LAS TRAMPAS DE LA HIPOCONDRÍA

El origen de la palabra hace referencia a la región del abdomen debajo de las costillas y el esternón donde Hipócrates y sus discípulos creían que se acumulaban los “vapores” causantes de esta afección que no es una enfermedad en sí, sino el miedo a sufrir una afección grave (lo que muchas veces es tanto o más problemático que sufrirla realmente). Así llamaban al miedo mórbido a estar enfermo o a la muerte, sin una enfermedad que lo justifique.

Todo parece en orden hasta que se percibe un lunar que hasta entonces no se había notado, un dolor sordo y esquivo que hasta minutos antes no se había percibido, un bulto que ayer no estaba…. La preocupación aumenta, va y viene, pero vuelve con creciente perseverancia hasta que un buen día uno se encuentra en una sala de espera, ensayando mentalmente la cronología de los eventos que lo llevaron a la consulta, en un relato no carente de dramatismo… porque ese lunar no estaba, ese dolor parece insoportable por momentos y el bulto late.

Cualquier actitud dubitativa del profesional –que obviamente la tiene porque la hipocondría solo se diagnostica por descarte– suscita en el paciente un espiral de ansiedad. La espera entre estudio y estudio solo sirve para aumentar la autopercepción engañosa… Allí hay algo, esto no es normal, esto se agranda y se multiplica a pesar de las afirmaciones contrarias que intentan calmar la ansiedad del paciente, aunque terminan actuando como leña echada al fuego.

En su tratado sobre “El poder de la imaginación” Michael de Montaigne se confiesa como una víctima de esa imaginación que solo parece multiplicar los pesares ajenos sobre su propia salud. La tos del otro aumenta la expectoración propia. “El poder de la imaginación provoca enfermedades” llega a la conclusión el escritor francés, reflejando su propia experiencia.

El inglés John Donne en su “Devociones en ocasiones emergentes” (1624) relata las crisis y remisiones de la enfermedad que lo aqueja asociada con oscilaciones en el humor que van del miedo a la esperanza (y en el caso de Donne acompañado por devotas oraciones). “La enfermedad reina sobre nuestros cuerpos y sus  secretos engañan  a la mente con trucos. Nada es lo que parece ser”, concluye John Donne.

La hipocondría es un proceso tan viejo como el hombre. Diocles de Carystus (350 a. C.) la describió como una afección abdominal (de allí viene su nombre). En subsecuentes concepciones, la hipocondría se asocia con depresión, ansiedad y melancolía y exhibe una ambigüedad confusa para los médicos y familiares. Así lo señalaba Johannes Crato en el siglo XVI: una melancolía fatua que puede confundir al más entrenado de los galenos.

Robert Burton en su “Anatomía de la melancolía” (1621) habla de distintas formas de esta afección –solitudo, innamorato, superstitious, maniacus y por último hypochondriacus–. Esta última forma clínica evoca al grabado de Albrecht Dürer, Melancolia I, con las botellas de remedios dispersas frente a la víctima de tal melancolía (del griego, bilis negra).

Melencolia I

El verso de Burton así lo describe:

Hipocondriacus se apoya sobre su hombro

el viento de costado lo daña

y le inflige un dolor que solo Dios puede discernir

Padece el dolor y muchas penas

con potes y botellas que yacen a su alrededor

recientemente compradas al boticario

Thomas Willis (1621-1675), el famoso médico inglés, describe a la hipocondría como una enfermedad tanto psíquica como física pues habla de temblores y palpitaciones, de opresión y decaimiento del espíritu cuando los enfermos creen que la muerte les lame los talones… pero este proceso se acompaña de fluctuaciones en los pensamientos, perturbaciones de la imaginación, suspicacia y sospechas.

La ansiedad sobre nuestra salud son las herederas de las reflexiones metafísicas y religiosas que tanto Montaigne, Donne, Burton y hasta el metódico Imanuel Kant reflejaron en sus obras. A ellas vale agregarle  la consideración lapidaria de Thomas Sydenham (1624-11689), el médico más ilustre de su tiempo quien concebía a esta hipocondría como “la simuladora de la mayor parte de las perturbaciones que afligen a los hombres”.

La historia de la hipocondría es la historia de todas las enfermedades reales, acompañadas por una prodigiosa variedad de afecciones imaginarias que van desde las molestias al dolor excruciante, que se convierte en invalidante por la ansiedad que conduce a la inacción.

Esta situación nos lleva a una duda sobre la verdadera naturaleza de la enfermedad: ¿qué es una enfermedad? ¿Solo podemos llamar enfermedad a lo tangible o demostrable? ¿Acaso  estas traiciones de la imaginación también lo son? El análisis de los distintos personajes a lo largo del tiempo demuestra que cada época tuvo su propia forma de hipocondría.

En el siglo XX el fácil acceso a los conocimientos científicos o psedudocientíficos han exacerbado la tendencia hacia formas más complejas de hipocondría, aunque la tecnología y estudios complementarios hacen más fácil descubrir la nulidad de la base física de los síntomas referidos. “El enfermo imaginario” descripto por Moliere, hoy es más “imaginario” que hacia 4 siglos. Casi el 20% de las consultas de atención primaria son por depresión y ansiedad, cuadros invariablemente asociados a hipocondría

Curiosamente existen familias de hipocondriacos, lo que sugiere que existe un gen que se trasmite, pero esto podría no ser así ¿acaso lo que se aprende son las conductas familiares que apuntan a prestar atención al cuerpo o al pensamiento negativo sobre un supuesto problema de salud y sus consecuencias?

La hipocondría suele darse en sujetos obsesivos o personas fóbicas que han vivido la experiencia de una larga enfermedad de un pariente cercano. Sus víctimas suelen tener  rasgos de personalidad aprensiva, con componentes neuróticos. Y en este terreno crece fértil “el miedo, tan extraño, decrepito e infantil, que es peor que lo temido”, como dice el poeta Carlos Barral.

Este pensamiento mágico negativo impregnó la vida de varios literatos como Marcel Proust, quien creía que todos los días serían el último o Charles Darwin que pasó años en balnearios haciendo hidroterapia para reponer sus fuerzas siempre menguadas (algunos sostienen que sufría una enfermedad de Chagas adquirida durante su periplo americano). Manuel de Falla padecía una neurosis obsesiva que le hacía ver gérmenes patógenos en todos los rincones. Pío Baroja también padecía cierto grado de hipocondría y José Donoso sufría gastritis cada vez que escribía una novela. Florence Nightingale, la célebre creadora de la enfermería moderna, pasó años postrada en su cama cuidada por sus discípulas sin que los médicos se pusieran de acuerdo en la causa de su mal.

La lista continua porque nadie, por encumbrado o inteligente, está libre de ser traicionado por su mente. Podrán usarse ansiolíticos o antidepresivos, podrán hacerse estudios especializados para determinar que la muerte no lo amenaza. Hay algunas experiencias que señalan la oxigenoterapia hiperbárica como un proceso beneficioso, aunque las más de las veces, una vez descartada una causa orgánica, se deberá convencer al paciente de que la mente lo traiciona y deberá comenzar algún tipo de terapia psicológica para asistirlo en esos períodos de padecimiento cuando lo asalte la perseverante idea que alguna afección misteriosa lo empuja hacia los días finales de una existencia, que demora más de lo esperado en concluir.

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