El nazismo como religión

Eran tiempos difíciles para la Iglesia, el materialismo marxista era su frente más problemático que llegó a extremos de persecución anticlerical en Méjico y en España. El Papa Pío XI poco podía hacer ante el desastre que se desplegaba delante de sus propias narices, comprometido por la firma del Concordato Imperial con las autoridades del Partido, firmado en 1933 entre el vicecanciller Franz von Papen (1879-1969) y el cardenal Eugenio Pacelli (1876-1958)[1] (futuro Pío XII).

La restitución de los bienes de los Estados Vaticanos a la Iglesia salvó al papado de las onerosas deudas que lo hostigaban. Esta bendición se debió a la iniciativa de un político socialista y ateo llamado Benito Mussolini (1883-1945) quien, de esta forma, se aseguraba el electorado católico en Italia. Fue un acto de mutuo beneficio.

El Papa Pío XI, en vista de los excesos cometidos por el nazismo prebélico, publicó la encíclica Mit brennender Sorge (con ardiente preocupación), donde denuncia las violaciones al Concordato cometidas por el gobierno alemán. La difusión de dicha encíclica fue prohibida en Alemania. A lo largo de la contienda las quejas del Vaticano fueron difundidas, aun por orden del Papa Pío XII, pues temía las reprimendas de los católicos en general y de los curas en particular (especialmente en los países ocupados, aunque en Rumania y Bulgaria la Iglesia pudo proteger a los judíos de forma más abierta). El Vaticano no pronunció más que unas frases elípticas y asistió a algunos individuos en casos puntuales, pero no condenó abiertamente el antisemitismo ni las persecuciones raciales y menos aún instó a rebelarse contra el régimen. De allí su fama de tibio y hasta antisemita.

Una vez terminado el conflicto, el Vaticano ayudó a los nazis a huir hacia paraísos latinoamericanos, como la Argentina, donde pudieron reiniciar una nueva vida con el apoyo de gobiernos permeables a las dádivas que hicieron la vista gorda ante la avalancha de criminales de guerra alemanes, croatas, franceses y belgas que entraron con pasaportes apócrifos de distintas nacionalidades (aunque predominaron los argentinos) facilitados por la Cruz Roja y el Vaticano.

Un movimiento tan extenso y “esotérico” como era el nacionalsocialista, naturalmente encontró diletantes religiosos que en un inicio acogió en su seno. Uno de ellos fue Artur Dinter (1876-1948), autor de una novela llamada Pecado contra la sangre (de innegable tendencia antisemita), que vendió 250.000 ejemplares en 1918. El autor se puso en contacto con Hitler,[2] a quien le entregó los libros de su autoría para que el futuro Führer se entretuviese durante su detención en 1923, después del putsch en Múnich. Hitler lo premió integrándolo al Partido. Tenía el carnet N°5. El problema entre el líder y el escritor se inició cuando Dinter quiso convertir al nazismo en una nueva religión, continuando las reformas de Martín Lutero (1483-1546). Sus ataques a la Iglesia Católica se hicieron más virulentos y le trajeron problemas al Partido con la Iglesia alemana. En plena campaña política, Hitler no quería tener ese tipo de enfrentamiento y lo conminó a Dinter a terminar con el tema. Sin embargo, Dinter rebatió el reproche del Führer diciéndole que él desconocía el “inmenso significado del movimiento religioso völkisch“. En su libro sobre religión y socialismo, Dinter afirmaba que el nazismo era como la Iglesia Católica, un medio para tener a “las masas idiotizadas a fin de cumplir sus fines políticos”. Este desafío colmó la paciencia de Hitler y Dinter fue expulsado del Partido, su periódico quebró, perdió su casa y su esposa estuvo a punto de suicidarse. Artur Dinter murió el 21 de mayo de 1948 sin que el nazismo se haya convertido en una religión, aunque cometió todos los excesos y barbaridades posibles para hacer del país un infierno.

La Iglesia Católica en Alemania

En Alemania una parte importante de los obispos alabaron la gestión inicial de Hitler, pacificando al país y frenando el avance del materialismo ateo. El Vaticano conocía de cerca el movimiento nazi: monseñor Pacelli había sido nuncio apostólico en Berlín y conocía sus excesos y también el de los bolcheviques. En 1930 había advertido sobre el radicalismo, antisemitismo y la concepción eugenética del Partido. De hecho, habían prohibido la asistencia a misa o a los cementerios con uniformes del Partido (antes de que estos se hiciesen gobierno). Pero una vez en el poder, facilitaron las tareas del Führer para correr a sus adversarios de izquierda. El Partido de Centro votó el acta del 23 de marzo la cual le permitía al nuevo gobierno nazi prescindir del Parlamento por cuatro años. Los obispos alemanes públicamente revocaron las anteriores advertencias sobre los “errores éticos” del nazismo (Conferencia Episcopal de Fulda en 1932). Algunos prelados se entusiasmaron demasiado con el III Reich y las promesas de Hitler.

