El 28 de agosto de 1963 se produjo un evento clave en la historia de los derechos civiles en los Estados Unidos: 250 mil personas (un 80% de ellas, afroamericanas) descendieron sobre Washington D.C. desde todos los rincones del país para pedir que el gobierno hiciera algo por una población que históricamente se había visto discriminada y violentada. Las imágenes son conocidas. El Mall repleto de gente marchando. Un mar de personas ocupando todos los espacios alrededor del estanque reflectante entre el monumento de Washington y el de Lincoln. Martin Luther King, Jr. hablando del sueño que tenía para el futuro de Estados Unidos.
Nadie puede, después de todo eso, dudar del valor simbólico que este episodio tuvo. La marcha había sido un evento importantísimo, una suerte de repentino “rayo de luz en la oscuridad”, como lo llamó Ken Howard, quién asistió al evento. Y, así y todo, mucho de lo que pasó en sus entretelones iría quedando olvidado. Su impacto e influencia, relativizados o exagerados.
El primer paso para salir de este simplismo es recordar sus antecedentes. De más está decir que la situación social de los negros en Estados Unidos había sido históricamente desastrosa. De la esclavitud a la Reconstrucción – este momento donde se solidificó la legislación discriminatoria, conocida popularmente como “Jim Crow”, en los estados del Sur – y ya bien entrado el siglo XX, poco había cambiado para muchos de ellos. El racismo era algo naturalizado por grandes sectores de la población y el Estado, parecía ser, prefería ignorar la injusticia (o incluso alentarla) en vez de intentar hacer algo para subsanar este flagelo.
En este contexto, ya desde la década del cuarenta habían aparecido personajes como A. Philip Randolph, líder sindical y fundador del primer sindicato oficial liderado por un afroamericano, que proponían marchar en Washington. Junto con Bayard Rustin – histórico organizador, abiertamente homosexual y miembro del partido comunista – en 1941 habían intentado gestar una movilización de 100 mil personas para denunciar la discriminación en la contratación dentro de las industrias proveedoras del Ejército. De hecho, la llegaron a planear y hasta se publicó una fecha, pero el evento nunca tuvo lugar porque Franklin D. Roosevelt firmó un decreto que prohibía este tipo de discriminación.
John F. Kennedy, que había llegado a la Casa Blanca en 1960 con una actitud muy ambigua respecto de estos temas, tampoco quiso perjudicar su posición dentro del establishment político. Como sus predecesores, prefirió el camino de la estabilidad interna y sólo se limitó a apoyar medidas superficiales de integración. Para 1963, sin embargo, la situación hizo imposible mirar para otro lado.
En abril King había caído preso en Birmingham, Alabama y durante este tiempo redactó su famosa Carta desde la prisión de Birmingham en la que denunció la lentitud con la que se movía el gobierno para terminar con la desigualdad. Para mayo, en la misma ciudad, eligiendo desoír la prohibición que se había puesto a las manifestaciones públicas, los organismos de derechos civiles habían salido a marchar para demostrar su pacifismo y se encontraron, en cambio, con una represión policial brutal que no respetó ni a los niños. Con el mundo entero en shock por las imágenes presenciadas en Birmingham, en junio, se vivió un momento de tensión un tanto patético cuando el gobernador de Alabama, George Wallace, se paró en la puerta de la universidad para intentar evitar que Vivian Malone y James Hood hicieran historia y se transformaran en los primeros estudiantes afroamericanos en inscribirse la Universidad de Alabama. Luego de que hubiera intervención federal y los estudiantes lograran acceder al edificio, Kennedy decidió capitalizar su apuesta y salió por la televisión a anunciar que ya era hora de dar los primeros pasos hacia el desarrollo de una legislación que garantizara la igualdad. El discurso, aunque conmovedor y esperanzador, se topó con sus limitaciones a tan sólo horas de haber sido pronunciado cuando el líder local de la NAACP, Medgar Evers, fue asesinado por un supremacista blanco en la puerta de su casa en Mississippi.
