“Quinientas a seiscientas cabezas cortadas garantizan libertad y felicidad.
Es a través de la violencia que debes conquistar la libertad…”
Jean-Paul Marat
Este médico que se dio en llamar L’amie du peuple murió asesinado en una bañadera. Ya nadie lo recuerda por sus curaciones, ni por sus discursos incendiarios, ni por sus elucubraciones filosóficas, ni por sus investigaciones científicas, sino por el cuadro que inmortalizó sus momentos finales, Marat assassine, de Louis David.
Marat había nacido en Neuchâtel (hoy Suiza) en 1743. Hijo de médico, estudió la carrera de su padre en Burdeos, París y, finalmente, consiguió doctorarse en la Universidad de San Andrés, Escocia, hacia 1775. Resulta que, antes de recibirse, Marat había escrito una serie de artículos que le habían granjeado la antipatía del rey y de figuras poderosas, como el general Lafayette.
Perseguido por sus ideas, debió huir por las alcantarillas de París para no terminar en la Bastilla. Después de este tour forzado por las cloacas parisinas, Marat comenzó a ser atormentado por un molesto eczema pruriginoso, rebelde a cualquier tratamiento y que solo calmaba con prolongados baños de agua tibia, situación en la que lo alcanzó la mano vengadora… pero no nos adelantemos.
En 1762, mientras vivía en Escocia, publicó un libro sobre el alma humana (An Essay on the human soul). En este ensayo Marat llegaba a la conclusión de que el hombre es movido solamente por el amor propio (léase: orgullo y egoísmo) y que la razón es incapaz de dominar esa y otras pasiones, como todos sabemos por experiencia personal.
Antes de doctorarse publicó en Londres A Philosophical Essay on Man, en el cual comenta su teoría sobre la influencia recíproca entre cuerpo y alma. A diferencia de Helvetius, sostenía que los filósofos debían estar compenetrados de las novedades científicas y que el conocimiento de la fisiología abriría las puertas al entendimiento del hombre en su totalidad. Le siguió The Chains of Slavery, librito que abunda en comentarios contra los príncipes absolutistas y despóticos, culpables, a su vez, de las limitaciones a las libertades individuales.
Marat no solo escribió sobre temas filosóficos: publicó y difundió su tratamiento de la gonorrea (que estuvo bastante tiempo en boga) y un curioso estudio sobre la presbicia (le encantaba la óptica, y Goethe alabó sus elucubraciones sobre los colores). En 1776 salvó de una muerte segura a la marquesa Laubespine (curiosa actitud: primero curaba a los nobles y, después de denostarlos en sus libros, los mandaba a decapitar). Gracias a la celebridad obtenida, fue nombrado médico de la guardia del conde Artois.
Mientras tanto siguió con sus investigaciones y publicó Decouvertes sur le feu, l’electricite et la lumiere, texto no muy bien recibido por la comunidad científica de la época, cuyo representante más encumbrado, Lavoisiere, despreció la obra por considerarla poco original. Sin saberlo, el científico se granjeaba la antipatía del prohombre revolucionario y se aseguraba su pasaje a la guillotina.
En tiempos de la Revolución, el discurso de Marat se tornó más virulento y, desde su diario, L’amie du Peuple, atacó a los aristócratas, a los revolucionarios de medias tintas y a sus enemigos políticos, que eran una legión. Más de una vez estos intentaron mandarlo al mismo lugar adonde Marat había enviado a tanta gente, aunque el doctor siempre salía airoso, con la cabeza sobre sus hombros.
En sus editoriales exaltaba el poder popular y creó la célebre frase que el marxismo haría suya: “Nada superfluo debería pertenecer legítimamente a nadie mientras que a otro le falte lo necesario”.
El clima de mutuas recriminaciones y acusaciones cruzadas entre revolucionarios y aristócratas desencadenó el Terror, que tanto trabajo le dio a la guillotina. Más de dos mil cabezas rodaron mientras Marat continuaba escribiendo desde la bañadera para calmar su prurito, causa inconsciente de su crónico malhumor.
En la bañadera lo encontró Charlotte Corday, deseosa de vengar la dichosa muerte de su prometido y de su hermano a manos del furor político que el amigo del pueblo había fogoneado. Para acceder a Marat, se hizo pasar por una delatora. Una vez frente a Marat, al grito de “¡Tirane!”, le clavó un puñal en el pecho.
De esta forma terminaron los días del Amigo del Pueblo, enterrado en el Olimpo Revolucionario, el nuevo Panteón de París.
La ceremonia fue cuidadosamente preparada por su amigo Jacques Louis David, quien presentó el cadáver de Marat como si fuese un nuevo César asesinado por viles intereses. A pesar de las exequias, el cuerpo del amigo del pueblo fue prontamente exiliado del Panteón, y se desconoce dónde se encuentran sus restos a la fecha. A nadie le preocupó mucho ese tema, porque pronto Marat cayó en el olvido.
Todo el mundo en París comentó cómo Madame Corday gesticuló largamente una vez que su cabeza fue separada de su cuerpo. La guillotina no era tan inocua como promovía el doctor Guillotin…
De tantas pasiones desatadas, solo nos queda el homenaje de David hacia este hombre que desde una bañadera nos dejó varios escritos violentos (que hoy nadie lee), muchísimas ejecuciones injustificadas (que aún hoy se discuten) y algunas frases poco felices (como las que encabezan este artículo) y que sería bueno olvidar.
Texto del libro IATROS, de Omar López Mato. Disponible en librerías y AQUÍ.