El hombre que arrasó con el París antiguo y lo convirtió en la Ciudad Luz

En boga antes de que Luis XIV, el “rey Sol”, trasladara la corte desde Versalles, este barrio de calles estrechas y jardines históricos cayó casi en una sórdida miseria en los siglos que precedieron su renacimiento como un encantador laberinto de boutiques, cafés, restaurantes, museos y galerías.

Al caminar por entre sus animadas y adorables calles medievales parece casi increíble que una vez fueran consideradas el enemigo, algo que debía ser demolido a toda prisa… y no precisamente -debemos añadir- por el ejército aléman, que amasó planes poco saludables para París en diversas ocasiones entre 1870 y 1945.

No: fueron nada menos que el emperador de Francia, Napoleón III, y su prefecto para el Sena, George-Eugène Haussmann -quien murió hace 125 años- quienes pusieron a distritos como Le Marais en la mira.

Como gran parte de París, sin embargo, Le Maris hedía como el infierno mismo en 1853, cuando el emperador le dio instrucciones a Haussmann de reconstruir la olorosa ciudad de forma más grandiosa y salubre.

Barrios medievales completos serían demolidos para dar paso a modernas avenidas. “Sería el destripamiento de París”, escribió Haussmann orgullosamente en sus memorias.

Plan de demolición

Siendo un administrador público sin conocimientos de arquitectura ni urbanismo, Haussmann convirtió a París en una zona de construcción gigantesca por 20 años.

Aún cuando fue forzado a renunciar en 1870 por causa de las crecientes críticas al emperador por gastos excesivos, su plan siguió en marcha hasta finales de los años 20.

Concebido y ejecutado en tres fases, el plan implicó la demolición de 19.730 edificios históricos y la construcción de 34.000 nuevos.

Las viejas calles dieron paso a avenidas largas y anchas, caracterizadas por líneas regulares y bloques de apartamentos generosamente proporcionados, con fachadas de piedra color crema.

Junto con las imperiosas avenidas, Haussmann creó grandes plazas, parques urbanos al estilo del Hyde Park de Londres, un sistema de cloacas, un nuevo acueducto que daba amplio acceso a agua fresca, una red de gasoductos para iluminar las calles y edificios, fuentes elaboradas, baños públicos grandilocuentes e hileras de árboles recién plantados.

Esta infraestructura urbana se complementó con audaces estaciones de tren -la Gare du Nord y la Gare de L’Est- la opulenta Ópera de París, un número de ambiciosos teatros en Place du Châtelet, el mercado de Les Halles y una sensacional red de doce avenidas que irradian desde el Arco del Triunfo, en el corazón de la Plaza de l’Etoile.

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Desde que se la renombró como “Plaza Charles de Gaulle”, l’Ètoile es la pesadilla de todo conductor extranjero: bueno, trata de meterte en un tráfico que se te viene desde 12 direcciones diferentes de manera simultánea mientras tratas de circular alrededor de, o pelearte con, el monumental arco de la victoria de Napoleón Bonaparte.

Caída y mesa limpia

Ninguna otra ciudad principal ha sido transformada, antes o después de París, de manera tan radical en tiempos de paz.

Para ello se empleó un número enorme de trabajadores capacitados y no capacitados junto a arquitectos, ingenieros y especialistas en el diseño de jardines. Como resultado, se le devolvió la salud a la ciudad después de décadas de cólera y tifus. Se les dio a los parisinos toda clase de parques para jugar y relajarse.

En teoría, sus amplias avenidas permitían a las tropas del gobierno moverse con libertad para mantener el orden público en tiempos de barricadas, disturbios y otras alteraciones.

Y, en tiempos en que la ciudad duplicó su tamaño y la población se triplicó, le dio a París un sentido de unidad aunado a un aire de prosperidad burguesa.

Lo que todavía parece increíble es que una parte tan grande de la ciudad haya sido demolida y reordenada en lo que parece el capricho de un emperador y su prefecto del Sena.

