El exilio y el desarraigo silenciaron a Béla Bartók

Recuerda Xavier Güell en su última novela, ‘Si no puedes, yo respiraré por ti’ (Galaxia Gutenberg), que a Béla Bartók (1881-1945) le perdieron su equipaje en la frontera española de Portbou cuando pretendía viajar de Lisboa a Nueva York en la conmoción de 1940. Huía del totalitarismo nazi. Y se llevaba consigo todos los estudios de etnología musical que había realizado durante décadas, tanto en su tierra original, Hungría, como en los países aledaños. Frecuentaba las aldeas provisto de sus artilugios tecnológicos. Y buscaba el hilo común del folklore centroeuropeo y balcánico, hasta el extremo de reconstruir —exhumar— un árbol de canciones cuyas raíces originarias evocaban el eco remoto de los cantos homéricos.

Puede entenderse así mejor la desesperación que le produjo el extravío de sus maletas. Se las llevaba consigo al hostil exilio neoyorquino. Y no solo para continuar con el trabajo y la misión, sino para sentirse arropado, protegido, exactamente igual que hizo el conde Drácula cuando llenó de sacos de tierra de Transilvania la bodega del barco que lo transportaba hacia Londres.

La nave de Béla Bartók no se llamaba Demeter, como la diosa de ultratumba que identificaba la embarcación del vampiro. Se llamaba Excalibur, a semejanza de un símbolo artúrico que no proporcionó a Bartók fortuna alguna. Es el contexto en que Xavier Güell introduce la crónica de la desgracia y del desarraigo. Bartók tenía delante los peores años de su vida. Pocos, porque padecía una leucemia que tardaron tiempo en diagnosticarlo. Y desesperantes, pues la prolijidad del maestro húngaro se resintió de un vacío creativo, de una completa desubicación. Cuatro años estuvo sin componer. Y las obras que sobrevinieron en el último año de su vida introdujeron toda suerte de concesiones y de conexiones tonales al gusto del público norteamericano.

La más conocida se identifica con el ‘Concierto para orquesta’, sujeto recurrente del gran repertorio sinfónico. Y la más emocionante consistió en el ‘Tercer concierto para piano’. No por su dificultad técnica ni lingüística, sino porque fue la herencia que Bartók entregó a su esposa, en ausencia de dinero y de recursos materiales. Edith Pászthory, Ditta, era una antigua alumna y una pianista frustrada. Se había casado con el compositor a los 19 años. Y se convirtió en su compañera de viaje y de vida, en los tiempos de gloria y en la agonía del exilio neoyorquino.

Es la razón por la que quiso recompensarla. El ‘Tercer concierto’ podía resucitarla como solista de renombre y aspiraba a convertirse en una carta de despedida que le sobreviviría a ambos. Xavier Güell imagina a Bartók dictando los últimos compases en el delirio de la convalecencia. A pie de cama toman “nota” su propio hijo, Peter, y el concertista de viola Tibor Serly. Les urge a esbozar el último movimiento. Cada compás es un hálito menos de existencia.

Un hombre moribundo

No llegará Bartók a conocer la obra terminada. Tampoco tuvo demasiado éxito cuando se estrenó a título póstumo en 1946, pero el trance místico de un hombre moribundo y sedado facilita al escritor barcelonés la originalidad de un epílogo sin puntuación ni hilván narrativo. Un pasaje emocionante y estremecedor que expone desordenadamente la dicha y la desdicha de Bartók, desde el candor de su madre hasta la angustia con que musita sus últimas palabras a Ditta.

Xavier Güell (Barcelona, 1956) es un novelista tardío y atípico. Tardío porque su primera aportación literaria la publicó en 2015. Atípico porque su oficio de director de orquesta y su erudición musical le permiten acercarse a Bartók desde el conocimiento de su obra. No puede disociarse la música de la biografía ni de la personalidad del compositor. Establece con la una y con la otra una relación orgánica, científica y hasta sentimental. Por esa razón, Güell consigue introducirse en la personalidad del maestro. Y logra incluso “suplantarlo”, hasta el extremo de “inventarse” los diálogos que Béla Bartok comparte con los demás protagonistas de la “novela”.

