El coronel y el revuelto

Este loretano estuvo vinculado a la historia de Santiago del Estero desde su nacimiento hasta su incorporación definitiva al Ejército Nacional luego de la guerra de la Triple Alianza. Con el paso del tiempo, y gracias a su sincera amistad con el general presidente, se fue haciendo conocido por sus costumbres gastronómicas, que se destacaban tanto como su gran tacañería.

El recuerdo de figuras como Gramajo, personaje que no ocupó la primera línea de los acontecimientos fundamentales de la historia argentina entre 1860 y 1910, pero sí fue testigo de muchos de ellos, sirve para ilustrar ese tiempo, el contexto de la época y, sobre todo contribuye a entender que las pequeñas anécdotas o los grandes episodios protagonizados por estos “actores de reparto”, completan la gran obra dramática (en el sentido teatral) que es la historia.

Infancia y milicia en Santiago del Estero

Artemio Gramajo nace en junio de 1838 en la Villa de Loreto, Santiago del Estero, durante el gobierno de Juan Felipe Ibarra. Poco se sabe de su infancia y su familia, pero los tiempos de la Confederación Argentina lo encuentran participando de las luchas civiles que moldean su carácter hacia la vida militar. Se sabe que Gramajo se suma al ejército provincial durante el predominio liberal de los Taboada, al comenzar la segunda mitad del siglo XIX. Como era costumbre entonces aprendió las artes militares en el combate junto al general Antonino Taboada, cuando los santiagueños derrotaron al tucumano Celedonio Gutiérrez en la batalla de Seibal el 17 de diciembre de 1861 y al riojano Ángel “Chacho” Peñaloza en la de Río Colorado el 10 de febrero de 1862.

En 1865 Gramajo es enviado rumbo al frente de batalla en la guerra contra el Paraguay. Participa de los triunfos aliados de Estero Bellaco, Tuyutí y del desastre de Curupaytí, la peor derrota del Ejército Argentino en su historia. A principios de 1867 regresa a Santiago del Estero y se suma a la campaña contra el caudillo catamarqueño Felipe Varela, combatiendo como uno de los jefes de infantería en la mítica batalla de Pozo de Vargas del 10 de abril de 1867. Un par de años después está presente en la batalla de Pastos Grandes el 12 de enero de 1869, última derrota de los caudillos federales andinos, donde Gramajo es llamado a presidir el tribunal militar para castigar a los vencidos. Ya por entonces su jefe era Julio A. Roca.

Comienzo de una amistad en el Ejército Nacional

La amistad entre el oficial tucumano y el soldado santiagueño comenzó durante unos ejercicios militares, bajo el mando de Roca. Un mediodía, Gramajo había preparado un lechón asado para la soldadesca, pero el jefe ordenó levantar campamento y dejar para otra oportunidad aquel manjar. Era la forma de templar la autoridad y la obediencia. Transcurridas un par de horas desde la partida, Roca lo chuceó a Gramajo preguntándole si hubiera estado rico el lechón, a lo que Gramajo, extrayendo de su alforja la cabeza asada del animal, se la ofreció diciendo: “Supuse que ud. se había quedado con las ganas, por eso la traje”. Desde ese momento, tucumano y santiagueño fueron amigos y compañeros para siempre.

El 26 de enero de 1871, Gramajo participa de la batalla de Ñaembé, Corrientes, durante el levantamiento de Ricardo López Jordán contra las autoridades constituidas. Más adelante, combate en la batalla de Santa Rosa, Mendoza, durante la revuelta mitrista de 1874. El entonces coronel Roca era el comandante aquel 7 de diciembre y la brillante victoria le significaron las palmas de general, grado al que nunca llegaría Gramajo. La llegada en enero de 1877 de Roca al Ministerio de Guerra y Marina sellará el destino de su amistad con Gramajo: lo elige edecán, desde ese momento hasta su retiro, cuatro décadas después. En abril de 1879 parten desde Carhúe rumbo al sur en la Campaña del Desierto y será la oportunidad del santiagueño para destacarse en un aspecto en el que el tucumano nunca pudo alcanzarlo: su condición de gran cocinero.

El revuelto de Gramajo

Llegados a Choele Choel y acampada la columna encabezada por Roca a orillas del río Negro, comenzó a escasear el ganado que servía de alimento a la tropa, en parte porque las barcazas que llevaban las vacas no pudieron navegar desde Carmen de Patagones. Era costumbre por entonces reemplazar la carne vacuna por carne de yegua, algo muy antipático para los soldados acostumbrados a la fidelidad de los equinos.