Sin embargo, Napoleón III sólo estaba siguiendo los pasos de su tío, Napoleón Bonaparte, quien también había tenido grandes planes para París.

“Si tan solo los cielos me hubieran dado veinte años más de mandato y un poco de tiempo libre -escribió en su exilio en Santa Helena, tras la Batalla de Waterloo-, uno buscaría en vano a la vieja París; nada quedaría de ella, más que vestigios”.

En 1925, el visionario arquitecto franco-suizo Le Corbusier, publicó su Plan Voisin para París, un proyecto patrocinado por Gabriel Voisin, el fabricante de autos y pionero de la aviación francés.

Célebremente, el esquema iconoclasta de Le Corbusier contemplaba la demolición de gran parte del centro de la ciudad, al norte del Sena.

Este habría sido sustituido por un enorme parque, del que saldría un generoso bosque de torres residenciales de concreto. Los automóviles cruzaría la ciudad en vías elevadas de concreto, libres de peatones.

Si el plan nunca ejecutado de Le Corbusier se consideró demasiado extremo, el de Haussmann también recibió sus críticas.

El reconocido estadista Jules Ferry (1832-1893) escribió que “lloramos a borbotones por la vieja París, la París de Voltaire… La París de 1830 y 1848, cuando vemos esos nuevos edificios grandiosos e intolerables, la costosa confusión, la vulgaridad triunfante, el horrible materialismo que le vamos a heredar a nuestros descendientes”.

O, como dijera el historiador del siglo XX Réné Héron de Villefosse hablando de la transformación que hizo Haussmann de la Île de la Cité, “el viejo barco parisino fue torpeado por el barón Haussmann y se hundió durante su reinado. Quizás fuera el crimen más grande de un prefecto megalómano y su más grande error… Su trabajo ha causado más daño que cien bombardeos”.

Siempre tendremos París

Cuando, en 1944, las fuerzas Aliadas marcharon para liberar la ciudad y Adolfo Hitler dio órdenes de que se demoliera París, el gobernador militar alemán Dietrich von Choltitz se rehusó a obedecer.

París era simplemente demasiado bonita. Pero Napoleón Bonaparte, Napoleón III, el barón Haussmann y Le Corbusier no habían compartido tan precioso sentimentalismo alemán.

Aunque ampuloso, el plan monumental de Haussmann sigue siendo impresionante, en particular porque logró tanto en tan poco tiempo, con un estándar alto y uniforme.

Capacitado como administrador público, Haussamannn era una figura imponente que, a pesar de ser un músico talentoso, no se distinguía por su sentimentalismo.

Incluso demolió la casa en la que nació, ubicada en el 55 de la rue de Faubourg-du-Roule, con todo y los dulces recuerdos que atesoraba de su infancia.

De su primera reunión con Haussmann en 1853 Napoleón escribió: “tengo frente a mí a uno de los hombres más extraordinarios de nuestro tiempo; grande, fuerte, vigoroso, energético, y al mismo tiempo inteligente y ladino, con un espíritu lleno de recursos”.

La asociación entre el ambicioso emperador francés y su vigoroso prefecto fue verdaderamente notable.

Antes de que se cumpliera un año del despido de Haussmann por gastar demasiado dinero, sin embargo, Napoleón III cayó tras la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana. Liberado tras la unificado de la nueva Alemania, se fue al exilio en Chiselhurst, Kent (Inglaterra), donde murió en 1873.

Tras su despido, Haussmann fue elegido diputado bonapartista por Ajaccio, Córcega, el lugar de nacimiento de Napoleón Bonaparte.

Entonces encontró tiempo para escribir sus memorias en tres volúmenes.

Es posible que nadie las lea hoy en día; pero su memoria vive de forma poderosa en la nueva París a la que le dio forma -y en ciudades como Barcelona, que siguieron su camino-, si no en las estrechas, pero muy amadas, calles de Le Marais.

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