestra lo inadecuado de considerar que unos tenían el poder y otros eran las víctimas. Entre Krafft-Ebing y sus clientes se daba una influencia recíproca más parecida a un diálogo que a un etiquetado unidireccional. Un hombre de negocios homosexual le escribió lo siguiente acerca de su obra más famosa, Psychopatia Sexualis (en adelante, PS):

He visto en su libro que está trabajando y estudiando sin prejuicios en interés de la ciencia y la humanidad. Aunque puede que no le diga mucho de novedoso, le hablaré de un par de cosas que confío recibirá como un ladrillo más para la construcción de su trabajo: en sus manos, estoy seguro, esto ayudará a mejorar nuestra condición social.

(Oosterhuis, 2000, p. 199)

Recordemos que desde la primera edición de PS en 1886 a la duodécima en 1903 su obra magna pasa de 110 a 437 páginas. El material con que amplia en estos 17 años su libro procede cada vez más de la correspondencia que le llega y de los que atiende en su consulta, en detrimento de los testimonios de origen judicial, de asilos, o prestados por otros médicos (práctica común en la época). El hecho de que la correspondencia recibida fuese amplia da que pensar acerca de cómo fue leído su libro por los afectados (aunque, institucionalmente, de hecho, se emplease en los juzgados contra ellos). Veamos el fragmento de otra carta enviada por un homosexual:

Su obra Psychopathia sexualis me ha consolado mucho. Contiene pasajes que podría haber escrito yo mismo; parecen sacados inconscientemente de mi vida. (…) Siento que me he quitado un gran peso de encima.

(Oosterhuis, 2000, p. 199)

PS cumplió un papel equiparable al que hoy en día cumple internet como punto de encuentro de gente que comparte peculiaridades por inusuales que sean. La posibilidad de hablar de lo antaño innombrable, de encontrar descripciones de deseos que cada cual, en la soledad de su conciencia, consideraba únicos, ejerce un efecto calmante y liberador.

Importa subrayar que hay un elemento de clase social en la mayor aceptación por parte de Krafft-Ebing de los testimonios procedentes de la clase media-alta profesional, particularmente articulada y elocuente, frente a las informaciones que obtuvo al principio de los asilos y de gente de clase baja que había infringido la ley.

Frente a la imagen hosca de Krafft-Ebing, proyectada por su estudio de “los sufrimientos del hombre”, su reputación entre los pacientes era de confianza y tolerancia, como puede verse por la correspondencia y el testimonio de contemporáneos como Albert Moll.

Otro punto que también constata Oosterhuis es que los fragmentos de cartas citados en PS son representativos de las cartas que recibía; es decir, que ni seleccionaba fragmentos que se ajustasen a sus tesis, ni escogía los casos más escabrosos.

Como ha señalado Lesley Hall (2002), una limitación del proyecto de Krafft-Ebing fueron las mujeres. Tal vez por su adopción de la creencia decimonónica de que la lujuria era esencialmente un asunto masculino. “En caso contrario —escribió en 1903—, el mundo entero sería un burdel, y el matrimonio y la familia conceptos inconcebibles” o a que por razones económicas, sociales o culturales, las mujeres no estaban en condiciones de acudir a consulta y mantener con un hombre una relación más o menos igualitaria.

El libro de Oosterhuis, impresionante fresco biográfico y social, que recoge la evolución y contradicciones de Krafft-Ebing, suscita interesantes cuestiones acerca de cómo se ha leído PS y cuál es el papel de los casos en la construcción epistemológica. La propuesta de Oosterhuis, emparentada con la “historia desde abajo” de Lefevbre, presta relevancia a las voces de los “pervertidos” que aparecen en PS y en las cartas a Krafft-Ebing, dando lugar a una historia cultural de la sexualidad, en la que prima la interpretación de la vivencia de un sujeto en un tiempo y lugar determinado frente al discurso abstracto desde arriba. Es mérito de Oosterhuis haber mostrado que la lectura de los casos sirvió de alivio a los que se vieron identificados; su existencia dejaba de ser impensable e innombrable para tomar carta de naturaleza.

Ahora bien, lo que separa el planteamiento de Oosterhuis de una historia contextual de la sexología es el ir más allá del testimonio de cada sujeto y atender al uso de los casos: dónde se colocan, qué va delante y después, con qué categorías se ordenan, y cómo se emplean para teorizar (Crozier, 2001). Si bien los propios afectados han escrito sus casos, y les alivia reconocer rasgos semejantes, desde un punto de vista sexológico no dejan de estar insertos en una narrativa cuyo eje es la teoría de la degeneración. De ahí que hasta la descripción más normalizada de cualquier caso se lea de otro modo si aparece en un capítulo titulado “Patología general”, y cuyo campo semántico se mueve entre la anomalía, el abuso y la enfermedad. Todo lo cual no resta valor al libro de Oosterhuis, sino que lo sitúa en unas determinadas coordenadas epistemológicas y deja abiertos otros modos de escribir la historia de la sexología.

Aunque al final de su vida Krafft-Ebing pide despenalizar la homosexualidad, y se le va volviendo más borrosa la linde entre lo normal y lo anormal, centrándose cada vez más en los deseos, en vez de en la reproducción, sus lentes —es innegable— eran primordialmente patologizantes. Un siglo después, mutatis mutandis, sucede lo mismo leyendo ciertos manuales de sexología, por más que se revistan con el manto de la salud sexual: buscan enfermedades, y las encuentran. Después de todo, Krafft-Ebing no es sino un antecedente de la salud sexual, cuya episteme, conviene subrayarlo, es distinta a la de la sexología (Amezúa, 1990). Todavía hay clases.

1- Bancroft (2001) lo considera un “libro excelente”; para Weeks (2001) es un “retrato absolutamente convincente”; Hall (2002) lo ve “importante” y “significativo”; Bullough (2001) lo juzga “pionero” y “bien documentado”; Crozier (2001) piensa que es “el mejor libro de historia de la sexología escrito por una sola persona” y el libro de referencia sobre Krafft-Ebing.

[Texto publicado en el Boletín de Información Sexológica nº 58 de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología (AEPS)]

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