Estaban Roca y otros altos oficiales esperando el almuerzo, que se suponía frugal por la falta de carne, Gramajo, siempre creativo si de comer se trataba, logró hacerse de unas papas, un poco de aceite, unos huevos de avestruz, un frasco con arvejas (primeras conservas que un ejército argentino llevó a una campaña) y algo de panceta seca. Fue mezclando los ingredientes, pero sobre todo hizo las papas bien “babé”, y así disfrutaron una delicia imprevista en medio de la estepa patagónica.

Uno de los corresponsales de guerra envió un telegrama a Buenos Aires con la “receta” del almuerzo de Roca y su edecán. Era tal el fervor patriótico que acompañaba aquel tiempo que el revuelto de Gramajo se convirtió en un plato disfrutado en las casas y en las fondas. Hasta hoy sigue siendo una comida típica de los argentinos, aunque no todo el mundo conoce su origen y entre los historiadores se discute un poco sobre el tema.

Hay varias versiones sobre la invención del revuelto. Hay quienes aseguran que la verdad es la que surge de una legendaria carta del playboy “Macoco” Álzaga Unzué, que relata la creación de un “hangover”, por parte de un hijo de un intendente porteño hacia 1910; hasta los que ubican la aparición en la década de 1930, fruto de una incursión clandestina de dos bon vivants de apellido Gramajo en la cocina de un restaurante. Es nuestra opinión que la existencia del revuelto en las mesas del siglo XIX zanja la discusión, y si bien no hay documentos que confirmen ninguna de las teorías, quien esto escribe sigue a don Félix Luna, quien cuenta la anécdota en su obra genial “Soy Roca”.

La perdurable amistad de un tucumano y un santiagueño

La presencia de un militar en la presidencia de la República sirvió para dotar de rigor al oficio de edecán: ayudante de campo, acompañante y hasta correveidile del que manda. Supo Gramajo, gracias a su fuerte personalidad y al boato de su tarea, convertir a los edecanes en una tradición que ha perdurado como pocas, y aún hoy forma parte del ceremonial cotidiano de los presidentes.

Posteriormente, cuando Roca y sus hijos emprendieron un viaje a Europa, la presencia del “tío Artemio” fue un motivo de diversión, aprendizaje y solaz para la prole del general. Cuando Roca enviuda, Gramajo ocupó el lugar del pariente que se hace cargo de los asuntos domésticos y se convirtió en indispensable para el hogar del general. Las reuniones políticas en las que eran pares, las travesuras románticas que compartían y sobre todo las tenidas gastronómicas convirtieron su amistad en una cadena indestructible.

Las revistas de la época, como “Caras y Caretas” o “El Mosquito” lo tuvieron a Gramajo como habitual caricatura, destacando su condición de sibarita, con botellas bajo el brazo, siempre comiendo y emperifollado en sus uniformes de gala. Era robusto, pero no tanto como se lo dibujaba. Las fotos lo muestran siempre sonriente y su buen humor era disfrutado por todos lo que lo frecuentaron. Se lo conocía por sus motes: “El Glotón Oficial” o “El Coronel Diente”.

El funeral de Gramajo, anticipo del de Roca

Desde aquel primer encuentro en las maniobras militares, hasta los últimos en la casa del general, bajo la mirada del mayordomo Gumersindo García, confidente de ambos, transcurrió medio siglo de camaradería militar, confidencia personal y sobre todo un gran disfrute de la vida. Sólo los separó el escalafón militar: uno fue teniente general, el otro coronel; pero eso jamás fue obstáculo para sentirse iguales, cada uno en su rol, sin envidias y sin celos.

El 11 de enero de 1914 moría el coronel Artemio Gramajo. Para Roca había muerto el mejor amigo y el gran compañero. En la Recoleta, al día siguiente, muchos se asombraron de que Roca pidiera la palabra para despedir a su alter ego, ya que no era un buen orador y no le gustaba hablar. Nunca se había visto al anciano general llorando en público como esa vez. Diría con voz entrecortada: “Para mí, portar los restos mortales del Coronel Artemio Gramajo, es como adelantar mi propio funeral”. Los hechos le iban a dar la razón… Sólo nueve meses después, el 19 de octubre, él iba a morir y desde entonces comparten, en mausoleos cercanos, su presencia en el panteón nacional de los argentinos.

Homenajes

Gramajo quedó a la sombra de su amigo y compañero. Pocos son los homenajes. En Loreto, una calle lleva su nombre. Algún restaurante se llama “Artemio” y algún otro “Gramajo”. Pero sin duda el mayor recuerdo es la presencia de su “revuelto” en miles de cartas y menús gastronómicos del país. Su biografía ayuda a entender que los grandes hombres de la historia han tenido compañeros que hicieron más amable su paso por la política, que suele ser un desierto de amistades, y sobre todo un campo pródigo en traiciones. Gramajo, el santiagueño, nunca traicionó a Roca, el tucumano, que le retribuyó de la misma manera.

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