El partido Nazi y el poder absoluto

Lo primero que hizo fue volver a convocar a elecciones, confiando en que obtendría una mayoría nazi en el Parlamento. La votación fue convocada para el 5 de marzo, y hasta el día de las elecciones la radio estatal emitía propaganda nazi permanentemente y las SA (“Secciones de Asalto”, cuerpo paramilitar vinculado al partido nacionalsocialista obrero alemán) acosaban e intimidaban a los oponentes impidiendo que se expresaran, incluso que hicieran actos políticos. ¿La policía? Bien gracias, pasividad total ante los atropellos nazis, que se transformaron en moneda corriente.

Una semana antes de las elecciones, la noche del 27 de febrero, el edificio del Parlamento de Berlín ardió por completo. El incendio (muchos historiadores sostienen que fue provocado por los mismos nazis, lo cual sería una figura admonitoria de lo que vendría después) proporcionó la excusa necesaria para la represión. Los nazis instalaron la idea de una supuesta conspiración comunista detrás del hecho. A consecuencia de eso los derechos civiles fueron suspendidos, la prensa fue censurada y cuatro mil personas fueron encarceladas. Si eso no es infundir temor (“mejor que estés con nosotros, si no… mirá lo que te puede pasar”)…

A pesar de todo, los nazis no lograron en las elecciones la victoria que esperaban: obtuvieron el 44% de los votos. Pero (siempre hay recursos para hacerse con el poder completo) el Partido Nacionalista alemán acordó una coalición con los nazis y juntos formaron el gobierno con la mayoría absoluta. O sea: las gallinas dejaron entrar amablemente al zorro en su gallinero, o algo así.

Apenas unos días más tarde, después de arrestar o excluir a los 81 diputados comunistas y destruir su coalición con los centristas, Hitler presionó severamente para que se aprobara la “Ley de Unificación del Estado”, un eufemismo que lo único que hizo fue otorgarle el marco legal para una dictadura de hecho.

Todos los partidos políticos excepto el partido nazi fueron disueltos (el zorro se comió a las gallinas, como era de esperar); se abolieron los gobiernos locales, el partido nazi manejó la policía a su antojo y hubo purgas en las universidades.

Todos los funcionarios estatales fueron citados: tenían que demostrar su lealtad política y que no tenían sangre judía en sus venas. Los sindicatos (los que aún tenían algún margen de movimiento) se reorganizaron y formaron el Frente Obrero Alemán, que terminó siendo una organización títere del nazismo.

Se promulgaron las leyes para “la perfección de la raza aria”, que autorizaban la esterilización de las personas “defectuosas”. El gobierno favoreció y hasta estableció un boicot contra los negocios cuyos propietarios fueran judíos y alentó la quema de libros, que llegaron a transformarse en verdaderos actos que congregaban a mucha gente.

Y comenzaron a construirse los nefastos campos de concentración, empezando por Dachau (sí, en 1933, muchos años antes de la Segunda guerra Mundial). Localizado a 13 kilómetros al noroeste de Munich, el Campo de Concentración de Dachau (Konzentrationslager Dachau) fue el primer campo de concentración oficial. Aunque en un principio fue utilizado para encerrar a los prisioneros políticos (en agosto de 1933 ya había más de cuarenta mil presos políticos hacinados ahí), pronto comenzó a llenarse de judíos, gitanos, homosexuales y testigos de Jehová perseguidos por el régimen nazi (ya era más que un partido político, era un régimen que ostentaba el poder absoluto).

Hitler y los nazis eran ahora los dueños de Alemania. Tenían el poder absoluto.

En octubre de 1933, Alemania se retira de la Sociedad de las Naciones anunciando su intención de rearmarse. Para ponerle la frutilla al postre, Adolf Hitler anunciaba que el mundo ya no trataría nunca más a los alemanes como “ciudadanos de segunda clase”.

O sea que, avisar… avisó, Adolf.

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