El día después de la penicilina

Todos los libros de historia rescatan ese día de 1928 en que Alexander Fleming (1881-1955) olvidó abierta la ventana de su laboratorio y el hongo llamado Penicillum notatum fue a parar felizmente a una capsula de Petri pletórica de una bacteria llamada Staphylococcus aureus, iniciando así, en forma fortuita, el enorme capítulo de los antibióticos que cambiaron el destino de la humanidad.

Lo que no todos saben es que 50 años antes otro científico británico llamado John Tyndall (1820-1893) también había presenciado el mismo fenómeno, sin haberle dado importancia a esta guerra entre hongos y bacterias.

Otro estudiante de medicina francés, Ernest Duchesne, fue testigo de un fenómeno semejante en 1897, pero después de describir esta invasión de hongos, tiró las cápsulas de Petri y la humanidad tardó varios años más en escribir este glorioso capítulo.

¿Por qué un hongo relativamente extraño como el Penicillum penetró por la ventana abierta del laboratorio de Fleming? Vale recordar que debajo de su oficina en el Saint Mary’s Hospital de Londres, un colega tenía un laboratorio especializado en hongos…

A la suerte hay que ayudarla.

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Alexander Fleming en su laboratorio en el St Mary
Alexander Fleming en su laboratorio en el St Mary’s Hospital en Londres.

 

Fleming publicó su artículo, pero 10 años más tarde un patólogo australiano Howard Florey y a un joven exiliado alemán, que huía de la persecución racial de Hitler, llamado Ernst Chain, le prestaron atención.

Vale aclarar que el Premio Nobel por el descubrimiento por la penicilina fue compartido por estas tres figuras, pero muy pocos recuerdan a Florey y Chain que tuvieron la durísima tarea de producir y purificar el antibiótico y demostrar su habilidad terapéutica. (Publicado en The Lancet 1940).

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Alexander Fleming, Ernst Chain, Einstein y Howard Florey.
Alexander Fleming, Ernst Chain, Einstein y Howard Florey.

 

Sin embargo los primeros pacientes en probar la penicilina no tuvieron mucha suerte. Un policía oriundo de Londres, de nombre Albert Alexander, sufrió un corte en el rostro que se infectó y fue seguida de una septicemia, neumonía, osteomielitis y una infección necrótica del ojo. El tratamiento con penicilina comenzó el 12 de febrero de 1941 y para sorpresa de todos Alexander mejoró, pero como no era suficiente la penicilina disponible, el tratamiento se detuvo y Alexander falleció pocos días después. A pesar de este fracaso, Florey y Chain juntaron una docena de casos donde se demostraba la eficacia de la penicilina sobre las sulfamidas.

Comprobado su efecto, era necesario aumentar la producción industrial para asegurar que esta terapéutica llegase al frente de batalla. En 1942 la producción apenas alcanzaba para tratar 100 casos.

Florey viajó a EE.UU. y con la asistencia de la Fundación Rockefeller y el Departamento de Agricultura la síntesis de penicilina pronto alcanzó a cubrir las necesidades de los países aliados. En 1943 se la usó en las tropas británicas que peleaban contra el Afrikorp.

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Durante la Segunda Guerra Mundial, las autoridades sanitarias anunciaban la penicilina como cura para las enfermedades venéreas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, las autoridades sanitarias anunciaban la penicilina como cura para las enfermedades venéreas.

 

Igualmente para completar esta producción en Londres se recurría a la recuperación de la Penicilina de la orina de aquellos que habían sido inyectados con el antibiótico.

Cerca de los 2/3 partes de las sustancias administradas eran excretadas por la orina. Uno tendería a pensar que se trataba de una forma impura… ¡Pues no! La penicilina excretada era más pura, menos dolorosa al ser inyectada y producía menos alergia.

Sin embargo, pronto no sería necesaria esta “donación”, porque los laboratorios supieron llegar a los niveles de producción. El gramo que en el ’43 valía U$S 20, en el ’45 valía 55 centavos. Para 1950 se producían 200 trillones de unidades.

Hoy asistimos al aumento de la resistencia a los antibióticos. Las drogas maravillosas ya no existen, la bala mágica pierde fuerza. Se buscan opciones para reemplazarlos. ¿Deberemos trabajar con más desinfectante, con nanopartículas, plata u otros metales o sustancias que alteren la adhesividad de la superficie de las bacterias?

La ciencia siempre encuentra un camino, solo falta que alguien deje la ventana abierta…

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