El genocidio armenio

A principios del siglo XX, entre 1,5 y 2 millones de armenios habitaban el Imperio Otomano. Muchos de ellos ocupaban posiciones destacadas en la sociedad, en la política –había incluso ministros armenios–, en la economía, etc. El Imperio Otomano estaba debilitado: los otomanos habían perdido vastas extensiones de su territorio ante las potencias europeas de la época, lo que derivó en un éxodo de millones de refugiados musulmanes hacia Anatolia (Asia Menor). Esto acrecentó el odio a los cristianos, que los habían vencido y expulsado de los Balcanes, de Crimea y del Cáucaso. Esta situación también contribuyó al aumento de los movimientos nacionalistas turco-musulmanes; además, la situación económica era pésima, y el gobierno turco estaba endeudado con los mismos países europeos que lo derrotaban en los campos de batalla.

En las provincias de Anatolia Oriental, los armenios eran sometidos al constante pillaje de los kurdos (indo-iraníes) y al maltrato de las autoridades otomanas. Los armenios pidieron ayuda a otros países, especialmente a Rusia. Ante esto, la represión de las autoridades otomanas fue brutal y decenas de miles de armenios fueron asesinados en 1909.

En 1913 hubo un golpe de Estado en el Imperio Otomano: el “Asalto a la Sublime Puerta”. El golpe fue sangriento y el gran visir Kamil Bajá fue obligado a renunciar. El gobierno quedó a partir de entonces en poder del Comité de Unión y Progreso (partido ultranacionalista turco conocido como “los Jóvenes Turcos”), dominado entonces por el triunvirato formado por “los tres pachás”: Talat, Enver y Cemal Bajá.

Para colmo, la participación otomana en la Primera Guerra Mundial empezó con una dura derrota frente a Rusia en el frente del Cáucaso. Los turcos necesitaban echarle a alguien la culpa de ese desastre, y pese a que la razón principal fue la pésima estrategia de los mandos otomanos, el triunvirato de los pachás del gobierno de los Jóvenes Turcos la atribuyó al supuesto apoyo a las tropas del zar por parte de la población local armenia cristiana. Además, cuanto más se debilitaba el Imperio Otomano, más aumentaba la paranoia de los turcos con relación a las minorías nacionalistas; como al mismo tiempo se producían levantamientos de los partidos revolucionarios armenios en las localidades de Zeitun y Van, todo ese conjunto de situaciones fue utilizado por las autoridades para considerar a los armenios como traidores.

El 24 de abril de 1915, 235 intelectuales y líderes armenios de Estambul fueron detenidos y deportados a Ankara, donde serían ejecutados. Era el comienzo de un atroz plan de limpieza étnica que quedaría plasmado en la llamada “Ley de Traslado y Reasentamiento”, aprobada el 27 de mayo.

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Excepto en Estambul, Esmirna y algunas ciudades más pequeñas, en las que por intercesión de las autoridades otomanas no hubo deportaciones en masa, en todas las poblaciones se siguió el mismo método: a los soldados del ejército otomano que fueran armenios se los reubicó en batallones de trabajo en lugares lejanos (donde trabajaron en forma forzada hasta morir) y se requisaron las armas de todos los ciudadanos armenios. Muchísimos ciudadanos armenios destacados fueron detenidos y luego asesinados. Los soldados turcos empezaron a vaciar de armenios los pueblos de las provincias del noroeste. Inicialmente, a los hombres los detenían y los fusilaban; a las mujeres, ancianos y niños los transportaban como ganado hacia otros lugares hasta decidir qué hacer con ellos (habitualmente la decisión era matarlos), aunque a veces los niños eran llevados a casas de familias turcas para educarlos como musulmanes, trabajar como sirvientes o, en el caso de las niñas, para convertirse en esposa de alguien. Ya instalado el terror, se anunció a los armenios que serían deportados. Así comenzó lo que sería una verdadera “marcha de la muerte”.