Franz Justus Rarkowski (1873-1950) —obispo castrense— no ocultaba su devoción por el Führer, estima compartida con el arzobispo Jaeger de Paderborn (1892-1975), el cardenal Joseph Wendel (1901-1960) y el obispo Wilhelm Berning de Osnabrück (autor de Iglesia católica y etnia nacional alemana, libro que dedicó a Hitler “como signo de mi veneración”). El obispo Michael Buchberger de Ratisbona no temía afirmar que Hitler había “hecho todo cuanto es compatible con la justicia”, y el obispo Matthias Ehrenfried (1871-1948) sostenía que “los soldados cumplen su deber para con el Führer y la patria con el máximo espíritu de sacrificio, entregando por completo sus personas según mandan las Sagradas Escrituras”. Lo mismo pensaban el obispo Kaller de Ermland (1880-1947) y el obispo auxiliar Heinrich Machens de Hildesheim (1919-2001). El obispo Alois Hundal (1885-1963) escribió Nacionalismo e Iglesia, donde comparaba a Hitler con Sigfrido. El arzobispo Conrad Gröber (1872-1948) espiritualmente asistía a la SS y afirmaba que las maldiciones caídas sobre el pueblo judío se debían a la muerte de Cristo. El cardenal y conde Clemens August von Galen (1878-1946) consagró al ejército como “Defensor del honor alemán” al declarar la guerra a Rusia. El purpurado Michael von Faulhaber (1869-1952), que tuvo una larga y conflictiva relación con Hitler, llamó a Pío XII “el mejor amigo del nazismo”, y quizás lo fuera porque al no oponerse expresamente al régimen del III Reich, Hitler pudo contar con el voto de los católicos y la encíclica que dictó años más tarde no pudo ser difundida en Alemania porque temían la retaliación de la que podían ser víctima los sacerdotes.

La relación con la Iglesia alemana es un tema complejo y con muchos vericuetos. A menos de dos años de firmado el Concordato, no quedaron más periódicos católicos y muy pocos colegios confesionales. También debemos recordar que en Dachau hubo casi 3000 sacerdotes de diferentes nacionalidades presos y más de la mitad murió en prisión. Se calcula que durante la contienda 12.000 sacerdotes fueron perseguidos en la Europa conquistada.

El padre Maximiliano Kolbe (1894-1941) fue beatificado junto a cincuenta y cinco sacerdotes católicos fallecidos en el campo de concentración de Lübeck (aquel que desee profundizar en el tema dispone del libro Die Schuld, de Konrad Löw).

En los países conquistados también hubo apoyo y actitudes ambivalentes y de rechazo. Cabe destacar el apoyo de la Iglesia croata al régimen Ustacha de Ante Pavelic, que adhirió al régimen nazi continuando sus políticas raciales desde los púlpitos y asistiendo activamente en el exterminio racial que no se limitó a judíos, sino a musulmanes y ortodoxos. El caso más dramático fue el del cardenal Aloysius Stepinac (1898-1960). Por las atrocidades cometidas en el campo de concentración de Jasenovac mereció ser condenado a dieciséis años de prisión, que no se hicieron efectivos (solo estuvo cinco en prisión). En 1951 fue puesto en libertad y se le ofrecieron dos opciones: emigrar o el confinamiento en su parroquia natal de Krašić. Stepinac eligió esta última opción. Al año siguiente (1952) el Papa Pío XII lo nombró cardenal, reivindicando el papel de Stepinac durante el régimen Ustasha. En 1998, el Papa Juan Pablo II lo declaró “beato mártir”, levantando una gran controversia.

La vuelta a un orden institucional que siguió a la llegada de Hitler, la caída de la amenaza comunista y la exacerbación del espíritu patriótico confundió a la conducción de la Iglesia que tuvo gestos de acercamiento al régimen, aunque la evolución de los acontecimientos y las persecuciones y barbaridades cometidas fueron convenciendo a muchos obispos católicos de que se había tomado el camino equivocado. Una vez declarada la guerra, cualquier confrontación oficial con el régimen era vista como una actitud antipatriótica, de allí que fueran cuidadosos en sus declaraciones públicas y sermones. Sin embargo, al trascender las persecuciones y los excesos, la simpatía inicial se fue tornando en crítica e incluso en franca oposición, como las de los cardenales Michael von Faulhaber[3] y Clemens A. von Galen (este último fue beatificado en el 2005),[4] aunque no existió una declaración formal de repudiar abiertamente el antisemitismo al que en algún momento de su historia la Iglesia adhirió (su más triste expresión fue la Inquisición y la persecución de judíos).

Quizás la crítica más devastadora contra la Iglesia Católica la haya realizado Konrad Adenauer (1876-1967)[5] cuando la jerarquía católica emitió un comunicado, a raíz de la Conferencia de Fulda, donde criticaba a los cristianos que hicieron posible las actividades criminales del nazismo. Entonces, Adenauer dijo que de poco servía declararlo ahora, si todos los obispos hubiesen denunciado al unísono los excesos que cometían los alemanes, esos crímenes no se hubiesen cometido o al menos ahora tendrían la conciencia limpia de haber actuado sin dobleces ni hipocresías. Esta falta de definiciones permitió a muchos feligreses mantener esta actitud de tolerancia y ambivalencia, ese status quo que facilitaba el accionar del Reich tanto en el aspecto bélico como el racista y asistencial. “Pero eso no pasó”, dijo Adenauer, “y ahora no tienen excusa”.

[1] Pacelli había sufrido en carne propia la efímera Republica Bolchevique de Múnich en 1921 cuando fue amenazado a punta de pistola.

[2] En su discurso de Passau en 1928, Hitler dijo: “No vamos a tolerar a nadie de nuestras filas que ataque la idea del cristianismo… de hecho somos un movimiento cristiano”, y por cristianos también se refería a los protestantes.

[3] Michael von Faulhaber ordenó (?) al sacerdote Joseph Ratzinger, futuro Papa Benedicto XVI.

[4] Monseñor Galen no solo se elevó contra Hitler, también tuvo una dura relación con las tropas de ocupación, especialmente las rusas, que vengaron los excesos nazis cometidos en su país. Se calcula que dos millones de mujeres fueron violadas durante la ocupación de posguerra.

[5] Fue un político alemán, primer canciller de la República Federal de Alemania y uno de los “padres de Europa”, así llamado por su papel relevante en el surgimiento de las comunidades europeas.

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TEXTO EXTRAÍDO DEL LIBRO: Ciencia y mitos en la Alemania de Hitler, de Omar López Mato

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