Con el hartazgo como motor, los líderes de las organizaciones a favor de los derechos civiles empezaron a converger. Después de años de acciones directas como sentadas o marchas locales, se decidió, había que llevar adelante algo más significativo, más impactante, que fuera capaz de demostrar que había una demanda nacional por la igualdad y el fin de la opresión. Rustin y Randolph, que desde enero de ese año se habían propuesto organizar una marcha enfocada en lo laboral, cambiaron el eje para incluir el tema de la libertad y convocaron a los líderes más importantes del movimiento a unirse a ellos. En un gesto extremadamente atípico de solidaridad, los “Grandes 6” – Randolph, King (presidente de la SCLC), Roy Wilkins (cabeza de NAACP), James Farmer (fundador de CORE), John Lewis (presidente de SNCC) y Whitney Young (Director Ejecutivo de la Liga Urbana) – decidieron poner sus diferencias de lado y organizar la marcha en Washington juntos.
Con la fecha elegida para el 28 de agosto, en coincidencia con los cien años de la Proclamación de la Emancipación hecha por Lincoln, los problemas empezaron. Debatiéndose entre una política más combativa y una metodología no violenta, los líderes negros terminaron privilegiando una postura pacifista. De este modo, incluso convocando a otros líderes blancos de la religión católica y el judaísmo, se buscó subrayar el tono plural de la marcha y su espíritu de inclusión. Lo importante en este punto era no hacer realidad los temores del establishment (incluido Kennedy, que trató de disuadir a los organizadores) y demostrar que era posible marchar por Washington de forma pacífica para clamar por la libertad.
Así, a pesar de las posiciones más radicalizadas de SNCC y CORE, el 28 de agosto – tras largas jornadas en las que Rustin orquestó toda la cuestión logística – se invitó al público blanco a marchar y se convocaron a importantes figuras del entretenimiento como punto de atracción. La lista de oradores, por su parte, era culturalmente diversa (aunque curiosamente, a pesar de las demandas dentro de la organización, no incluyó una figura femenina de peso) y no daba cuenta de una línea común clara. Oficialmente se decía que la marcha era a favor de la legislación propuesta por Kennedy, pero las tensiones entre las organizaciones se dejaron ver cuando John Lewis tuvo que alterar las partes más polémicas de un discurso que la definía como “demasiado poco, demasiado tarde”.
Aún con estas diferencias, la marcha en sí fue considerada un éxito. Los discursos, especialmente el de King, movilizaron a todas las personas presentes y a los millones que pudieron seguir el evento por televisión. Nunca se había congregado tanta gente en Washington para clamar por los derechos civiles y Kennedy, impresionado, recibió a todos los organizadores luego de la marcha para asegurarles que continuaría trabajando por su causa.
Hoy es muy sencillo mirar el evento y trazar una línea directa con lo que pasó después, especialmente la sanción de la tan deseada Ley de Derechos Civiles de 1964, pero entonces, aún con esperanza, las cosas estaban todavía poco claras. Famosamente, inmediatamente después del evento, Malcolm X se refirió a él como la “farsa en Washington” y denunció que esta atmosfera tibia, “de picnic”, había desvirtuado el objetivo con la presencia de los blancos. Casi como confirmación de la aparente inutilidad de la acción, sólo cuatro semanas después de la marcha cuatro niñas resultaron muertas en un ataque a la Iglesia Baptista de la Calle 16, en Alabama. Este duro revés fue demoledor para muchos de quienes habían estado en Washington, pero la convicción de que se había producido un cambio, por más mínimo que fuera, era más fuerte que nunca. Con su trabajo de hormiga los líderes de los movimientos habían podido mover multitudes y habían dado a conocer al mundo la problemática que sufrían y la forma en la que pretendían resolverla. El apoyo ganado y la presión ejercida, desde ya, jugarían un rol importantísimo en los años venideros y, como bien señaló una de las ayudantes de la organización, Eleanor Holmes Norton, “aunque la marcha no causó la legislación, es difícil pensar que la Ley de Derechos Civiles de 1964 habría ocurrido sin ella”.