La ruta, a través de la estepa de Anatolia y con destino a los desiertos de Siria, se convirtió en una prolongada letanía. Casi sin comida ni agua y diezmados por enfermedades, miles de armenios murieron en el camino. Muchos fueron asesinados, apaleados o abandonados en el desierto y sometidos a reiteradas vejaciones tanto por los turcos que los custodiaban como por bandas de kurdos, turcomanos y circasianos, que los atacaban, les robaban y raptaban a las jóvenes para violarlas o tomarlas como esposas. Fueron muchas las mujeres que se suicidaron lanzándose con sus hijos desde precipicios con tal de evitar más sufrimiento. Finalmente, aquellos que lograron llegar hasta Urfa (Anatolia suroriental), Alepo (Siria) o Deir ez-Zor (a orillas del río Éufrates, en Siria), puntos finales del viaje, llegaron al borde de la muerte. Todos estaban desnutridos, hambrientos, sedientos, famélicos, buscando ayuda en medio de una gran desesperanza.

De acuerdo a las autoridades de Armenia, 1,5 millones de armenios murieron en el genocidio. Los nacionalistas turcos dicen que fueron menos de 300.000. Como si la magnitud de las cifras pudiera atenuar el horror…

Según los documentos del ministro de Interior otomano, Talat Pasha, publicados hace doce años, alrededor de un millón de armenios fueron deportados, cifra que a grandes rasgos coincide con la ofrecida en ese entonces por las misiones militares y diplomáticas de EE UU (1,1 millones) y Gran Bretaña (1,2 millones). En 1916, Arnold J. Toynbee, un historiador británico encargado por su país de documentar las masacres armenias, hablaba de 600.000 muertos en la deportación, otros tantos muertos poco después de la misma y más de medio millón de armenios que habrían escapado a las deportaciones, algunos de ellos convirtiéndose al islam. En 1919, el Ministerio del Interior otomano, cambiando sus propias cifras originales, estimaba en 800.000 la cantidad de muertos.

Los países vencedores de la Primera Guerra Mundial forzaron al Imperio Otomano a juzgar, aún en ausencia, a los responsables del genocidio armenio. Pero la falta de una legislación penal internacional apropiada, el inicio de la Guerra greco-turca (1919-1922) y el fin del Imperio Otomano hicieron que las potencias se desentendieran de los juicios.

En un congreso de la Federación Revolucionaria Armenia (Dashnak) en 1919 se decidió que, ante la falta de castigo a los responsables (la mayoría habían huido del Imperio Otomano), había que hacer justicia por medios propios. Se instauró la “operación Némesis” (diosa griega de la justicia), que en el lapso de tres años, abatió a los principales responsables políticos del genocidio armenio, entre ellos Talat Pachá (en Berlín), el Gran Visir Said Halim (en Roma) y el gobernador de Siria, Cemal Bajá (en Tbilisi). Enver Pachá, otro de los responsables, moriría en batalla contra los soviéticos en Tayikistán.

Luego de finalizada la Primera Guerra Mundial se dispuso una campaña de ayuda internacional a los sobrevivientes del genocidio; en los años siguientes muchos fueron embarcados con destino a Europa y América, algunos permanecieron en los territorios que hoy forman Siria y Líbano y otros fueron a la URSS.

El genocidio armenio ha tenido un lento (muy lento) reconocimiento mundial. Turquía es, parece, bastante importante por su enclave estratégico entre Oriente y Occidente y eso influye en la reticencia a reconocer semejante atrocidad. Uruguay fue el primer país del mundo en reconocer el genocidio armenio; actualmente, el genocidio es reconocido como tal en Alemania, Argentina, Bélgica, Canadá, Chile, Chipre, EEUU, Francia, Grecia, Holanda, Italia, Líbano, Lituania, Polonia, Eslovaquia, Rusia, Siria, Suiza, Suecia, Vaticano y Venezuela. Además, Grecia, Chipre, Eslovaquia y Suiza han prohibido la negación del genocidio bajo penas de prisión o multas. Francia propuso una ley para hacer lo mismo pero la misma no fue aprobada. En EEUU, el Congreso aprobó por unanimidad una resolución que reconoce el genocidio armenio, lo que genera un problema político interno ya que EEUU no desea enemistarse con un aliado estratégico como es Turquía. Recep Tayyip Erdogan, presidente turco, señaló al respecto: “si EEUU realmente quiere actuar de manera justa, debería abstenerse de adoptar una postura política sobre un asunto que los historiadores deberían decidir”. Amigo Erdogan: ¿los historiadores? Los historiadores jamás han decidido nada, ni tienen por qué hacerlo…

La política mete la cola en todos lados.

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