Siempre es peligroso acercarse a los estereotipos, especialmente cuando conciernen temas tan gastados y romantizados como la enfermedad mental y la adicción, pero, si hubiera que encasillarlo, Ernst Ludwig Kirchner sin duda entra en la categoría del artista torturado, sobre todo, por las vicisitudes de su tiempo. Toda su obra, típica del espíritu de los primeros años del siglo XX, está marcada por la tensión entre la modernidad – y sus nuevos códigos – y las sensibilidades del pasado que, como buen teutón heredero del romanticismo decimonónico, interpelaban a Kirchner.
Esta clave ya resulta evidente en sus primeras experiencias artísticas, surgidas durante sus estudios de arquitectura en Dresde. Allí, siguiendo una carrera desde 1901 sólo para complacer a los padres que habían insistido en una educación formal, tuvo la oportunidad de contactarse con otros jóvenes que compartían sus inquietudes estéticas, como Fritz Bleyl, Erich Heckel y Karl Schmidt (que luego ser haría llamar Schmidt-Rottluff). Juntos, en 1905, fundaron el grupo Die Brücke (el puente) que, como su nombre indica, buscaba erigirse como el lazo entre las vanguardias surgidas del post impresionismo que avanzaban sobre Europa y las tradiciones artísticas alemanas, encarnadas por personajes como Alberto Durero y Lucas Cranach el viejo. Así, de éstos últimos, vino el interés del grupo por adoptar técnicas como el grabado en madera, disciplina (junto con la talla de muebles y objetos) en la que Kirchner se destacaría, que combinaban el lenguaje visual del arte nuevo y las piezas “primitivas” que veían en los museos etnográficos.
Como queda claro en las fotos y trabajos de esta época, primero en Dresde y a partir de 1911 en Berlín, die Brücke era un grupo que sostenía un estilo de vida bohemio, basado en la experimentación y en la ruptura de tabúes. El modo de elaboración de las obras era rápido, descontracturado, como muestra su técnica de dibujos hechos en sólo 15 minutos. En general no trabajaban con modelos profesionales, sino que buscaban gente de su entorno – conocidos, prostitutas, peatones anónimos, bañistas de los lagos de Moritzburg – y, a los que lograban llevar a su estudio, los impulsaban a “liberarse” en todo sentido. De este modo, muchas de las obras del grupo, especialmente evidente en el caso de las de Kirchner, exploraban el desnudo desde un costado abiertamente erótico y no tenían miedo de explorar asuntos polémicos como la sexualidad infantil, algo visible en las pinturas y dibujos de las jóvenes modelos Fränzi y Marzella.
Aunque la experiencia del Die Brücke se puede considerar como exitosa, éste se separó en 1913 tras el surgimiento de diferencias, especialmente impulsadas por la tendencia de Kirchner a sobredimensionar su rol dentro del movimiento. Ahora sin un grupo de pertenencia, logró trascender y armar sus primeras exposiciones individuales, mientras su arte se volvía cada vez más personal. Sus estudios de escenas urbanas de estos años, de seres anónimos en las calles berlinesas, se terminarían volviendo algunas de sus obras más famosas, pero también mostraban, de alguna manera, el proceso de alienación tan comúnmente asociado a la vida en las ciudades y la forma en la que estaba comenzando a afectarlo.
Además de agudizarse su adicción a la absenta y el cigarrillo, Kirchner sufrió en estos años sus primeros ataques de nervios, que alcanzaron su pico en 1915. Con 35 años de edad y un estado de salud muy pobre, intentó sumarse al esfuerzo de guerra enlistándose, según él, como “voluntario involuntario” en el 75° Regimiento de Artillería de Campaña. Tras apenas cuatro meses de entrenamiento en Halle, sin embargo, la disciplina militar y el terror a ser enviado al frente le generaron una crisis mental tan mayúscula, que terminó siendo dado de baja del ejército. Kirchner retornó entonces a Berlín, dónde realizó algunos de sus obras más personales e impactantes sobre los traumas relacionados a la perdida de la identidad a partir de la experiencia militar, como su versión mutilada en Autorretrato como soldado (1915) o La ducha de los soldados (1915). Pero él claramente era consciente de que sus problemas no podían ser resueltos meramente a través de la acción terapéutica de la pintura. En 1916 reflexionaba: “Hinchado, me arrastro a trabajar, pero todo mi trabajo es en vano y lo mediocre está destrozando todo en su embate. (…) A pesar de todo sigo intentando poner mis pensamientos en orden y, de toda la confusión, crear una imagen de los tiempos, que es mi tarea después de todo”. La dificultad que le produjo tal tarea fue tan grande que durante los siguientes dos años se la pasó entrando y saliendo de sanatorios.
Sus obras “degeneradas”, desde entonces, han alcanzado un lugar central en la historia del arte alemán y, gracias a los esfuerzos del Museo Kirchner en Davos, mucho de su trabajo ha logrado ser reunido bajo un mismo techo para el placer de todos los que quieran ver de qué manera el artista se abrió paso en su medio.