“Desconfiemos de la historia cuyo ardor no se ha enfriado”
Fernand Braudel
Con la Ley del 6 de noviembre de 1837, se decidió crear un Panteón Nacional donde aunar a los españoles ilustres bajo un mismo techo. A tal fin, se eligió la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid y, como condición para acceder a este, el honrado con tal designación debía llevar no menos de cincuenta años muerto, por esa sana costumbre de desconfiar de la historia reciente. Como todo proyecto que trata sobre muertos, esta ley sufrió varias postergaciones ya que nadie tenía apuro, ni los finados ni los vivos, en cumplir con las disposiciones estipuladas. Recién en 1841, se le encargó a la Real Academia de Historia redactar una lista con los nombres de los beneficiarios, a la vez que se facultaba a los ministros de la gobernación de Madrid a recaudar los fondos necesarios para costear empresa de tal envergadura. La crónica ausencia de crematístico, sumada a las eternas guerras carlistas y a los dislates de la pobrecita Isabel prolongaron estos traslados póstumos hasta 1868, cuando la revolución liberal de ese año resucitó el ardiente deseo de redimir a los héroes cívicos.
Una comisión ad hoc, formada por distinguidos ciudadanos y encabezada por don Salustiano Olózaga y el general Izquierdo, procedió a buscar los restos gloriosos de los futuros habitantes del Panteón.
Nada fácil fue esta tarea, ya que muchos de los honrados se habían extraviado gracias a la amnesia histórica y a la falta de gratitud, condiciones demasiado frecuentes en la historia. Juan Luis Vives, filósofo de origen judío y amigo de Tomás Moro, había desaparecido junto a la catedral de San Donaciano en Brujas. La misma suerte había corrido don Antonio Pérez, el desleal y controvertido secretario de Felipe II, que solo pudo haber sido incluido en esta lista por simpatizantes antimonárquicos. Don Pérez se había convertido en polvo junto a la destruida iglesia de los Celestinos en París. Lo mismo le había pasado al divino Diego Velásquez cuando José Bonaparte -conocido como “Pepe Botella”- ordenó reducir a escombros la iglesia de San Juan Bautista.
Tampoco podían contar con los restos de Cervantes[1] ni de Lope de Vega (¡ni mas ni menos!), porque nadie sabía, en el convento de las Trinitarias, donde habían puesto al Manco de Lepanto. Se desconocía el paradero del Fénix de los ingleses al haberse extraviado su cadáver durante la muda del cementerio de San Sebastián.
Inútil también fue la búsqueda del arquitecto Juan de Herrera, que diseñara el sublime Escorial, o la del escultor Alonso Cano y, más aún, la del ingenioso Tirso de Molina que, de haber sido testigo viviente de tanto descuido y extravío, nos hubiese deleitado con una de sus comedias sobre las desafortunadas actividades de nuestros congéneres.
La comisión confeccionó una lista que incluía a algunas glorias indiscutidas como Garcilaso de la Vega, Francisco de Quevedo, Calderón de la Barca, Juan de Mena y el gran capitán Fernández de Córdoba, mientras que olvidaba a varios héroes de la conquista. ¿Dónde estaba Hernán Cortés? ¿Por qué no Balboa o el intrépido Caboto? ¿Y los muchos valientes que habían dado sus vidas peleando contra el invasor francés? En fin, ingrata es la gloria en este mundo… De los héroes hacemos estatuas solo para que las palomas defequen sobre el bronce.
Rescatados los restos de estos prohombres, fueron trasladados a Madrid y depositados en la basílica de Atocha, mientras se disponían las ceremonias para el pomposo entierro en el Panteón.
El 20 de junio de 1869, se procedió al solemne acto ante miles de espectadores que se apiñaban para presenciar este desfile pleno de luminarias muertas, pero luminarias al fin. Al pasar los restos de Ventura Rodríguez frente a las fuentes del Prado, que en vida ideó, estas soltaban sus juegos de agua. Al pasar don Villanueva frente al Museo que él diseñara, los estudiantes de arquitectura lazaban poemas a sus pies (fríos pies, vale decir).
Ante las cenizas del gran capitán Córdoba, las tropas presentaron armas. Frente al carruaje de Quevedo, González Lanuza, Calderón de la Barca y Garcilaso de la Vega, los estudiantes arrojaron flores y serpentinas de colores. Cien cañonazos anunciaron el paseo póstumo de estos hijos predilectos de España, cuyas carrozas fúnebres portaban singulares inscripciones alusivas a cada uno de estos muertos gloriosos.
La de Ercilla decía: “Las honras consisten, no en tenerlas, sino solo en llegar a merecerlas”. La del bravo Córdoba: “Más quiero buscar la muerte dando tres pasos al frente que vivir un siglo dando uno solo hacia atrás”. Al épico Garcilaso le habían estampado: “Tomando, ora la espada, ora la pluma”, y al irónico Quevedo: “¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”.
En fin, tanto derroche de ingenio de poco sirvió ya que, pasados estos fuegos de artificio político y usufructuado el poder que emanaba de estos cadáveres ilustres, nadie más se ocupó del proyecto ni de estos célebres difuntos, que languidecieron por meses amontonados en el egregio desorden de la iglesia de San Francisco. ¿Qué le habrá dicho Quevedo a Calderón de la Barca durante este largo plantón? ¿De qué habrán hablado durante esta forzada espera Garcilaso y Villanueva? Vale la pena imaginar los silenciosos diálogos en semejante reunión póstuma de brillantes occisos.
Lo cierto es que, poco a poco, los respetados huesos fueron devueltos a sus enterratorios de origen, ante la falta de entusiasmo oficial. Lamentablemente fue desintegrándose esta tertulia de eximios cadáveres, que solo dejaban la amarga impresión de una nación que no sabe honrar a sus glorias, más allá de las banalidades de la azarosa política.
[1]. Los restos de Cervantes últimamente fueron buscados con más ahínco, utilizando tecnología de avanzada. Si bien no se puede tener certeza, se abrió una larga discusión en los medios sobre los gastos que implicaba esta búsqueda.
Extracto del libro TRAYECTOS PÓSTUMOS de Omar López Mato.