No puede disociarse la música de la biografía ni de la personalidad del compositor

Tienen sentido las comillas porque ‘Si no puedes, yo respiraré por ti’ se concede las libertades de un ejercicio de ficción y se introduce en la vida doméstica de la familia exiliada, pero la imaginación de Güell no contradice el esfuerzo pormenorizado con que reconstruye el contexto histórico y las evidencias biográficas. Sirva como ejemplo el detallismo fisonomista con que describe a los personajes primarios y coprimarios. La precisión con que aparecen expuestos los lugares, los paisajes, la cama del hospital. Y la audacia con que resucita a Bartók en sus reflexiones filosóficas —el tiempo, la esperanza, el miedo— y las complejidades de una personalidad hosca, creativa y polifacética.

Tan polifacética que las tareas etnológicas en los Cárpatos o en Anatolia enfatizan sus cualidades como antropólogo, sociólogo, filólogo, musicólogo. “Créame, sin una formación integral no es posible establecer la influencia que ejercen los ritos, las creencias, religiosas, los hábitos eróticos, las emociones y pasiones sobre la música. Esta nos dice todo sobre la vida de los seres humanos y su historia; en cierta medida es el compendio, la suma de los pulsos sobre los que se vertebra la dimensión humana y divina (…) En la diversidad de los folclores no solo está su riqueza, sino también su unión. Todos ellos poseen una raíz común. Yo he tardado años en comprender que en la síntesis de lo particular y lo general está el milagro de la música”, escribe Güell evocando el verbo de Bartók.

Por fuerza debía herirle que le perdieran su equipaje. Y que malograran tantos años de esfuerzo en la reconstrucción de una identidad cultural que superaba el nacionalismo y que rebasaba la artificialidad de las fronteras. Bien podría recompensársele acuñando con su efigie una moneda de un euro, reconociendo su papel de pionero en la visión del proyecto comunitario, más ahora que un compatriota suyo, Viktor Orbán, pretende sabotearlo con el discurso supremacista y xenófobo que el compositor tanto aborrecía. No podía asistir Bartók al descoyuntamiento de “su” Europa. Se marchó desde Lisboa a bordo del Excalibur. Allí murió desahuciado. Murió desarraigado, aunque el regreso de sus restos en 1988 a Budapest supuso una manera de ‘replantarlo’ en Europa y de visitarlo como garante de una cultura común que Xavier Güell ha convertido en una crónica fascinante de las profundidades del hombre.

La tetralogía del destierro

La novela de Xavier Güell se acompaña de un antetítulo y de un número romano: ‘I-Cuarteto de la guerra’. Se anuncia de esta manera una tetralogía por entregas en la editorial Galaxia Gutenberg que plantea el impacto de la II Guerra mundial entre los compositores que hubieron de exiliarse hacia dentro o hacia fuera. Los tres siguientes episodios conciernen a Richard Strauss, Dimitri Shostakovich y Arnold Schoenberg, protagonista este último de un destierro en Los Ángeles que anuló su actividad creativa y su capacidad vanguardista. Shostakovich supo encontrar en la censura del régimen soviético un estímulo constructivo, mientras que al viejo Strauss le sorprendió la incredulidad cuando se le identificó orgánicamente con el nazismo y hubo de refugiarse en Suiza antes de restaurársele el honor. Bartók, Strauss, Shostakovich y Schoenberg: he aquí el cuarteto que identifica la vanguardia del siglo XX y de cuyos avatares se ocupa Xavier Güell con una reflexión de fondo que compartía con El Confidencial en una charla informal, apurando un dry martini. “Me pregunto por el sentido de crear y de hacerlo en circunstancias tan difíciles. Me pregunto por la necesidad del proceso creativo, entre la duda, la aventura, el miedo. ¿De qué sirve crear en un mundo nefasto? La respuesta no está en la expectativa de la transformación de la sociedad, porque el arte no transforma nada. Tampoco les mueve a esos compositores el ansia de la posteridad. La posteridad apuesta por la frivolidad. Es arbitraria. Premia y castiga sin criterio. Y, sin embargo, los creadores de los que me ocupa tienen un bicho en las entrañas que les domina por completo y que les incita a componer. Quizá sea porque el hombre tiene una necesidad de dejar huella. En sus hijos. En la memoria”.

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TEXTO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN https://www.elconfidencial.com/cultura/2021-03-05/bela-bartok-xavier-guell_2975652/

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